Soy uno de
esos pacientes crónicos que tiene que aportar una cuota de sangre cada varios
meses para que los profesionales que tratan mi cuerpo valoren la situación y
reajusten el tratamiento. Esta semana he tenido que pasar por la situación de
prestar mis brazos a una persona uniformada en color blanco, para que obtuviera
la cuota de líquido cuatrimestral requerida para el dictamen del laboratorio.
Estos encuentros con las agujas, mantenidos durante tantos años, me permiten revivir
una experiencia que reafirma mi visión del sistema sanitario. Esta se puede
sintetizar en la persistencia del eterno
retorno de los pacientes, entendidos como cuerpos circulantes investidos por la
noble tarea de contribuir a la magnificación de la narrativa triunfal que unge
al sistema sanitario.
Soy un
contribuyente activo a la investigación, en tanto que he aportado cantidades ingentes de sangre y orina, sobre
la que se construyen gráficos, tablas, comparaciones y ecuaciones, pero soy un sujeto
deficitario en las pruebas de imagen. Mi cuerpo no ha sido suficientemente
escaneado y fotografiado, y hasta ahora ha dado pocas oportunidades a esas
máquinas prodigiosas. Los diabéticos somos más de líquidos que de imágenes,
cediendo ese puesto a las tribus de pacientes oncológicos, neumológicos,
traumatológicos y otros, que son inspeccionados por estas industriosas máquinas
de ver.
En mis
sueños comparezco ante un tribunal de acreditación de la salud, que me apercibe
severamente por la carestía de mi contribución al crecimiento de la galaxia
radiológica. La conminación a ser un buen ciudadano productivo se funda en las
palabras solemnes del presidente del tribunal “Ciertamente, usted contribuye al
crecimiento mediante una cuota suficiente en su balance de líquidos, tanto en
las entradas –insulina principalmente- y salidas –sangre y orina-. Pero la
contrapartida es el déficit de pruebas de imagen, lo que le convierten en un
ciudadano en riesgo de ser un activo negativo para la industria de la salud”.
En estas
ensoñaciones, imagino a una instancia médica que evalúa lo que denominan como
“Índice de producción de líquidos e imágenes” IPLI, advirtiéndome que me
encuentro descompensado en este crucial indicador. En este nuevo orden, los
pacientes somos definidos mediante indicadores que registran nuestras aportaciones
a la red de laboratorios y centros de diagnóstico por imágenes. Así se produce
la inversión definitiva de la sociedad del crecimiento, dotada de la capacidad
de detectar los yacimientos de activos biológicos de los pacientes. Progreso
puro y duro, en tanto que se consuma el milagro de que las dolencias se
constituyen en un factor de crecimiento. Así, los portadores de afecciones y
enfermedades se transforman en productores de activos biológicos y consumidores
de pruebas y fármacos múltiples, configurando una nueva forma creativa e inédita
de prosumer, que deviene en la jactancia acumulada por innovación, de la que
hace ostentación la dirección de tan formidable sistema.
Siempre que
acudo al sillón de extracción, reactivo estas figuraciones. En esta ocasión acudí
en una situación fronteriza con la hipoglucemia, lo que acrecentaba mi estado
de debilidad. Cuando llegó mi turno y llegué al punto de extracción pronuncié
el convencional “buenos días”, en un tono cordial. La persona encargada de
realizar la extracción era una mujer joven. No contestó a mi saludo y me dijo
en un tono seco “siéntese ahí”. La cuestión del saludo tiene una importancia
crucial. Cuando este no es correspondido, se anuncia una situación que solo
puede ir a peor, en la que tienes que asumir tu inferioridad con respecto a la
institución. Así se expresa inequívocamente la
insoportable levedad del paciente en el curso de la interacción que
comienza. A partir de la negación del saludo, lo que puede esperarse es un
continuo de formas comunicativas unificadas por la negación de tu persona.
En
coherencia con el comienzo de esta secuencia, me examinó el brazo derecho. Le
advertí en un tono amable que, en general, me lo extraen del brazo izquierdo.
No me contestó y pasó a este brazo. Tras varios movimientos con la enorme aguja
me pinchó, pero no encontró la vena. Entonces me puso un esparadrapo tapándome
la superficie en la que había sondeado a los líquidos. Pasó al brazo derecho,
y, tras un par de intentos fallidos, encontró la vena por la que discurre este
extraño petróleo rojo de los pacientes. Cuando terminó y me tapó el
miniboquete, pronunció la única palabra “Disculpe”. El tono que acompañó a este
mensaje, remitía al campo de batalla, y a la artillería en particular. Se puede
afirmar que me arrojó esta palabrota. Cuando me levanté y me puse el jersey,
ella ya estaba haciendo otra tarea, de espaldas a mí. Me marché sin decirle
nada, con una sensación de alivio por haber terminado esta inevitable secuencia
sin males mayores.
