Las noticias
acerca del máster fraudulento de Cristina Cifuentes, desveladas por el
diario.es, suscitan un escándalo que multiplica las dudas sobre la universidad
y sus relaciones con los poderosos. Pero, tras las perplejidades suscitadas en
una parte de la fervorosa opinión pública, prevalece la ingenua idea de que se
asiste a un acontecimiento excepcional. Así, este evento se entiende como un
caso que trasciende la regla. La universidad mantiene inalterada su imagen de
institución sede del saber, autónoma de lo político y regida por reglas de
racionalidad formal. Por el contrario, esta incidencia se inscribe en lo que se
puede denominar como fatal iceberg universitario. Los eventos que salen a la
superficie mostrando impúdicamente algunas malas prácticas, no son hechos
aislados, sino que se sostienen sobre una frecuencia notable que afecta a la cotidianeidad
universitaria. Los desatinos forman parte de la realidad de esta institución y
se mantienen en una zona de sombra por el silencio sepulcral de los
involucrados en una espiral de secretos.
Desde esta
perspectiva, el caso Cifuentes constituye un embauco perfecto, en tanto que la
información se presenta como una desviación exótica ante un público receptor
que conserva la idea de que la universidad es una institución honorable que
funciona con respecto a reglas. Sin embargo, desde el interior, se hacen evidentes
los casos de alteración de las normas. Así se constituye un ecosistema humano
que comparte un denso silencio, que es una barrera que lo hace inaccesible al
entorno. El arte de callar contribuye a la construcción de una realidad
sumergida que resulta de las colaboraciones de todos. Esta se manifiesta en un
conjunto de escondites en los que anidan las malas prácticas, forjadas en la
distancia entre lo que se piensa, se dice y se hace, que en estas situaciones
es astronómica.
La
universidad es una institución severamente remodelada por una reforma
neoliberal que le ha sustraído su antigua alma-identidad. El orden
universitario convencional, en el que reinaban un conjunto de clanes académicos
dotados de una considerable autonomía, ha sido disuelto a favor un nuevo orden
fundado en la interdependencia entre estos clanes, las agencias -nuevas
instituciones centrales de la gubernamentalidad neoliberal- y el mercado. Esta
mutación ha propiciado un shock cultural del que resulta un grado de anomia
creciente. Las viejas reglas se difuminan a favor de un pragmatismo sórdido
derivado del alma de la nueva empresa naciente, que constituye el referente de
la nueva universidad y exporta sus supuestos y sentidos a la misma. En el curso
de las reformas, se impone la idea de que el imperativo de cada clan académico
es responder a las exigencias del mercado mediante una acreditada capacidad de
adaptación.
En estas
coordenadas, la finalidad principal de cada departamento es responder
satisfactoriamente a la obligación de tener éxito en la realidad diseñada por
el binomio agencias-mercado. Todo queda subordinado a los compromisos derivados
de estos objetivos. El activismo a favor de la obtención de los buenos
resultados en los indicadores exigidos por los nuevos poderes, selecciona las
actividades y desplaza las consideradas superfluas en los parámetros de la
nueva excelencia. Así se genera un nuevo orden moral presidido por los logros
requeridos por las nuevas autoridades.
El desplome
de las viejas reglas explica la emergencia de una situación en la que se hacen
presentes la aceptación del fracaso profesional
de una parte muy importante de los alumnos transformados en capital humano
moldeable; el acatamiento de la precarización integral, utilizando a las nuevas
promociones como fuerza barata para la investigación; la subordinación de la
investigación a las finalidades impuestas por las agencias y el mercado, y la
aceptación de un estatuto de subalternidad con respecto a los poderes
políticos, económicos y mediáticos. En esta situación, cada uno queda
configurado como un sujeto que tiene que revalidar su éxito permanente mediante
su confrontación con los demás, que son entendidos como promedios que es
preciso superar.
Este es el
entorno en el que se produce el portentoso caso Cifuentes. Se trata de una
universidad débil, colonizada por el poder político y económico. La rueda de
prensa en la que el rector y dos catedráticos comparecen en defensa de su
patrocinadora y, eventualmente alumna, muestra inequívocamente las patologías
de esta institución. Se hace patente el grado cero de autonomía de los
profesores y autoridades académicas convertidas en candidatos a empleados de
los poderes del nuevo estado emprendedor. La dependencia alcanza proporciones
inverosímiles que genera un servilismo patético a los poderes patrocinadores y
financiadores.
