Desde hace
unos meses frecuento el metro de Madrid. Desde siempre me ha fascinado este
medio y la humanidad que lo frecuenta. Siempre he recomendado en mis clases de
sociología el descenso a ese submundo tan rico. Colonizados por las
estadísticas, los conceptos vacíos y algunas teorizaciones extraviadas, muchos
sociólogos se encuentran radicalmente desplazados de la realidad social. En el
metro se reencuentran todas las categorías sociales a la vista del observador.
Unos años después leí el libro fascinante de Marc Augé “El viajero subterráneo.
Un etnólogo en el metro”, que me reforzó la idea de que no se trataba solo de
un medio de transporte, sino mucho más que eso.
La pregunta
que siempre me hago al descender a los andenes y los trenes es siempre la
misma, y surge del desencuentro existente entre la condición social de la
mayoría de los transeúntes y los sucesivos resultados de las elecciones. Me
gusta hacer recuentos en un momento con la gente que tengo a la vista. La
hipótesis más benevolente nunca asignaría más del veinte por ciento de los
votos al pepé y ciudadanos juntos. Allí se hacen visibles las condiciones de
vida adversas de la gente sometida a horarios despiadados. Las generaciones y
las diferencias sociales se exhiben sin pudor y se reiteran en cualquier
recorrido. El discurso de los estilos de vida queda en interrogación en tan
concurrida y castigada comunidad. Me embelesa descender para comprobar que las
gentes viajeras forzosas carecen de voz y representación en los guiones
mediáticos e institucionales. Esta es una experiencia límite, en tanto que
desafía las cogniciones imperantes.
Recuerdo los años de mi militancia política en
la que inventamos una forma de acción que eran los mítines en el metro.
Entrábamos un pequeño grupo de activistas en un vagón con un megáfono y
aleccionábamos a los viajeros entre dos estaciones. Lo tuvimos que cancelar por
varias razones. Las más importantes eran las de la mala acústica, la tensión
que se generaba entre la gente en un espacio cerrado y las de seguridad, pues
era fácil controlar las salidas. En este tiempo, en los vagones desfilan los
músicos callejeros, los pedigüeños múltiples y los predicadores religiosos,
evangelistas principalmente. He escuchado prédicas que me remiten a la
infancia, en la que el pecado y el castigo se encontraban sobrerrepresentados
en mi entorno vital.
En este
tiempo se puede constatar la ubicuidad absoluta de una deidad que se sobrepone
sobre los pasajeros: se trata del teléfono móvil. La totalidad de los viajeros
se encuentra absorto en su pequeña pantalla, evadiéndose del medio en el que se
encuentra. El vagón es un espacio físico en la que nadie se mira. Todos tienen
sus ojos focalizados a las pantallas. Unos participan en conversaciones
múltiples, otros miran las imágenes sagradas de su galería infinita, otros
juegan o escuchan música o usan otras aplicaciones. La relación con la pantalla
implica cambios veloces debido a la naturaleza de las actividades. Esta es la
razón por la que la conexión entre el cerebro y los dedos se encuentra
permanentemente estimulada. Los dedos de los viajeros se encuentran en estado
de movilización permanente. El viaje es una experiencia manual y los confines
de las manos se encuentran en estado de apoteosis.
Con
frecuencia me encuentro en un vagón en el que soy el único que está mirando a
los demás y mantengo los dedos en suspensión. En esos momentos me invade una
sensación de extrañamiento difícil de definir. En ausencia de lo social, en
tanto que todos se encuentran en sus respectivas microsociedades virtuales, me
siento como una versión de un robinson estranbótico en medio de los cuerpos de
mis acompañantes provisionales. En ocasiones suelo reír, mirándome las manos
inactivas en tan extravagante gimnasio en el que solo se trabajan los músculos
de los dedos. Estoy elaborando una taxonomía de los usos de estos por parte de
mis congéneres ambulantes. Cuando aparece ante mis ojos alguien desprovisto de
la pequeña pantalla, y con sus manos en estado de descanso, establezco una extraña
complicidad.