Durante
muchos años he impartido cursos de comunicación, tanto en instituciones
sanitarias como en administraciones locales. Tengo una experiencia considerable
en este tema. Mi perspectiva sociológica se asentaba sobre el énfasis en los
contextos en los que se producía la comunicación. Estos son determinantes en la
configuración de las significaciones y las motivaciones, de modo que terminan
por sobreponerse a las técnicas. La mayoría de las actividades de formación en
comunicación hacen abstracción de los contextos, definiendo a los emisores
públicos como portadores de habilidades. Así se importan mecánicamente los
repertorios comunicativos procedentes de la empresa. En el sistema sanitario la
comunicación casi siempre se encuentra en un estado de excepción, debido a la
situación de los pacientes convertidos en receptores de unos mensajes
formateados por la cultura profesional prevalente.
Este
encuentro activó mi memoria profesional. Entré en el sistema para aportar
profesionalmente en la perspectiva de la mejora de las relaciones entre
profesionales y pacientes. Estas actividades se cobijaban bajo el paraguas de
la humanización. Años después, esta fue desplazada por el advenimiento de la
constelación de la calidad. En general, se puede afirmar que el fracaso es
manifiesto. La persistencia de comportamientos inadecuados es manifiesto en
muchas de las instancias del sistema, a pesar de su tratamiento en la
perspectiva de homologar estándares de calidad en términos empresariales.
La gran
recesión del sistema sanitario, que se visibiliza en los recortes sucesivos
desde hace veinte años, afecta decisivamente a la comunicación. La
privatización es una forma de mutilación sofisticada del sistema público. La
letal pareja compuesta por la precarización -que instituye la rotación
permanente para muchos de los jóvenes profesionales- y la disminución gradual
de las prestaciones a los pacientes, genera un contexto sórdido al que todos tienen
que adaptarse. Este genera tensiones acumuladas que no siempre son manifiestas.
Cualquier factor situacional puede favorecer su comparecencia en la superficie.
Esta es una comunicación en un estado de sitio.
Así entiendo
el comportamiento de la profesional que me trató desconsideradamente en el
sillón de extracción. Con toda certeza se trata de una persona en estado de
precariedad laboral, cuya vida profesional transita entre contratos temporales
y períodos de desempleo en espera del siguiente contrato basura. Este régimen
laboral ha tenido como efecto la disipación de cualquier idea de futuro,
convirtiéndola en un ser que trata de sobrevivir aferrándose al presente. En
este contexto cotidiano, lidiar con los pacientes es una tarea que excede el
paquete básico de sus obligaciones. Tengo varias amigas personales, veteranas
en los hospitales públicos, desoladas por el deterioro acumulado por las
políticas de restricciones. Sus descripciones, en las que comparan el presente
con el pasado próspero, son aterradoras.
Es por esta
razón por la que ironizo acerca de mi condición de paciente. En tiempos de
regresión de la asistencia sanitaria muchos profesionales se ubican en un
territorio mental de guerra de trincheras. Nosotros los pacientes nos
encontramos enfrente de aquellos que entienden su trabajo de modo
reduccionista. Somos cuerpos inermes sobre los que se actúa. Este es el mínimo
en lo que nos convierte la gran recesión sanitaria. Por eso la ironía de
definirnos como proveedores de algo valioso que tenga un precio. De lo
contrario solo somos entidades que reclaman un servicio que no pagan
directamente.
El
corporativismo de las profesiones sanitarias es demoledor. Frecuento ambientes
progresistas que definen los déficits de la asistencia solo en términos
económicos. Supongo que este texto les parecerá extraño. Como profesor he
vivido el efecto devastador de la crisis-recesión en la universidad. Esta ha
configurado a un sobreviviente duro e implacable que tiene que decidir en
solitario qué cosas prioriza y cómo lo hace. Los más débiles –los alumnos-
pagan la factura de los recortes. En el territorio de las organizaciones
sanitarias pasa igual.
Como el
texto es susceptible de distintas lecturas, tengo que advertir que la ironía no sugiere que los
proveedores que alimentamos la sala de máquinas tengamos que cobrar por esta
aportación. Aunque es seguro que en esta sociedad nos revalorizaría como
receptores de la comunicación, en tanto que adquiriríamos la etiqueta de
vendedores de residuos corporales reutilizables.
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