domingo, 30 de septiembre de 2018

EL FRENESÍ DE LOS DESLIZANTES







Deslizarse por el espacio es una actividad que trasciende la significación basada en la función del transporte. Se trata de algo más. Es una sensación corporal plena de intensidad que es difícil reducir a un discurso racionalizado. El sujeto deslizante experimenta una conmoción en sus sentidos que facilita su percepción de dominador del espacio. En el tiempo presente se multiplican las formas de deslizarse, las personas que lo practican y los espacios que los albergan. La explosión de ciclistas, patinadores y otras formas de deslizarse constituye una señal profunda que remite a una mutación de la sensibilidad, entendida como uno de los ingredientes fundamentales del modo de vivir.

Al igual que en todas las cosas importantes que afectan a lo vivido, existe un déficit de discurso, que es rellenado por los analistas simbólicos del sistema. Estos interpretan esta emergencia como una forma de transporte, sujeta a una racionalización y ajena a los sentidos. Cuando comencé a desplazarme en una moto, la persona que más influyó en esta decisión me advirtió que era algo más que un modo de transporte, aludiendo a una sensación estupenda indescriptible, cuya principal manifestación se ubicaba en la tripa. Mis primeras experimentaciones confirmaron sus sabias palabras. Me había transfigurado en un deslizante converso.

El esplendoroso renacimiento de la bicicleta, así como los distintos modos de patinar, remiten mucho más allá de una forma de locomoción. Se trata de una movilidad que desborda la significación oficial consensuada por los tecnócratas, que la entienden como la racionalización de los desplazamientos cotidianos. Por el contrario, la movilidad implica la posibilidad de liberarse de lo estático, de las ataduras ineludibles a cualquier posición física y social. Moverse es evadirse del control social inevitable vinculado a cada ubicación. La movilidad es una fuga provisional que alivia los rigores de las reglamentaciones. Moverse constituye una experiencia subjetiva que enriquece y pluraliza la cotidianeidad.

De ahí que el producto más trascendente resultante de las sucesivas revoluciones tecnológicas sea el automóvil. Este se asienta sobre la convergencia de la rueda y los motores derivados del desarrollo de la mecánica. Este objeto conecta con las aspiraciones profundas de los compradores, constituyéndose como el rey del mercado en todos los contextos y tiempos. Tanto es así, que, como contrapartida a sus prestaciones, ha destruido las ciudades y sus espacios circundantes, el medio ambiente y el equilibrio ecológico del planeta tierra. Su poder de atracción es de tal magnitud, que acapara las inversiones de las personas y las familias y se ubica más allá de las categorías sociales. Desde siempre, me impresiona muchísimo contemplar al anochecer cualquier barrio periférico, en los que la fealdad del paisaje, los déficits de las infraestructuras y las carencias de las viviendas se contraponen con el almacenamiento de los coches. Estos constituyen el elemento que desencadena conflictos en torno a los aparcamientos. Las diferencias entre las clases parecen especificarse en que los automóviles de estos duermen al raso.

En la experiencia automovilística concurren dos elementos principales: el deslizamiento por el espacio y el encierro en una cabina aislada del exterior. Así se conforma la experiencia subjetiva del conductor. Se encuentra en el interior de un artefacto en el que se disuelven las conminaciones sociales, lo cual confiere una sensación de autonomía sin límites. Además, siempre es posible decidir acerca de las posibles trayectorias, sobre un espacio en el que lo exterior se percibe como distante y subordinado a la cabina deslizante. Un conductor tiende a percibirse como gobernador del espacio que lo rodea. La sensación de disminución de las ataduras sociales es patente. El sujeto conductor experimenta una libertad que no tiene equivalencia en ningún otro lugar de su espacio vital. De ahí la euforia.

Ciertamente, esta potente sensación se contrapone con la realidad de su existencia, en la que, en general,  es un sujeto hiperreglamentado en varias esferas, así como subordinado a varios órdenes institucionales. Así, la experiencia del encierro en la cabina deslizante es esencialmente ficcional. La ficción se impone sobre la realidad. De ahí la complejidad de la vida cotidiana, compuesta por varias situaciones contrapuestas en la que el encierro provisional en la cabina es la que es vivida como más gratificante. Pero las autoridades que gestionan el espacio público, saturado por los atascos múltiples, elaboran sucesivas estrategias fundadas en el concepto funcional del transporte ignorando estas significaciones, cronificando así su fracaso.

Los sujetos conductores son los deslizantes encapsulados en las cabinas que albergan su autonomía provisional, liberando una parte de su cotidianeidad de las constricciones sociales. Pero, en los últimos años, se multiplican otras formas de deslizamiento que liberan a los sujetos del encapsulamiento automovilístico. Se trata de la recuperación de la primera máquina de uso privado, junto con las armas de fuego y la máquina de coser: la bicicleta. Esta máquina mecánica, desplazada tanto por los automóviles como por las motocicletas, experimenta un renacimiento esplendoroso.  La motorización de masas, junto a la hiperurbanización, ha generado un colapso en las vidas cotidianas, en tanto que en su mayoría son convertidas en tránsitos entre sucesivos encierros en cápsulas con ruedas y edificios, deslizándose por las pasarelas funcionales de la fealdad instituída, que son las autopistas.

