La situación
política actual puede ser definida como un estado de colapso, que concita la
simultaneidad de unas instituciones deterioradas y un desvanecimiento de los
proyectos de cambio. Los partidos políticos compiten por su ineficacia, las
organizaciones de la sociedad civil manifiestan su encierro en su campo
específico y los movimientos sociales comparecen como una caricatura. Los
malestares generalizados se manifiestan en distintas movilizaciones carentes de
perspectiva. Los conflictos sociales son radicalmente reactivos en defensa de
los mínimos amenazados por la reestructuración neoliberal, manifestando su
austeridad propositiva. Las distintas mareas se encuentran en este estancamiento
con la excepción del nuevo movimiento feminista.
Los años
15-16 fueron años de emergencia de nuevos sujetos políticos dotados de cierta
capacidad de enunciación. Sus objetivos apuntaban a un nuevo escenario que
tenía como objetivo trascender el vetusto y deteriorado régimen del 78. La
regeneración de las instituciones políticas se entendía como el umbral de una
reconstitución de todas las instituciones y esferas sociales. La palabra cambio
se situaba en el centro de la escena. En la sociedad podía identificarse un
estado de expectación muy pronunciado que afectaba a distintos colectivos e
intereses sociales no representados en las instituciones.
Pero, en los
dos últimos años se ha invertido esta situación de emergencia. Las viejas
instituciones resisten –los viejos partidos, los viejos sindicatos, la patronal
de la contraproductividad, las instituciones judiciales ubicadas en el pasado
autoritario, las élites culturales ajenas a la descomposición social- en tanto
que los conflictos colectivos son absorbidos por los media y reformulados en el
mundo paralelo de la videopolítica. En este prosaico medio se desarrolla una
definición de los problemas y las soluciones que se imponen sobre los actores.
El resultado de la traslación de la sociedad real a la videopolítica es el
vaciamiento de la idea del cambio prevalente hace un par de años.
En este
tiempo el cambio es replanteado y sus contenidos se remiten a la distribución
de escaños en las distintas instituciones políticas. El asentamiento de esta
tendencia favorece a las fuerzas más asociadas a los intereses económicos y
sociales prevalecientes en la reestructuración. Las fuerzas sociales que
controlan el empleo y la vivienda, endurecen las condiciones para una población
severamente penalizada, al tiempo que las instituciones judiciales protagonizan
una ofensiva contra los derechos civiles sin antecedentes. Las protestas en la
calle o la libertad de expresión son redefinidas desde un derecho penal
regresivo.
Entre todos
los acontecimientos regresivos, en los últimos días me han impresionado
particularmente la exigencia del pago inmediato de sus préstamos a estudiantes,
con un interés del 22 por ciento; la subida exponencial de alquileres; la
extensión de la precariedad más intensa, ahora ubicada en las universidades; la
espectacularización de las kellys trivializando su situación; las condenas a
raperos, tuiteros y otras especies críticas en las redes, sustentada en
ideologías conservadoras extremas; los registros a los espectadores de la final
de copa en busca de símbolos inmateriales de contestación, que representa un
modo de autoritarismo insólito…
En tanto que
estas medidas debilitan intensamente la capacidad política de los afectados,
descomponiendo la base social de la izquierda política, la réplica a estas
políticas se sitúa en mínimos históricos. Pero en el alegre mundo de la
videopolítica estas transformaciones son presentadas en términos de la
narrativa de rivalidad entre tertulianos, acompañada por una presentación de
las situaciones y casos de vulnerabilidad con estéticas propias de un zoo. Cada
pensionista, parado, inquilino amenazado, anciano desamparado y otros similares
son exhibidos como un espectáculo que se subordina a las reglas en las que
dominan los discursos de los distintos expertos en gobernabilidad.
La
prodigiosa expansión de la videopolítica se contrapone con la debilidad
creciente de los partidos políticos, los movimientos sociales y las
asociaciones de la sociedad civil. En estos dos últimos años se han disipado
las esperanzas de la emergencia de una nueva izquierda. Los dirigentes de
Podemos son convertidos en muñecos de guiñol en el gran espectáculo de la
política. La supuesta renovación del pesoe ha resultado ser una ficción que ha
devenido en una situación en la que lo siniestro se apodera de toda la escena. Los
sindicatos permanecen en estado peremne de invisibilidad televisiva, incapaces
de aportar actores en la entretenida comedia de la actualidad política.
