La
asistencia a los pacientes diabéticos recrea el célebre teorema de Thomas de la
profecía autocumplida. El tratamiento de los enfermos se rige por un supuesto subyacente
fundamental que se proyecta a la totalidad del largo proceso de asistencia. Este
es el del inevitable final determinado por el inapelable deterioro asociado al
avance de la enfermedad. Así se produce una antropología negativa que se hace
patente en el curso de la relación entre el paciente y el sistema asistencial. En
cada interacción se encuentra presente este espectro de la cronicidad, que
significa primordialmente en el sistema cultural profesional, la imposibilidad
de la curación.
El
imaginario profesional dominante en la medicina se conforma por el efecto del
avance tecnológico, que tiene un impacto positivo sobre varias enfermedades y
problemas asociados a las mismas. Las enfermedades crónicas, así como aquellas
no afectadas sustantivamente por el cambio tecnológico, quedan en el exterior
del relato profesional, que hace balance de sus actuaciones providenciales,
relegando aquellas en las que no puede resolver. Estas resultan inscritas en un
halo que se transforma en un estigma, que adquiere múltiples formas, en muchas
ocasiones cargadas de sutilezas.
Así se
configura una sociedad enferma sórdida, en espera de una solución tecnológica
que los libere de la patología mediante la curación. La definición de las situaciones
que afectan a sus sucesivos episodios asistenciales, es construida desde las
coordenadas de esa antropología negativa,
así como por ese imaginario profesional pomposo, en el que solo cabe lo
excelso, y, por consiguiente, lo incierto es desplazado al exterior del cielo.
En coherencia con esta pauta, en la acción comunicativa de la
medicina-institución predominan los trasplantes y otras cirugías mágicas,
construidas como milagrería tecnológica, así como las patologías que tienen un
final hermoso, para aquellas categorías de enfermos que tengan acceso a las
mismas por supuesto.
Sin embargo,
la sociedad enferma relegada se manifiesta en todos los procesos necesitados de
rehabilitación, que es la estrella del sistema sanitario oculto a sus
comunicaciones públicas. En este contingente humano de los incurables destacan
los pacientes crónicos, que constituyen el envés oscuro de la institución
médica y sus narrativas triunfales. En cualquier centro asistencial se puede
constatar la presencia de los portadores de problemas insolubles, que transitan
entre el entramado de servicios que conforman el patio trasero del sistema
asistencial. Este es uno de los factores de la relegación de la atención
primaria, en tanto que almacén de reparaciones de los pacientes sin solución,
tanto los crónicos, aquellos cuyas dolencias no se encuentran encuadradas en
diagnósticos, los afectados por enfermedades minoritarias y los infradotados en
recursos personales que les permitan maximizar la oferta del sistema sanitario.
Todas estas
categorías experimentan itinerarios asistenciales que convergen en las zonas
oscuras del sistema sanitario, cuyos malestares se enlazan alcanzando sinergias
prodigiosas. Sobre estas fábricas de dolores, malestares y desesperanza se
constituyen mercados monumentales de servicios paliativos en la ausencia de la
sanación. El complejo médico-industrial obtiene un beneficio extraordinario de
este colosal yacimiento de los incurables. En este próspero inframundo
sanitario viven los pacientes crónicos, cuya asistencia invierte gradualmente
las responsabilidades, constituyendo una presunción de culpabilidad individual.
Vivo como enfermo diabético esta situación durante más de veinte años.
La
asistencia sanitaria a los diabéticos se constituye sobre la certeza de que el
futuro representa un escenario negativo en el que se van a hacer presentes las
amenazas. Así, todo el proceso se encuentra subordinado a las pruebas
diagnósticas que confirmen la aparición de las señales anunciadoras del final.
Cuando estas no comparecen, se aguarda a la siguiente medición en su paciente
espera. Cuando comencé a ser tratado con insulina, tras la cetoacidosis, tuve
una infección urinaria importante. Cuando acudí a la endocrina esta me dijo
tajantemente que “todavía” no había transcurrido un tiempo para que apareciesen
problemas importantes en el riñón. En esta frase estaba condensada la filosofía
del tratamiento. El final es inevitable y la asistencia consiste en
esperarlo pacientemente en los
intervalos de tiempo de las consultas de revisión.
Han
transcurrido ya veinte años de mi vida, en las que no se ha confirmado
“eventualmente” esta predicción. En tanto que me las he tenido que apañar en
hacer la vida lo mejor que sea posible, haciendo cábalas, aprendiendo de mi
experiencia y forzando mis techos vitales con el propósito de ir más allá de
las limitaciones, las revisiones se alejan de mi vida y remiten a series
abstractas de datos que se disipan en la espera del desenlace fatal. Hoy,
veinte años después, lo que ha cambiado en mi asistencia son las analíticas.
Ahora me piden muchas más mediciones, porque las convencionales no anuncian las
señales del inminente final. Mis valores de creatinina son normales y me piden
muchas más pruebas para encontrar algún indicio que pueda confirmar mi entrada
en el club de los enfermos verdaderos, que son los ingresados en el hospital,
en el patio trasero de este para su reparación.