Este es el vector sobre el que se asienta el renacimiento de la bicicleta, así como el de las distintas formas de deslizarse en los patines múltiples. También en esta ocasión, la multiplicación de deslizantes no encapsulados, remite a una forma de vivir de modo plural la cotidianeidad. La bici o el patín es una experiencia de relación con el cuerpo y el espacio. Por esta razón sonrío cuando constato la estrategia de los carriles-bici, que representan el modo de entender la emergencia deslizante solo como un modo alternativo de transporte. De ahí, que los sujetos deslizantes desborden los espacios programados, reclamando su discrecionalidad en las trayectorias.

No hace falta ser muy agudo para comprender la naturaleza de la actividad de los deslizantes. Se trata de un frenesí referenciado en una práctica que proporciona un goce desmesurado. Así se genera una comunidad de deslizantes que se extiende a todos los espacios públicos escenificando su propia pasión asociada a esta práctica. Como toda práctica de masas, carece de portavoces autorizados, de discursos racionalizados y de organización social. Los deslizantes constituyen una realidad múltiple y heterogénea que hace compatibles a distintos tipos de personas. Precisamente por esto es una realidad difícilmente reductible por parte de los poderes públicos.

Los deslizantes conforman un conglomerado vivo dotado de una energía inconmensurable. Pero su envés radica en que, tanto en el caso de los encapsulados como los ciclistas y patinadores, representan una experiencia radical de individualización. La crisis del sistema, y de sus instituciones y organizaciones, se puede percibir por la debilidad de las energías que concita, lo que contrasta con las de las configuraciones sociales que se ubican en la práctica de deslizarse, así como en las distintas comunidades resultantes de la explosión de lo postmediático. Estos públicos proporcionan vigor a lo social en detrimento de lo colectivo entendido como lo político-formal. Así, los problemas sociales, especialmente los referidos a las desigualdades, son “aliviados” por las fugas cotidianas hacia experiencias dominadas por la ficción. El efecto perverso es la decadencia de lo político y de cualquier autoridad fundada en la razón.

Una cuestión fundamental estriba en que la expansión de los deslizantes genera un conflicto estructural por el espacio. Los peatones son asediados por las distintas clases de deslizantes, dotados de una energía y un vigor extraordinario, nacidos de la pasión colectiva de deslizarse. La marcha lenta a pie es amenazada por la irrupción de los ciclistas y patinadores en los espacios peatonales. En particular los niños, que compensan su férreo encierro doméstico y escolar, con la expansión multiplicada del deslizamiento. Esta colisión en los espacios peatonales desplaza a los peatones más débiles, que son los mayores.

Los espacios para la movilidad de los autos, las carreteras, también registran la colisión entre ciclistas y automovilistas. En todas las superficies y las vías se manifiesta el conflicto entre transeúntes de distintas velocidades y tiempos. En los paseos por el parque del Retiro en Madrid, constato la prodigiosa multiplicación de las ruedas y las interferencias a los caminantes. Los ciclistas, los patinadores de varias clases, los niños asentados sobre automóviles de cuatro ruedas regulados a pedal y los vehículos de transporte turístico asociados a una bici.

Las fusiones entre todos ellos crean imágenes verdaderamente impactantes. Mamás jóvenes patinadoras que empujan el coche de los bebés, ciclistas y patinadores que experimentan la compatibilidad entre los dos gigantes emergentes de la época, el móvil y el vehículo deslizante…También la noche se puebla de vistosas luces que se mueven velozmente por los caminos. Todos ellos se apoderan del espacio con gran celeridad, convirtiendo el paseo a pie en una actividad dominada por la alerta. El conflicto entre movilidades alcanza a los peatones, de modo que es factible pronosticar que, al igual que los ciclistas son avasallados por los autos generando una voz social de protesta, los caminantes constituirán una voz en su defensa frente a los gozosos avasalladores deslizantes.

La emergencia de los deslizantes genera una actividad gozosa para muchas personas, pero tiene como contrapartida la intensificación del declive de lo público, entendido como lo estatal y político. En este contexto este es un mundo de bajas energías. Esta declinación perjudica severamente a los habitantes de las posiciones sociales bajas e inestables. Para estos, deslizarse es una actividad que les ayuda a una fuga provisional de su realidad. Su deslizamiento les reporta una identidad subjetiva temporal que les hace sentirse dueños de su entorno. La ficción se apodera así de una parte de sus vidas. Esta es una cuestión fundamental de las sociedades del presente que las ciencias sociales ubican en la casilla del transporte. Así se explica también la decadencia de estas.








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