En una
situación así, la corrupción adquiere una centralidad incuestionable. El
florecimiento y la comparecencia de las grandes corrupciones de estado: La
Gurtel, Bárcenas, la protagonizada por el matrimonio Urdangarín- Cristina
Borbón; los ERE de Andalucía, la Púnica, las mediterráneas en versiones
catalanas y valencianas, así como otras, es gradualmente metabolizada por el
sistema político y mediático. A mi entender, esta es la cuestión esencial que
define el signo del proceso en el que se encuentra la sociedad española. Así,
en términos de evolución, la corrupción se sobrepone inapelablemente sobre las
débiles instituciones políticas.
Un factor
esencial de esta derrota de la democracia radica en su mediatización.
Convertida en un guion permanente para la videopolítica, que renueva sus
episodios incesantemente, los actores que protagonizan los escándalos se acogen
al privilegio del olvido, que adquiere formas de difuminación gradual por el
paso del tiempo y el reemplazo por los nuevos casos. ¿Quién se acuerda ya de
las tarjetas Black de CajaMadrid, las preferentes, de Rodrigo Rato o de la
familia Pujol? La indignación que produjeron se ha disipado lentamente al
emigrar al siguiente caso. La corrupción, en su versión de la videopolítica,
adquiere la forma de una eterna circulación de malotes que liberan a los que
los anteceden.
El efecto
del reemplazo de casos y protagonistas en intervalos temporales cortos, imprime
una velocidad que desborda los mecanismos de fijación en la conciencia
colectiva. De este modo se genera una situación de saturación. Parece imposible
seguir los casos uno a uno, conservando la tasa de indignación para los
pasados. De este modo las televisiones se enfrentan al efecto perverso de los
receptores hastiados, que no pueden procesar más información. Así, la
corrupción deviene en redundancia. Los corruptos, poseedores de cuantiosos
económicos pueden demorar los procesos judiciales favoreciendo su reemplazo en
el imaginario colectivo.
Cada sujeto
protagonista de un episodio de corrupción mediatizado, experimenta un proceso
en el que, tras ser culpabilizado y convertirse en objeto de las iras
colectivas, es paulatinamente redimido por el olvido, que favorece la recuperación
de su imagen personal. De este modo, muchos de los corruptos maximizan sus
actuaciones en los canales de la videopolítica y en los tiempos de
decrecimiento del estigma inicial. Las apariciones de estos en episodios televisivos
asociados a su caso judicial, cuyo horizonte temporal es muy dilatado, en tanto
que se encuentra determinado por la acción dilatoria de sus abogados, representa
una oportunidad para la rehabilitación de su imagen deteriorada ante los
hipersaturados espectadores.
En esta
situación, las comparecencias de los corruptos ante instancias parlamentarias,
adquieren una relevancia fundamental. Pues bien, la debilidad de los partidos y
las instituciones políticas en relación con la institución-corrupción se hace
patente de un modo lamentable. En los últimos tiempos, varios corruptos han
obtenido victorias contundentes en los cara a cara con los debilitados
representantes políticos. Cuando Jordi Pujol acudió al Parlament hace unos
años, avasallando a sus miembros mediante la
exhibición del argumento de que “todos
estamos involucrados en esto”, su rotunda victoria en este pleno tuvo como
consecuencia la neutralización definitiva de esta endeble democracia. Todos los
hechos posteriores ratifican esta derrota estrepitosa del control parlamentario.
Careciendo de capacidad para ejercerlo no hay posibilidad alguna de democracia
fáctica.
En las
últimas comparecencias de distintos corruptos, se ha puesto de manifiesto la
debilidad de los representantes políticos, carentes de capacidades personales
para ejercer el control. En uno de los casos, el de Álvaro Pérez “el bigotes”,
el patetismo alcanzó su cima. Este personaje, exhibe una capacidad sorprendente
de neutralizar la crítica mediante la creación de un clima personalizado en el
que impone un guion en la conversación, en el que los hechos se subordinan a
una teatralización que le confiere la categoría de un tipo cotidiano afectado
por una circunstancia fatal exterior a él mismo. Así despenaliza sus
actuaciones e imprime un sello humorístico y emocional a la comparecencia.
