Escribo esta
entrada en el comienzo de la canonización mediática de la Manada. La
excarcelación decretada por el tribunal sitúa a este grupo de “cazadores de
hembras” ante una oportunidad inimaginable. Convertidos en fenómeno mediático
de primer orden, las televisiones van a recrearlos como un espectáculo morboso
para alimentar los deseos de la audiencia, compuesta por un sumatorio de
sujetos espectadores producidos por el mismo medio que los nutre. Así tiene
lugar una inversión prodigiosa que sanciona la descalificación de la víctima.
Sus violadores son despenalizados de facto y pueden blanquear su imagen en la
pantalla ante un público investido como una judicatura dotada de la potestad de
emitir veredictos en forma de encuestas. Entre tanto, la violada es relegada a
las tinieblas catódicas, desde donde asiste como espectadora a la reconstrucción
del episodio que ha marcado su vida.
Desde la
perspectiva de la sociología, la manada adquiere un interés manifiesto, en
tanto que se ubica en la intersección de dos procesos esenciales en la configuración
de las sociedades neoliberales avanzadas: la mediatización y la seguritización.
El ciudadano-espectador renuncia progresivamente a las garantías ante un estado
vigilante devenido en un panóptico asentado sobre una inmensa red de cámaras y
bases de datos, por temor a los otros
malos que transitan su campo social. Entre distintas amenazas, cada ciudadano
seguritizado selecciona las que valora como
más aceptables. La modernidad ha devenido en un mal sueño en el que la
racionalización anunciada concluye en un orden social en el que impera un
sistema de miedos que cada cual tiene que gobernar.
Las
sociedades actuales son demasiado complejas para los esquemas mentales
prevalentes en sus atemorizados ciudadanos espectadores y seguritizados. La
afirmación de algunos periodistas de que los excarcelados no podrán hacer una
vida normal, implica un desconocimiento de las sociedades vigentes, que
adquiere la condición de monumental. El descentramiento de los medios alcanza
niveles patéticos. Por esta razón parece necesario recurrir a la sociología
para construir una mirada capaz de restaurar lo social silenciado, para
reintegrarlo en el conjunto social.
Los
discursos oficiales de las instituciones centrales están moldeados por lo que
tan lúcidamente, el sociólogo francés Marc Hatzfeld denomina como
“totalitarismo unicista”. Desde esta perspectiva dominante se entiende a las
sociedades contemporáneas como totalidades integradas, en las que lo
excepcional termina por ser absorbido por la megamáquina política e institucional.
Toda mi vida he convivido con proyectos fundados en la quimera unicista
devenida en imaginarios de nación, estado, clase o comunidad. Pero, más allá de
las miradas mutiladas de los poderes unicistas, se hace patente la existencia
de distintas microsociedades y configuraciones sociales que construyen líneas
fronterizas entre las mismas al tiempo que se solapan, contribuyendo a una
totalidad desintegrada, que, en el presente, solo se muestra en el fulgor de
los acontecimientos mediáticos globales.
La manada
vive, desarrolla su vida, entendida como un conjunto de relaciones y de
prácticas, en un mundo singular que no se corresponde con aquellos de la
educación o las instituciones centrales, así como los imaginados por las
delirantes visiones unicistas. Se trata del mundo social resultante de la
descomposición de la vieja clase trabajadora en los años de
desindustrialización y emergencia del postfordismo. Este se asienta en los
territorios periféricos metropolitanos. Pero estas microsociedades son ignoradas
por las miradas oficiales y reducidas a conjuntos de personas portadoras de
variables socioeconómicas que se comparan con las medias.
Estas
microsociedades resultantes del proceso de desintegración de la industria se
encuentran escindidas entre dos vectores. Por un lado pueden ser definidas como
una situación de decadencia manifiesta. Sus pobladores se inscriben en los
segmentos de menor educación y cualificación laboral. Las imágenes de las
viviendas de este grupo de titanes de las masculinidades agresivas son
elocuentes. Se trata de una población que no ha compartido la mejora del parque
de viviendas asociada a la modernización residencial española de los felices
años del postfranquismo.
Pero,
simultáneamente a la decadencia, se puede identificar un sentimiento de orgullo
derivado de sus posiciones en el sistema de consumo. El funcionamiento
simultáneo de varias economías en estos territorios, otorga oportunidades a sus
jóvenes y descualificados miembros en forma de chollos, chapuzas, trapicheos,
intercambios y otras formas de economía informal. Estas permiten a sus
beneficiarios mantener consumos que refuerzan sus identidades sociales,
acrecentando su igualación con los consumos medios. Sobre estos consumos se
constituye un sentimiento de orgullo, que puede alcanzar la condición de
petulancia, cuyo fundamento es la comparación con sus propios ancestros.
