martes, 29 de mayo de 2018

LAS MÁQUINAS EXPENDEDORAS DE TRATAMIENTOS



DERIVAS DIABÉTICAS

La conjunción de las nuevas tecnologías con los tipos organizativos derivados de la expansión del mercado total están produciendo una transformación de gran envergadura en la institución-medicina y la asistencia médica. El ejercicio profesional se está modificando profundamente. La práctica individual fue gradualmente remodelada por la llegada de los equipos. Ahora comparecen procesos de automatización que descomponen la asistencia, reestructurando el papel del antiguo profesional. El nuevo ejerciente es un autómata programado, lector de pruebas y ejecutor de tratamientos estandarizados correspondientes a taxonomías de diagnósticos rigurosamente precisados en términos de costes y beneficios por la organización para la que ejerce. He confirmado el impetuoso avance de esta tendencia tras una reciente experiencia personal. Se trata de la oftalmología, un subcampo médico en el que hace visible esta mutación.

Mi historia oftalmológica comienza en mi niñez, cuando me detectan lo que se denomina como un “ojo vago”. Mi ojo izquierdo no funciona cuando tengo abierto el derecho. Solo cuando me tapo este veo, pero he perdido la capacidad de distinguir imágenes entre sombras. Con el paso de los años comenzó una miopía creciente en mi ojo bueno, cuestión por la que siempre he llevado gafas. En las revisiones oftalmológicas derivadas del incremento ligero de la miopía, siempre me ha sido difícil contar el problema de mi ojo vago a los médicos de esta especialidad, tan carentes de tiempo y de atención a mis palabras, que comparten con una propensión a hacer con una determinación encomiable. Pero el mayor provecho que me ha hecho este ojo desvariado ha sido salvarme del servicio militar. Cuando comencé el campamento en Colmenar, lo alegué y todo terminó en un examen en el Hospital militar Gómez Ulla, en el que tras varias pruebas dictaminaron que mi ojo no tenía solución, liberándome de la dichosa mili tras más de dos meses de reclusión.

Muchos años después, mi diabetes de tipo II me envió alguna señal oftalmológica. En una ocasión tuve un problema que me llevó a Urgencias en Granada. Tuve un encuentro muy desagradable con un oftalmólogo que anunciaba mi desencuentro con esta especialidad. La posterior cetoacidosis, que me convirtió en insulinodependiente, puso en primer plano la situación de mi ojo. Estando hospitalizado me llevaron a la consulta de oftalmología, donde fui maltratado por una doctora de porte aristocrático. Delante de toda la cola de enfermos en estado de espera me dijo por primera vez “vaya día, todos los diabéticos me tocan a mí”. Después lo he escuchado varias veces. El resultado en el informe de alta fue “retinopatía no proliferativa”.

Pasados unos meses pedí consulta en oftalmología para mi primera revisión. Cuando llegué a la consulta había más de cincuenta personas en una sala de espera atravesada por una energía negativa explosiva. Cuando entré con la intención de pedir que me realizaran una prueba para determinar si tenía lesiones, una oftalmóloga crispada se quejó de que los diabéticos le tocaran a ella y no me llegó ni siquiera a examinar. Me hizo una receta de una medicación de la que me dijo imperativamente que tendría que tomar de por vida. Como estaba preocupado por la amenaza de la retinopatía utilicé el servicio que funciona excelentemente en la sanidad pública: el servicio de atención al pariente. Ana, una enfermera entrañable que prácticamente vivía con nosotros se ocupó de la consulta.

Ana trabajaba entonces en Neurología en el hospital Virgen de las Nieves. Acordó con el jefe de servicio, un prestigioso neurólogo -que al igual que muchos de sus colegas era progresista en la intimidad- su presencia en la consulta. Cuando me llamaron y entré acompañado de ambos con bata, el oftalmólogo se puso lívido. El jefe de servicio le contó que éramos amigos y que quería que me hiciesen la prueba que yo denominaba “de la retina”. El  médico se prestó, me examinó y me hizo el volante. A la salida, el jefe de servicio amigo me dijo que lo mejor que podía hacer en el futuro es acudir a la consulta privada del oftalmólogo. Todo terminó días después en la prueba, en la que me trataron desconsideradamente, a pesar de que  Ana me acompañó en todo momento. Todas mis experiencias oftalmológicas en la sanidad pública han estado marcadas por la fatalidad.

