Leo en el
último boletín de Médicos Sin Fronteras la crónica del campo de refugiados de
Moria, en la isla de Lesbos, donde se producen horrores múltiples que afectan a
las personas confinadas allí. Este campo de concentración se encuentra en
Europa. La noticia activa mi recuerdo de la tragedia siria y de la diáspora de
las poblaciones afectadas por la terrible guerra que la produce. La foto de
Aylan Kurdi, el niño ahogado en 2015 en una playa de Turquía cuando trataba de
llegar a la fortaleza europea, ilustraba acerca de la tragedia de los
refugiados sirios. El resultado de su difusión fue la activación de una ola de
sentimiento humanitario entre los piadosos ciudadanos europeos. Durante varias
semanas las televisiones se ocuparon de transmitir imágenes e informaciones de
las caravanas de prófugos. Esta movilización de sentimientos compasivos se disipó
al ser reemplazada por el siguiente acontecimiento. No quedó rastro alguno de
esta efervescencia audiovisual. Ninguno de los numerosos niños ahogados o
muertos en circunstancias violentas fue seleccionado por las televisiones para
reemplazarle.
En los años
siguientes siguen produciéndose movimientos de distintas poblaciones huidas de
las tragedias que tienen lugar en sus propios territorios. El Mediterráneo se
convierte así en un espacio de convergencia de fugas de grandes contingentes de
desesperados. En estos años se mantiene constante el flujo de los desertores de
la miseria y la violencia. Esta diáspora fatal se cobra una cuota de muertos
ahogados incompatible con cualquier definición de humanidad o de progreso. Las
televisiones presentan imágenes críticas, derivadas de la intervención de
alguna ONG, que suscitan fervores solidarios que quedan cancelados por la veloz
sucesión de temas que conforman su ajetreada agenda.
En tanto que
las televisiones y las redes de comunicación postmediáticas hacen rotar los
acontecimientos que seleccionan y tratan, retomando cíclicamente alguna
cuestión humanitaria, tratada como un suceso, se intensifica la crisis en el
sistema mundo. África encabeza los territorios de los horrores que solo
comparecen en los informativos de la elegante Europa en términos de
catástrofes, hambrunas, inundaciones, ciclones, matanzas, guerras y otros
episodios de rango semejante. En los treinta últimos años la situación se ha
agravado considerablemente. El Mediterráneo deviene en una frontera siniestra
en la que muere una parte de los huidos engullidos en las aguas.
En tanto que
los media solo presentan imágenes episódicas y siempre conmovedoras acerca de
los desastres crónicos, la información acerca de los procesos en los que se
inscriben los hechos fatales presentados se mantiene en un nivel que se
aproxima al cero. Parece como si estos ocurrieran en un vacío político y
social. Mientras que cada ciudadano europeo ha sido apelado a solidarizarse con
un episodio de desgracia presentada en formato audiovisual, el conocimiento
acerca de las tierras y las poblaciones afectadas por la fatalidad permanece
bajo mínimos. Suelo decir que, con el paso de los años, hemos visto docenas de
catástrofes. Todas nos conmocionan, pero todas se disipan en el olvido
inmediato, que es el momento en el que las laboriosas cámaras se retiran de
este escenario tras conseguir una cuota de audiencia sustanciosa.
En esta
situación parece necesario preguntarse acerca de la naturaleza de los fugaces
sentimientos solidarios de tan distinguidos ciudadanos europeos. En mi opinión,
se puede afirmar que los sucesivos estados de exaltación humanitaria,
periclitados tras un breve tiempo de efervescencia audiovisual, tienen una
relación determinante con la preponderancia de los medios audiovisuales en la nueva
sociedad postmediática. El género periodístico del reportaje escrito acerca de
los acontecimientos críticos, realizado por los corresponsales presentes en los
escenarios vivos, ha constituido el mejor periodismo en el siglo XX. Es
ineludible referirse a Kapuscinski. Todavía leo en ocasiones fragmentos de
alguno de sus libros.
En los
últimos veinte años se han producido cambios de gran alcance en la producción y
difusión de los medios, que se corresponden con la transición entre la sociedad
mediática y la postmediática. El elemento catalizador de esta transformación es
la emergencia de la imagen, propiciada por la calidad que le confiere la
revolución tecnológica. La imagen siempre ha desempeñado un papel primordial en
la información del periodismo clásico. Uno de mis héroes de siempre es Gervasio
Sánchez. Pero esta se integraba en un conjunto que tiene como objetivo informar
sobre un acontecimiento, encuadrado en un contexto singular y enmarcado en un
proceso. Es imposible no recordar a Manu Legineche o a Pérez Reverte, que tras
su esclarecedor “Territorio Comanche”, renunció a seguir su actividad de reportero.