Los jóvenes
de la manada disfrutan de una vida incomparablemente mejor que la de sus
padres. Las imágenes son esclarecedoras. Estos son esencialmente móviles. Desde
chicos experimentan la movilidad mediante la conducción de vehículos de motor
que les liberan de su propio espacio. La vida cotidiana transcurre en
intervalos temporales en espera del finde, en el que se desplazan desde su
territorio a los espacios de la fiesta. Los botellones, las discotecas y las múltiples
formas de fiesta que proliferan en este tiempo privilegiado, se encuentran
regidas por los estados colectivos eufóricos que les otorgan posibilidades en
las artes en la caza de hembras.
En estos
ambientes de efervescencias colectivas, las masculinidades convencionales,
asociadas a la valoración máxima del cuerpo y la fuerza, se reproducen de
múltiples formas. Follar se entiende como un acto de conquista y acreditación
del poder fálico del sujeto portador de un pene. En un contexto así es muy
complicado determinar las complicidades y el consentimiento racionalizado
tiende a ser una quimera. Pero se hace inteligible que las estrategias de los
cazadores se orientan a capturar a las víctimas percibidas como más débiles, a
las que se conduce a un espacio en el que desaparezcan los controles. El
argumento de la burundanga evidencia el sentido de la caza. Se trata de
disponer de un cuerpo sobre el que efectuar una descarga colectiva, que es
grabada para su difusión en la colectividad de los seguidores.
La vida del
grupo de cazadores descansa sobre la percepción de sus éxitos y fracasos en los
territorios de las euforias colectivas en los findes. Sus hazañas son
registradas por sus móviles y difundidas en la red de seguidores. En estos
intercambios se hacen presentes los discursos acerca de las prácticas
desarrolladas en sus incursiones cinegéticas. Lo que estoy identificando como
una microsociedad se puede generalizar en todos los lugares. Este es uno de los
medios en los que se reproducen culturas machistas cien por cien. Pero la
complejidad estriba en que estas comunidades no elaboran formalmente el
discurso. Aún más, en presencia de cualquier elemento procedente del exterior,
se oculta replegándose al interior de la zona de intimidad.
Tanto las encuestas
como las comunicaciones producidas en presencia de autoridades, no pueden
registrar el vigor y la extensión de esta comunidad comunicativa.
Por esta
razón, la mediatización de los protagonistas los va a convertir en héroes y
mártires de la masculinidad perseguida en los ambientes que frecuentan los
finde. Además, entre los próximos se va a reforzar las solidaridades. Su
posición les confiere una ventaja esencial: algún conductor televisivo
terminará por producir una secuencia que los presente ante la audiencia como
abusadores (violadores) de rostro humano. Cualquier deliberación sobre el caso
en ausencia de la víctima, favorece incuestionablemente a los violadores.
La
contrapartida es el acrecentamiento de los temores colectivos ante la
multiplicación de agresiones sexuales. En este caso su mediatización les otorga
la categoría de verdaderas satánicas majestades de la violación. Esta imagen
negativa puede derivar en algún incidente en sus tránsitos entre los mundos que
habitan. Pero, como se trata de sujetos móviles motorizados pueden eludir las
zonas en que puedan ser rechazados.
La víctima
se ha encontrado con la institución judicial que ha convertido su sufrimiento
en un proceso interminable, filtrando las dudas, sus propios datos personales y
suavizando la responsabilidad de los violadores. Pero ahora se encuentra con
una segunda institución que la va a escrutar morbosamente, además de
proporcionar una rehabilitación simbólica a sus cazadores. Espero en los
próximos días acontecimientos negativos para ella. Los ojos de los
colaboradores de Ana Rosa Quintana y Susana Griso brillan de un modo especial.
Lo peor es que el movimiento feminista no está preparado para actuar como un
contrapoder de la televisión.
Un indicador
elocuente de lo que viene es la sugerencia de que pueden ser absueltos por el
tribunal supremo. En los platós se refuerza esta hipótesis perversa. En este
caso se está configurando una nueva santísima trinidad de instituciones
protectoras de los cazadores de hembras: la vieja iglesia –que aporta su modelo
de postergar en el tiempo las decisiones-, la institución judicial y la
televisión, que muestra la capacidad de suscitar y gestionar las emociones
colectivas, generando un espectáculo que solo puede ser contemplado desde una
distancia tan lejana, que hace a todo relativo. Lo dicho: la pasión y muerte
judicial y mediática de la cazada.
Me pregunto
si el movimiento feminista será capaz de realizar algo novedoso, como es rodear
físicamente la sede de la televisión que realice la primera entrevista a estos
fogosos muchachos. También acerca de la significación de una sociedad que se interesa desmedidamente en las vicisitudes diarias de un grupo de violadores. Las cámaras de las televisiones son un emblema inequívoco de decadencia. Estos son los misterios de las audiencias.