Esta experiencia me llevó a un estado de inseguridad que terminó con la decisión de seguir la recomendación del jefe de servicio.  Me informé a través de una amiga endocrina y accedí a la consulta de un oftalmólogo del hospital público, que tenía una reputación clínica reconocida. La primera consulta confirmó las buenas sensaciones. Su modo de ejercicio profesional se correspondía con su generación formada en los rigores de las primeras promociones de los MIR y reforzada con la práctica profesional de los años felices del sistema público. En esta consulta celebré su trato personal y profesional considerado. En las pruebas oftalmológicas, las luces intensas de las máquinas me hacen parpadear de un modo incontrolable. En todas las ocasiones anteriores me levantaron la voz, llegando en alguna ocasión a amenazarme con la cancelación de la prueba. En la consulta privada de este profesional, mostró una indulgencia extrema ante mis resistencias. La amabilidad alcanzó un éxtasis, teniendo en cuenta mis experiencias previas.

Las sucesivas consultas de mis revisiones oftalmológicas anuales se atuvieron a un modelo profesional que ahora comienza a mutar. Tras la llegada a la hora convenida me pasaba a su despacho. Allí consultaba mi historia en su ordenador. Me preguntaba por mi estado de salud, por la diabetes y por la vista. En el caso de que apareciera algo nuevo, se suscitaban preguntas. Tras la conversación procedía a explorarme. Pasaba por dos máquinas diferentes en las que miraba con detenimiento. Por último me revisaba la graduación. Todo terminaba en una estancia contigua donde su ayudante me atosigaba con las gotas-bomba para dilatar la pupila. Esta trabajaba minuciosamente y esperaba, nunca menos de veinte minutos, a que estuviese listo para pasar a lo que denomino como “las máquinas de la retina”. En esta fase me explicaba los resultados y me enseñaba imágenes en una pantalla de ordenador. Todo terminaba en su mesa donde me daba un pequeño informe escrito con el resultado. 

En dos ocasiones recurrió a pruebas complementarias ante dudas que se le suscitaban. Toda esta secuencia de consultas se complicó con la aparición y el progreso de las cataratas. En la conversación preliminar de la consulta prestaba atención y respondía a las cuestiones que le planteaba, pero se reservaba la potestad profesional de explorarme con el objeto de detectar algún indicio o resolver alguna duda. En el curso de todo el proceso asistencial la relación fue muy aceptable. Además de las cuestiones concretas derivadas de la situación puntual de la revisión hacía comentarios y recomendaciones con respecto a la evolución de la enfermedad. En ocasiones hablábamos de la tecnología que utilizaba. En una de las últimas consultas me contó que el desarrollo tecnológico hacía inviable un ejercicio profesional como el suyo. El futuro estaba en empresas con capacidad de inversión en las tecnologías de última generación y que gestionasen equipos profesionales especializados.

El problema de las cataratas evolucionó alcanzando un nivel que interfería mis actividades cotidianas y me limitaba la lectura. Terminé por decidir operarme. Lo hice, siguiendo el consejo del oftalmólogo,  en un Instituto Oftalmológico que disponía de una tecnología adecuada. La seleccioné influido por las referencias directas de algunos colegas y amigos que se habían operado allí. Me operé el pasado año, solo del ojo bueno. El nivel de atención en el postoperatorio fue aceptable, aunque se suscitó un problema, en tanto que el oftalmólogo que me atendía no me operó, pues la cirugía la realizaba un médico joven. Rechacé que el seguimiento lo hiciera el cirujano, por la seguridad que me infundía el oftalmólogo.

Ya asentado en Madrid, esta primavera tenía pendiente mi revisión oftalmológica anual. Busqué un instituto especializado del mismo tipo que el que me operé en Granada. La experiencia vivida confirma la mutación en curso de la asistencia médica. En síntesis, aunque no me gusta hacer listas al estilo del positivismo, las conclusiones son las siguientes:

-         El contacto, el acceso a la cita y todos los demás aspectos del servicio, son muy satisfactorios. La organización, el trato del personal auxiliar y las instalaciones son excelentes. 