Esta mañana
he tenido que hacer un viaje largo en el metro. Tenía que encontrarme para
conversar con una persona que corre en los encierros de San Sebastián de los
Reyes, y también en Sanfermines y otros. Mi interés por conocer cómo vive esta
experiencia es máximo. Espero hacer un textillo para este blog sobre este tema.
Tras varias paradas he hecho trasbordo
en Plaza de Castilla para ir hasta la parada final del hospital de Infanta
Sofía, en San Sebastián de los Reyes, que es donde termina la línea. Se tarda
casi una hora debido a un trasbordo obligatorio al llegar a Alcobendas.
Pues bien,
ha ocurrido un acontecimiento extraordinario que me ha conmovido. Al entrar en
el vagón, he tomado asiento junto a una chica joven con aspecto de
universitaria. Todas las personas que nos rodeaban han sacado sus pantallas y
han puesto sus dedos en funcionamiento. Sin embargo, ella ha abierto su bolso y
ha sacado un trozo de lana y unas pequeñas agujas y se ha puesto a ejercitar
sus dedos de una forma radicalmente diferente de la de los atletas
monomusculares que nos rodeaban. Pasados diez minutos no he podido contenerme y
le he preguntado qué hacía. La respuesta ha confirmado mi sospecha. Estaba
haciendo ganchillo.
El ganchillo
es una actividad artesanal maravillosa que implica un conjunto integrado de
tareas que coordina el artífice. Este imagina el resultado, organiza el
proceso, hace los cálculos y ejecuta las tareas necesarias. Este modo de operar
artesanal implica una coordinación entre la mente y las manos que se forjan en
distintas técnicas. Esta unidad le confiere la facultad de estar haciendo
ajustes, cómputos y pruebas. La generación de las abuelas anteriores a los años
setenta acreditó una pericia encomiable en distintas manualidades. Una de ellas
era el punto, el ganchillo y otras similares. Esta es una actividad de tiempo
lento muy enriquecedora. Muchas lo
desempeñan canturreando, lo que ilustra el estado de su espíritu. Estas
actividades han sido desplazadas por el mercado estandarizado y su dispositivo
asociado, la televisión.
He elogiado
efusivamente a mi compañera eventual de viaje compartido entre la maraña de
dedos conectados a las pantallas. Le he pedido permiso para mirar. Ella se ha
reído mucho con mis palabras solemnes que designaban su actividad sublime. Ha
sido inevitable la activación de mi memoria de estos trabajos artesanales tan
generalizados en mi infancia. Mi recuerdo agradable de las pruebas con sastres
o costureras que me iban cambiando la posición para tomar medidas. Mi cuerpo
suavemente conducido por el artesano. De ese mundo solo ha quedado los bajos de
los pantalones.
En el viaje
de regreso he buscado por los vagones y en los transbordos a alguien que
congregara sus dedos en una actividad tan fascinante como el ganchillo. Pero he
vuelto al mundo de la dedocracia compulsiva de mis acompañantes. Buscando
imágenes para acompañar este texto he encontrado la frase que lo titula “Hacer
lo que te dé la lana”. Termino con una imagen representativa de una de las abuelonchas entrañables que han desempeñado tantos trabajos manuales. Un beso a todas. Estoy seguro del retorno de muchos de esos trabajos tan creativos y gratificantes para quien los realiza.
Interesante.el ganchillo.mi abuelita ..
ResponderEliminarMe gustó mucho su artículo, como siempre lleno de añoranzas.
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios. Sí, añoro algunas cosas del pasado y detesto a todos los monstruos cronófagos del presente que, en nombre del progreso (técnico, por supuesto, se apoderan de nuestras vidas sumiéndonos en un ritmo imposible de seguir, y que termina por descompensarnos.
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