Me imagino
el día en que aparezca un valor fatal en una analítica a mis terapeutas
aplaudiendo y reprochándome mis veleidades vitales. Recuerdo que en varias
ocasiones he discutido con médicos y enfermeras acerca de la diabetes. Soy un
caso extraño en tanto que he sido profesor de sociología de la salud y enfermo
diabético. Cuando suscitaba estas cuestiones se destapaban las réplicas que
tomaban forma de conminaciones unificadas por el insalvable final. Una médica
de familia joven, una profesional muy consistente por cierto, me dijo en un
tono dramático que me quedaría ciego.
Esta
filosofía negativa de la asistencia omite un factor fundamental como es la vida
del paciente. Esta es relegada a las unidades temporales del sistema de
información que es lo único que verdaderamente importa, porque el paciente es
un ser en espera del desenlace fatal. Así se impide una función fundamental,
como es la de acompañar al enfermo en el dilatado tiempo de vida con la carga
de la enfermedad. De este modo se invierte el sentido asistencial. Este es un
acto de vigilancia tecnológica que no se encuentra fundamentado en la vida del
paciente. Las consultas de revisión significan la inspección rutinaria del
estado patológico determinado por el final.
Un proceso
así es inevitable que se deteriore y se hagan presentes algunas perversiones.
Durante muchos años he utilizado una película para explicar el funcionamiento
de la institución-policía. Es una película francesa, de Claude Sauset, “Max y
los chatarreros”. Los actores principales son Michel Piccoli y Romy Schneider.
Se trata de un juez defraudado por el mal funcionamiento de la justicia que
abandona los tribunales para convertirse en un detective privado, lo que le
permite acercarse al mundo real del delito. En su deriva conoce a una atractiva
mujer joven que forma parte de una banda de chatarreros, que realizan
actividades delictivas de baja intensidad. Los celos por los amores entre la
mujer y el líder de la banda le empujan a persuadirles para realizar un atraco,
que él mismo prepara. Cuando este se consuma la policía los espera y los
encarcela.
Esta
metáfora se puede trasladar a la asistencia sanitaria a los pacientes
diabéticos. Se trata de que la amenaza del final se haga carne para que el
paciente se someta a la asistencia basada en el supuesto de que lo central son
las series de cifras que conducen a la aparición de los guarismos que indiquen
la comparecencia del cuadro final. En la única hospitalización que tuve tras la
cetoacidosis pude percatarme de que el personal trataba mejor a los pacientes
graves en estados clínicos agudos. Aquellos que no alcanzábamos ese grado
éramos tratados con un desdén leve, pero inequívocamente perceptible.
Nosotros los
pacientes diabéticos, los chatarreros del sistema de atención, los
protagonistas de la asistencia del patio interior del prodigioso complejo
médico tecnológico, formamos parte de esta iatrogenia tan singular que se
deriva de la asistencia fundada en supuestos antropológicos tan negativos.
Nuestras vidas son ignoradas, en tanto que reducidas a un conjunto de
estereotipos groseros, para formar parte de un dispositivo de vigilancia del
esperado final. Así se constituye nuestra soledad en la competencia de modelar
nuestra vida diaria en una intimidad infinita y estruendosa.
Siento curiosidad por saber dónde vive usted y dónde recibe la asistencia sanitaria como diabético, porque el panorama que pinta es desolador. Yo le doblo en experiencia, pues llevo ya cuarenta años con mi diabetes tipo I, catorce de ellos con bomba de insulina, recibiendo una atención que en nada se parece a la que usted describe. Yo vivo en Gijón, hago mis revisiones en el hospital, en el servicio de endocrinología, tengo contacto con las educadoras en diabetes desde hace muchos años, y jamás he sentido que formo parte de esa chatarra. El control de mi diabetes, del que soy el principal responsable me permite vivir sin estigma alguno. Si de verdad le han tratado como describe en este escrito, quizás debería platearse cambiar de Comunidad. Un saludo.
ResponderEliminarGracias por su comentario José María
ResponderEliminarLo que escribo en mis derivas diabéticas no es un testimonio personal sino una visión general del sistema sanitario. Lo vivido refuerza esta perspectiva. Pienso que las diferencias entre nosotros no son solo referentes a nuestra trayectoria como enfermos sino, principalmente, desde la posición desde la que miramos, que es radicalmente diferente. Las derivas diabéticas son una aplicación de los preceptos básicos de la antropología de la salud, de la sociología y de corrientes críticas de la medicina.
Soy profesor universitario y pienso que la calidad de la educación es ínfima, en contraposición con la mayoría de los estudiantes que piensan que lo que viven es normal y se encuentran satisfechos. Al igual en la asistencia sanitaria.
Saludos
Parece que tenemos percepciones distintas. Conozco el sistema sanitario, como paciente y como profesional (soy médico intensivista) y sé de sus brillos y también de sus oscuridades. Me preocupa, eso sí, que alguien con conocimiento de causa en el tema de la educación, como es usted, opine que la calidad de la misma es ínfima, porque me temo que tiene razón. Ahí le daría el pésame y, cortesmente, le acompañaré en el sentimiento. Y gracias por contestar.
ResponderEliminarJosé María: Ahora se hace inteligible su primer mensaje. Siendo médico y enfermo simultáneamente disfruta del mejor servicio de los hospitales españoles, que es el servicio de atención al pariente. Los enfermos colegas y sus parientes detentan una situación privilegiada. En este sentido yo le doy cordialmente la enhorabuena.
ResponderEliminarSaludos