Deslizarse
por el espacio es una actividad que trasciende la significación basada en la
función del transporte. Se trata de algo más. Es una sensación corporal plena
de intensidad que es difícil reducir a un discurso racionalizado. El sujeto
deslizante experimenta una conmoción en sus sentidos que facilita su percepción
de dominador del espacio. En el tiempo presente se multiplican las formas de
deslizarse, las personas que lo practican y los espacios que los albergan. La
explosión de ciclistas, patinadores y otras formas de deslizarse constituye una
señal profunda que remite a una mutación de la sensibilidad, entendida como uno
de los ingredientes fundamentales del modo de vivir.
Al igual que
en todas las cosas importantes que afectan a lo vivido, existe un déficit de
discurso, que es rellenado por los analistas simbólicos del sistema. Estos
interpretan esta emergencia como una forma de transporte, sujeta a una
racionalización y ajena a los sentidos. Cuando comencé a desplazarme en una
moto, la persona que más influyó en esta decisión me advirtió que era algo más
que un modo de transporte, aludiendo a una sensación estupenda indescriptible,
cuya principal manifestación se ubicaba en la tripa. Mis primeras
experimentaciones confirmaron sus sabias palabras. Me había transfigurado en un
deslizante converso.
El
esplendoroso renacimiento de la bicicleta, así como los distintos modos de
patinar, remiten mucho más allá de una forma de locomoción. Se trata de una
movilidad que desborda la significación oficial consensuada por los
tecnócratas, que la entienden como la racionalización de los desplazamientos
cotidianos. Por el contrario, la movilidad implica la posibilidad de liberarse
de lo estático, de las ataduras ineludibles a cualquier posición física y
social. Moverse es evadirse del control social inevitable vinculado a cada
ubicación. La movilidad es una fuga provisional que alivia los rigores de las
reglamentaciones. Moverse constituye una experiencia subjetiva que enriquece y pluraliza
la cotidianeidad.
De ahí que
el producto más trascendente resultante de las sucesivas revoluciones
tecnológicas sea el automóvil. Este se asienta sobre la convergencia de la
rueda y los motores derivados del desarrollo de la mecánica. Este objeto
conecta con las aspiraciones profundas de los compradores, constituyéndose como
el rey del mercado en todos los contextos y tiempos. Tanto es así, que, como
contrapartida a sus prestaciones, ha destruido las ciudades y sus espacios
circundantes, el medio ambiente y el equilibrio ecológico del planeta tierra.
Su poder de atracción es de tal magnitud, que acapara las inversiones de las
personas y las familias y se ubica más allá de las categorías sociales. Desde
siempre, me impresiona muchísimo contemplar al anochecer cualquier barrio
periférico, en los que la fealdad del paisaje, los déficits de las
infraestructuras y las carencias de las viviendas se contraponen con el
almacenamiento de los coches. Estos constituyen el elemento que desencadena
conflictos en torno a los aparcamientos. Las diferencias entre las clases
parecen especificarse en que los automóviles de estos duermen al raso.
En la
experiencia automovilística concurren dos elementos principales: el
deslizamiento por el espacio y el encierro en una cabina aislada del exterior. Así
se conforma la experiencia subjetiva del conductor. Se encuentra en el interior
de un artefacto en el que se disuelven las conminaciones sociales, lo cual
confiere una sensación de autonomía sin límites. Además, siempre es posible
decidir acerca de las posibles trayectorias, sobre un espacio en el que lo
exterior se percibe como distante y subordinado a la cabina deslizante. Un
conductor tiende a percibirse como gobernador del espacio que lo rodea. La
sensación de disminución de las ataduras sociales es patente. El sujeto
conductor experimenta una libertad que no tiene equivalencia en ningún otro
lugar de su espacio vital. De ahí la euforia.
Ciertamente,
esta potente sensación se contrapone con la realidad de su existencia, en la
que, en general, es un sujeto hiperreglamentado
en varias esferas, así como subordinado a varios órdenes institucionales. Así,
la experiencia del encierro en la cabina deslizante es esencialmente ficcional.
La ficción se impone sobre la realidad. De ahí la complejidad de la vida cotidiana,
compuesta por varias situaciones contrapuestas en la que el encierro
provisional en la cabina es la que es vivida como más gratificante. Pero las
autoridades que gestionan el espacio público, saturado por los atascos
múltiples, elaboran sucesivas estrategias fundadas en el concepto funcional del
transporte ignorando estas significaciones, cronificando así su fracaso.
Los sujetos
conductores son los deslizantes encapsulados en las cabinas que albergan su
autonomía provisional, liberando una parte de su cotidianeidad de las
constricciones sociales. Pero, en los últimos años, se multiplican otras formas
de deslizamiento que liberan a los sujetos del encapsulamiento automovilístico.