Pero la
información en los últimos años se funda
en imágenes sofisticadas que tienden a suplantar el análisis escrito. Se
multiplican los videos en las televisiones y las redes que visualizan las
tragedias, pero que carecen de capacidad de explicar. Esta explosión de
imágenes de dolor, como afirma Regis Debray, deslocalizan lo local y
destemporalizan el tiempo en que se produce para adaptarlo al tiempo de la
videoesfera. La preponderancia de la imagen hace intercambiables todos los
escenarios en los que se producen. Así, alteran los sentidos de los
acontecimientos y borra los lugares en que se producen. ¿qué ocurre ahora en el
Haití olvidado por las cámaras que optan por aprovechar las oportunidades que
le ofrecen otros escenarios? Así Gaza, Afganistán, múltiples países de África y
Asia afectados por horrores crónicos y mudos, en tanto que comparecen algunas
imágenes en alguna ocasión, lo que contrasta con la ausencia de narración de
estos.
Las
televisiones producen sus fotografías y videos mostrando los episodios más
virulentos y sus impactos en los cuerpos de las víctimas, pero desrealizados,
al ser arrancados de su contexto histórico singular, que siempre es único y
diferente a los demás. Lo que importa es la instantaneidad y la ubicuidad de
las violencias. Así opera generando un mínimo común denominador de los
desastres y las guerras: los cuerpos de las víctimas y las señales de los
sufrimientos derivados de las situaciones. Así se conforma un más allá exterior
al mundo europeo, que se define a sí mismo como civilizado y seguro. Los media
sancionan el derecho a la mirada mutilada desde este mundo privilegiado al
exterior demonizado, que es unificado confiriéndole la naturaleza de un
purgatorio o infierno común.
Las
sucesivas movilizaciones efímeras de sentimientos humanitarios mediatizados
favorecen la ilusión de la solidaridad. Pero sin solución a los problemas
estructurales los horrores siempre vuelven. Pero lo peor de este sistema de
voyeurismo de las tragedias y de compasiones fugaces se asienta sobre una
premisa perversa: Esta es la de conjugar el sentir, con el actuar y el ver.
Primero las imágenes, después los sentimientos y, por último, las acciones.
Este es el ciclo fatal, puesto que aquello que no se ve no suscita interés ni
compasión ni acción alguna. ¿Acaso Aylan Kurdi fue el último niño ahogado? Es
evidente que no, pero el sistema funciona sobre el principio de “ojos que no
ven”.
Así se
configuran los media como una máquina de ver que tiene la capacidad de decidir
qué es lo que se expone en las pantallas. Además, el sentido que opera en la
selección de las imágenes es impactar y emocionar a los saturados televoyeurs.
La comunicación es muy intensa pero la información muy débil. De este modo se
explica que el ciudadano-espectador europeo quede superado por el cuadro visual
que interpela sus emociones, pero que es exterior a su capacidad reflexiva.
Este factor explica la ausencia de respuesta de las sociedades civiles a
tragedias asociadas a la naturaleza del sistema-mundo del presente.
Lo peor
estriba que ante la ausencia de racionalizaciones se extiende la idea de
fortificarse frente al sur caótico, que deviene en amenazador. Estas
sociedades, que han desplazado su centro a las maquinarias del ver, renuncian
de facto a la idea de una humanidad fundada en la unidad antropológica. Así, se
producen fragmentos de sentimientos humanitarios que se compatibilizan con un
etnocentrismo supremo, asentado sobre la ausencia de la reflexión. Cada
secuencia de una desgracia carece de cronología o narrativa. Representa al más
allá exterior caracterizado por la barbarie. La idea de fortificación es
inevitable.
La identidad
de la vieja Europa es erosionada severamente por estas máquinas de ver que se
sobreponen a la educación. Este tiempo es inequívocamente de anti-modernidad.
El Brexit o la emergencia de la xenofobia o la extrema derecha parece
inevitable. También Trump es la consecuencia del predominio de las máquinas de
ver que desahucian la capacidad de reflexión. De ahí las ironías acerca de la
ciudadanía que se prodigan en este texto. La decadencia es patente.
2 comentarios:
Suscribo sus palabras al ciento por ciento. Gracias por sus reflexiones.
Gracias libreoyente. Atribuyo mucha importancia a las reflexiones y a las palabras.
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