-         Se manifiesta lo que me gusta llamar como “el ocaso del diagnóstico”. En la petición de la cita me preguntaron el motivo de la consulta. Como les dije varias cuestiones seleccionaron la principal: revisión oftalmológica de la diabetes. La demanda se sobrepone a la exploración médica. Se supone al paciente como un ser educado como consumidor que conoce los diagnósticos y tratamientos, formulando la demanda. La organización entiende que tiene que responder a esta.

-         La segunda cuestión fundamental es “la taylorización del trabajo médico”. El proceso de asistencia se descompone en varias fases determinadas por las máquinas de las pruebas. Primero me recibió cordialmente un profesional muy joven. Cuando le formulé los motivos de la consulta -revisión diabetes, valoración de la visión un año después de la operación, preocupación por la catarata de mi ojo vago y molestias de la alergia primaveral- se centró en las dos primeras. Me evaluó la visión confirmando que había aparecido una leve hipermetropía y astigmatismo en mi ojo bueno. Después me pasó a una estancia donde otro profesional joven tras dilatarme la pupila con su tiempo necesario, me inspeccionó en unas máquinas intimidatorias para un profano. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me enviaron a una estancia donde tras varios minutos me recibió el médico. Pero no era ninguno de los dos que me habían escrutado en las máquinas. Me anunció que la retina estaba bien, que necesito gafas con la nueva grabación y que me esperaba el año siguiente.

-         El contraste con el modo de operar de mi oftalmólogo convencional es de una dimensión brutal. No existe exploración suya ni conversación alguna. Todo está focalizado a la ejecución de un servicio determinado por las máquinas prodigiosas. El papel del médico es la comunicación de resultados en un proceso que realizan los operarios de las máquinas. El servicio total es la integración de varios trabajos fragmentarios que conforman una cadena técnica. 

-         Me invadió un sentimiento de nostalgia por mi antiguo oftalmólogo y recordé a los médicos que visitaban mi casa en la infancia. El Dr Plaza, aunque venía visitar a un enfermo específico, nos preguntaba a todos y nos interpelaba si teníamos mala cara. Pero el fondo de la cuestión es la ausencia de exploración en beneficio de la focalización en la demanda. Y eso no puede ser eficaz en muchos casos. El tratamiento desplaza al diagnóstico en este desvarío médico.

-         A pesar del trato cordial y de la integración en lo administrativo y lo médico en la ejecución del servicio, la despersonalización se hace patente. El paciente es rigurosamente despiezado y tratado fragmentariamente. Así se conforma la antesala de la robotización de la asistencia.

Cuando salí de la consulta con la visión nublada por la dilatación de la pupila me invadió una sensación de privilegio por la claridad con la que veo este proceso, que se contraponía con una crisis de identidad.. Durante mucho tiempo he escuchado, en los foros académicos y profesionales que reproducen las reformas sanitarias neoliberales, la terrible frase de que “el paciente es el centro del proceso asistencial”. Esta afirmación recupera la condición de consumidor activo de los antaño enfermos. Ahora somos entidades en busca de tratamiento en una clasificación exponencial de diagnósticos, problemas y fantasías.

Me gusta afirmar que ya no soy sólo un enfermo crónico, sino un P múltiple en un campo activo. Soy un Paciente…Portador…de Patologías…Potencialmente Productivas…Progresivas… Soy un cuerpo enfermo asaltado por múltiples depredadores profesionales en una jungla tecnificada. Mi cuerpo es un objeto productivo que genera valor económico, que se disputan distintos actores corporativos. En eso se está convirtiendo el campo de la asistencia médica. Tengo que aprender a preservar mi vida en este medio. Recuerdo que en el final de Carmen percibíamos ya algunos elementos de esta locura.

¡no quiero ser el centro ni el protagonista de la asistencia médica¡ ¡quiero ser el protagonista de mi vida¡ ¡en cuestiones de enfermedad lo que quiero es un médico de los de antes, coño¡


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