Se trata de la recuperación de la primera máquina de uso privado, junto con las
armas de fuego y la máquina de coser: la bicicleta. Esta máquina mecánica,
desplazada tanto por los automóviles como por las motocicletas, experimenta un
renacimiento esplendoroso. La
motorización de masas, junto a la hiperurbanización, ha generado un colapso en
las vidas cotidianas, en tanto que en su mayoría son convertidas en tránsitos
entre sucesivos encierros en cápsulas con ruedas y edificios, deslizándose por
las pasarelas funcionales de la fealdad instituída, que son las autopistas.
Este es el
vector sobre el que se asienta el renacimiento de la bicicleta, así como el de
las distintas formas de deslizarse en los patines múltiples. También en esta
ocasión, la multiplicación de deslizantes no encapsulados, remite a una forma
de vivir de modo plural la cotidianeidad. La bici o el patín es una experiencia
de relación con el cuerpo y el espacio. Por esta razón sonrío cuando constato
la estrategia de los carriles-bici, que representan el modo de entender la
emergencia deslizante solo como un modo alternativo de transporte. De ahí, que
los sujetos deslizantes desborden los espacios programados, reclamando su
discrecionalidad en las trayectorias.
No hace
falta ser muy agudo para comprender la naturaleza de la actividad de los
deslizantes. Se trata de un frenesí referenciado en una práctica que
proporciona un goce desmesurado. Así se genera una comunidad de deslizantes que
se extiende a todos los espacios públicos escenificando su propia pasión
asociada a esta práctica. Como toda práctica de masas, carece de portavoces
autorizados, de discursos racionalizados y de organización social. Los
deslizantes constituyen una realidad múltiple y heterogénea que hace
compatibles a distintos tipos de personas. Precisamente por esto es una
realidad difícilmente reductible por parte de los poderes públicos.
Los
deslizantes conforman un conglomerado vivo dotado de una energía
inconmensurable. Pero su envés radica en que, tanto en el caso de los
encapsulados como los ciclistas y patinadores, representan una experiencia radical
de individualización. La crisis del sistema, y de sus instituciones y
organizaciones, se puede percibir por la debilidad de las energías que concita,
lo que contrasta con las de las configuraciones sociales que se ubican en la
práctica de deslizarse, así como en las distintas comunidades resultantes de la
explosión de lo postmediático. Estos públicos proporcionan vigor a lo social en
detrimento de lo colectivo entendido como lo político-formal. Así, los
problemas sociales, especialmente los referidos a las desigualdades, son
“aliviados” por las fugas cotidianas hacia experiencias dominadas por la
ficción. El efecto perverso es la decadencia de lo político y de cualquier
autoridad fundada en la razón.
Una cuestión
fundamental estriba en que la expansión de los deslizantes genera un conflicto
estructural por el espacio. Los peatones son asediados por las distintas clases
de deslizantes, dotados de una energía y un vigor extraordinario, nacidos de la
pasión colectiva de deslizarse. La marcha lenta a pie es amenazada por la
irrupción de los ciclistas y patinadores en los espacios peatonales. En
particular los niños, que compensan su férreo encierro doméstico y escolar, con
la expansión multiplicada del deslizamiento. Esta colisión en los espacios
peatonales desplaza a los peatones más débiles, que son los mayores.
Los espacios
para la movilidad de los autos, las carreteras, también registran la colisión
entre ciclistas y automovilistas. En todas las superficies y las vías se
manifiesta el conflicto entre transeúntes de distintas velocidades y tiempos.
En los paseos por el parque del Retiro en Madrid, constato la prodigiosa
multiplicación de las ruedas y las interferencias a los caminantes. Los
ciclistas, los patinadores de varias clases, los niños asentados sobre
automóviles de cuatro ruedas regulados a pedal y los vehículos de transporte
turístico asociados a una bici.
Las fusiones
entre todos ellos crean imágenes verdaderamente impactantes. Mamás jóvenes
patinadoras que empujan el coche de los bebés, ciclistas y patinadores que
experimentan la compatibilidad entre los dos gigantes emergentes de la época,
el móvil y el vehículo deslizante…También la noche se puebla de vistosas luces
que se mueven velozmente por los caminos. Todos ellos se apoderan del espacio
con gran celeridad, convirtiendo el paseo a pie en una actividad dominada por
la alerta. El conflicto entre movilidades alcanza a los peatones, de modo que
es factible pronosticar que, al igual que los ciclistas son avasallados por los
autos generando una voz social de protesta, los caminantes constituirán una voz
en su defensa frente a los gozosos avasalladores deslizantes.
La
emergencia de los deslizantes genera una actividad gozosa para muchas personas,
pero tiene como contrapartida la intensificación del declive de lo público,
entendido como lo estatal y político. En este contexto este es un mundo de
bajas energías. Esta declinación perjudica severamente a los habitantes de las
posiciones sociales bajas e inestables. Para estos, deslizarse es una actividad
que les ayuda a una fuga provisional de su realidad. Su deslizamiento les
reporta una identidad subjetiva temporal que les hace sentirse dueños de su
entorno. La ficción se apodera así de una parte de sus vidas. Esta es una
cuestión fundamental de las sociedades del presente que las ciencias sociales
ubican en la casilla del transporte. Así se explica también la decadencia de
estas.