Es insólito
constatar cómo los representantes le siguen el juego. En un cara a cara de
control parlamentario un representante tiene que asumir ineludiblemente que se
encuentra investido por la autoridad de la institución y de la representación
política. Esta le confiere una autoridad que tiene que imponer al interrogado.
Recuerdo la solemnidad y la autoridad de
los representantes en el impeachment de Clinton. También de las intervenciones
de Trillo, Gallardón y otros miembros del pepé frente a ministros corrompidos
de los últimos gobiernos de Felipe González. En una situación así es
inadmisible perder la dirección, el tono y favorecer un espacio al humor.
También
Rajoy exhibe unas competencias supremas en las artes parlamentarias. Su dureza
con quienes piensa que pueden reemplazarle en el gobierno, los del pesoe,
contrasta con su capacidad para imprimir en sus discusiones con Pablo Iglesias
una ironía y condescendencia insólitas, que desbordan al pobre Iglesias, que se
ve forzado a alternar los tonos agrios y las descalificaciones gruesas con un
sentido de correspondencia con su interlocutor. Su deseo de reconocimiento es
reutilizado por Rajoy para integrarlo en un orden dialógico fingido.
El problema
de la endeblez de los representantes de la leal oposición frente a los
corrompidos en los cara a cara radica en su socialización en el mundo de la
videopolítica. Cortejados por las televisiones amigas que les confieren un
papel estelar en el relato del acontecer político, los lustrosos representantes
de la nueva política pierden su capacidad de afrontar episodios críticos y
exigentes en la vida política real. En este peculiar mundo televisivo, son
entrenados en las humillaciones de Inda y otros similares, sometidos a los
interrogatorios de los expertos y agasajados por los periodistas amigos. Ese
mundo ficticio se disuelve cuando se encuentran cara a cara con los poderosos
corrompidos. El político que más me enerva es Joan Baldobí, que vive en una
sucesión de platós amigos en los que se ha especializado como el hombre bueno.
Este modelo es el que sigue también el inefable Gabilondo.
Estos
políticos protegidos, cuando se encuentran cara a cara con los corruptos
carecen de la fuerza que les otorga la representación y son avasallados por los
depravados. El caso de Camps fue esclarecedor. Mostró una fuerza muy superior a
la de sus tímidos interrogadores. Saber gestionar una situación de tensión, sin
conceder al interlocutor la prerrogativa de avasallarlo, es una cuestión
fundamental. Se trata de situaciones en las que no es posible ceder y en las
que los contenidos y las formas severas son ineludibles. En el cara a cara televisivo
entre Rajoy y Sánchez de las últimas elecciones, este utilizó el tono justo
adecuado a su interlocutor. Pienso que este episodio aislado generó una cadena
de afectos que le permitió revertir su propia destitución en el pesoe.
Las derrotas
sucesivas en los cara a cara parlamentarios de una oposición carente de
inteligencia, capacidad y determinación, genera escepticismo en los agotados y
desesperanzados espectadores-votantes. De este modo los corruptos se van
relevando y repartiendo la cuota social de indignación. Nadie se acuerda ya de
Bárcenas. Su comparecencia en el congreso avala su fortaleza y consistencia. En
su esquema mental, los representados no son otra cosa que gentes que no han
logrado llegar a posiciones altas. En este sentido los desprecia y no reconoce
la autoridad que puedan tener sus representantes. Así, uno a uno, todos son
gradualmente condonados en sus responsabilidades, en espera de las resoluciones
de los tribunales. Si alguna vez son sentenciados, sus condenas se acogerán al amparo
de las instituciones penitenciarias, tan comprensivas con personas tan
distinguidas. Una condena determinada se transformará en otra indeterminada por
acumulación de beneficios. El maestro mallorquín Jaume Matas muestra el camino.
Entretanto,
sigue la función en los platós y las instituciones políticas escrutadas por las
cámaras. No pocos de sus moradores habituales se comportan como fieles creyentes de la narrativa que genera este medio, en la convicción de que la televisión representa un altavoz amplificador de sus mensajes. Pero, por el contrario, la tele implica la subordinación a una narrativa y unas reglas de enunciación que los desborda ¡bienvenidos al mundo del realismo televisivo¡ Buena suerte para el cambio político.