Pero el
problema de fondo estriba en la reforma que reemplaza el viejo ethos
universitario por el nuevo ethos gerencial. En este lo que importa es alcanzar
los objetivos requeridos en una cultura en donde triunfar es la única
alternativa. Así se reconfigura la cuestión de los medios. La incongruencia
entre estos y los resultados se soluciona mediante el desarrollo de la
competencia de la falsificación. Este es el verdadero código ético imperante. A
cada cual se le piden demasiadas cosas y tiene que desarrollar la capacidad de
hacerlas mediante la maximización de la trampa. Así, tanto la producción del
conocimiento como la transmisión del mismo son reformuladas mediante una
selección de actividades, en las que los más débiles son drásticamente
perjudicados. Estos son los estudiantes, que son convertidos en una masa
receptora de actividades rutinarias carentes de contenido.
Las
consecuencias más importantes en la docencia son la multiplicación de las
actividades simuladas y el descenso del nivel de exigencia. Cada estudiante
puede alcanzar unos resultados considerables invirtiendo poco esfuerzo. Este
pacto de complicidad imperante en la nueva universidad, facilita a todas las
partes dedicarse a cumplir los objetivos principales. La docencia es
intervenida mediante este perverso compromiso tácito inculcado por las agencias
constituidas en la dirección operativa del sistema. De esta desviación resulta
una laxitud en la evaluación sostenida por la adhesión de profesores y
estudiantes liberados de grandes exigencias. En mi experiencia como profesor en
los últimos años me impresionan los reproches de algunos estudiantes que se
sienten despreciados por la simplicidad de las actividades y las pruebas.
El ethos
gerencial, preponderante en la nueva universidad, tiene como consecuencia la
consolidación de un nuevo tipo de profesor-gestor. Este se define por
seleccionar drásticamente los medios en relación a la consecución de los fines prioritarios.
Así se configura un arquetipo profesional que prioriza la acción orientada a
los resultados en detrimento de los procedimientos. Muchos de los directores de
centros, departamentos y grupos de investigación se inspiran en los modelos de
empresarios en los que el uso de la fuerza se constituye en el valor
primordial. Lo importante es hacer y resolver en el plazo inmediato.
En el caso
Cifuentes comparecen estos factores. Los tribunales compuestos contra sus
propias normas por profesores precarios; las decisiones de las autoridades abstrayéndose de los requisitos formales; la
convicción de la impunidad en un sistema en el que el tejido social se ha
descompuesto…Pero el factor más importante radica en la fuerza. El rector, el profesor responsable del máster o quien
tomase la decisión de liberar a doña Cristina de las pruebas, siguen el modelo
del nuevo general-gerente, cuyo comportamiento se basa en su osadía y su
fuerza, que hace valer frente a los intimidados miembros de la comunidad
universitaria de recolectores de méritos.
Siempre los
más pudientes han tenido ventajas en la universidad, pero nunca como ahora, en
la nueva universidad gerencial, las desigualdades alcanzan proporciones
escandalosas. Un verdadero gerente moviliza su fuerza para alcanzar sus propios
objetivos, sobreponiéndose a restricciones legales o profesionales. En este
caso me impresiona la presencia en el tribunal de una profesora precarizada
perteneciente a izquierda unida. Pero la complicidad en las “operaciones
especiales” de los rectores y autoridades es un valor imprescindible para
cualquiera que quiera continuar en la carrera profesional universitaria.
Algunos
lectores pensarán que estoy exagerando, en la hipótesis de que asistimos a un
episodio aislado. No. En la nueva universidad las normas son pulverizadas a
favor de plegarse a los resultados de cada cual, que son contabilizados en
méritos que solo pueden ser reconocidos por valoraciones de tribunales,
agencias e instancias en las que habitan los nuevos profesores-gestores y las
autoridades evaluadoras. La dependencia
profesional es el factor más relevante para realizar una carrera profesional.
Así se construye la última versión de la servidumbre voluntaria.
En los
últimos años he manifestado en público y en numerosas ocasiones, que me
asediaba la fantasía de que mi facultad fuese finalmente asaltada por las
unidades especiales de la policía. Me imaginaba un helicóptero sobre mi
despacho desde el que un juez justiciero me conminaba a levantar las manos. Porque las irregularidades
en todos los órdenes son de tal envergadura, que solo pueden ser comprendidas
desde las complicidades derivadas de los bajos niveles de exigencia a los
estudiantes y las coacciones que presiden cualquier carrera profesional, en la
que la obtención de los méritos exige construir una malla de relaciones de
dependencia. En estas coordenadas, cualquier inspección es una quimera. El
propio inspector se topará con el silencio y la protección general del
ocultamiento y los escondites.
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