sábado, 31 de marzo de 2018

CRISTINA CIFUENTES Y LOS SECRETOS DE LA UNIVERSIDAD



 Las noticias acerca del máster fraudulento de Cristina Cifuentes, desveladas por el diario.es, suscitan un escándalo que multiplica las dudas sobre la universidad y sus relaciones con los poderosos. Pero, tras las perplejidades suscitadas en una parte de la fervorosa opinión pública, prevalece la ingenua idea de que se asiste a un acontecimiento excepcional. Así, este evento se entiende como un caso que trasciende la regla. La universidad mantiene inalterada su imagen de institución sede del saber, autónoma de lo político y regida por reglas de racionalidad formal. Por el contrario, esta incidencia se inscribe en lo que se puede denominar como fatal iceberg universitario. Los eventos que salen a la superficie mostrando impúdicamente algunas malas prácticas, no son hechos aislados, sino que se sostienen sobre una frecuencia notable que afecta a la cotidianeidad universitaria. Los desatinos forman parte de la realidad de esta institución y se mantienen en una zona de sombra por el silencio sepulcral de los involucrados en una espiral de secretos.

Desde esta perspectiva, el caso Cifuentes constituye un embauco perfecto, en tanto que la información se presenta como una desviación exótica ante un público receptor que conserva la idea de que la universidad es una institución honorable que funciona con respecto a reglas. Sin embargo, desde el interior, se hacen evidentes los casos de alteración de las normas. Así se constituye un ecosistema humano que comparte un denso silencio, que es una barrera que lo hace inaccesible al entorno. El arte de callar contribuye a la construcción de una realidad sumergida que resulta de las colaboraciones de todos. Esta se manifiesta en un conjunto de escondites en los que anidan las malas prácticas, forjadas en la distancia entre lo que se piensa, se dice y se hace, que en estas situaciones es astronómica. 

La universidad es una institución severamente remodelada por una reforma neoliberal que le ha sustraído su antigua alma-identidad. El orden universitario convencional, en el que reinaban un conjunto de clanes académicos dotados de una considerable autonomía, ha sido disuelto a favor un nuevo orden fundado en la interdependencia entre estos clanes, las agencias -nuevas instituciones centrales de la gubernamentalidad neoliberal- y el mercado. Esta mutación ha propiciado un shock cultural del que resulta un grado de anomia creciente. Las viejas reglas se difuminan a favor de un pragmatismo sórdido derivado del alma de la nueva empresa naciente, que constituye el referente de la nueva universidad y exporta sus supuestos y sentidos a la misma. En el curso de las reformas, se impone la idea de que el imperativo de cada clan académico es responder a las exigencias del mercado mediante una acreditada capacidad de adaptación. 

En estas coordenadas, la finalidad principal de cada departamento es responder satisfactoriamente a la obligación de tener éxito en la realidad diseñada por el binomio agencias-mercado. Todo queda subordinado a los compromisos derivados de estos objetivos. El activismo a favor de la obtención de los buenos resultados en los indicadores exigidos por los nuevos poderes, selecciona las actividades y desplaza las consideradas superfluas en los parámetros de la nueva excelencia. Así se genera un nuevo orden moral presidido por los logros requeridos por las nuevas autoridades. 

El desplome de las viejas reglas explica la emergencia de una situación en la que se hacen presentes  la aceptación del fracaso profesional de una parte muy importante de los alumnos transformados en capital humano moldeable; el acatamiento de la precarización integral, utilizando a las nuevas promociones como fuerza barata para la investigación; la subordinación de la investigación a las finalidades impuestas por las agencias y el mercado, y la aceptación de un estatuto de subalternidad con respecto a los poderes políticos, económicos y mediáticos. En esta situación, cada uno queda configurado como un sujeto que tiene que revalidar su éxito permanente mediante su confrontación con los demás, que son entendidos como promedios que es preciso superar. 

Este es el entorno en el que se produce el portentoso caso Cifuentes. Se trata de una universidad débil, colonizada por el poder político y económico. La rueda de prensa en la que el rector y dos catedráticos comparecen en defensa de su patrocinadora y, eventualmente alumna, muestra inequívocamente las patologías de esta institución. Se hace patente el grado cero de autonomía de los profesores y autoridades académicas convertidas en candidatos a empleados de los poderes del nuevo estado emprendedor. La dependencia alcanza proporciones inverosímiles que genera un servilismo patético a los poderes patrocinadores y financiadores.

Pero el problema de fondo estriba en la reforma que reemplaza el viejo ethos universitario por el nuevo ethos gerencial. En este lo que importa es alcanzar los objetivos requeridos en una cultura en donde triunfar es la única alternativa. Así se reconfigura la cuestión de los medios. La incongruencia entre estos y los resultados se soluciona mediante el desarrollo de la competencia de la falsificación. Este es el verdadero código ético imperante. A cada cual se le piden demasiadas cosas y tiene que desarrollar la capacidad de hacerlas mediante la maximización de la trampa. Así, tanto la producción del conocimiento como la transmisión del mismo son reformuladas mediante una selección de actividades, en las que los más débiles son drásticamente perjudicados. Estos son los estudiantes, que son convertidos en una masa receptora de actividades rutinarias carentes de contenido.

Las consecuencias más importantes en la docencia son la multiplicación de las actividades simuladas y el descenso del nivel de exigencia. Cada estudiante puede alcanzar unos resultados considerables invirtiendo poco esfuerzo. Este pacto de complicidad imperante en la nueva universidad, facilita a todas las partes dedicarse a cumplir los objetivos principales. La docencia es intervenida mediante este perverso compromiso tácito inculcado por las agencias constituidas en la dirección operativa del sistema. De esta desviación resulta una laxitud en la evaluación sostenida por la adhesión de profesores y estudiantes liberados de grandes exigencias. En mi experiencia como profesor en los últimos años me impresionan los reproches de algunos estudiantes que se sienten despreciados por la simplicidad de las actividades y las pruebas.

El ethos gerencial, preponderante en la nueva universidad, tiene como consecuencia la consolidación de un nuevo tipo de profesor-gestor. Este se define por seleccionar drásticamente los medios en relación a la consecución de los fines prioritarios. Así se configura un arquetipo profesional que prioriza la acción orientada a los resultados en detrimento de los procedimientos. Muchos de los directores de centros, departamentos y grupos de investigación se inspiran en los modelos de empresarios en los que el uso de la fuerza se constituye en el valor primordial. Lo importante es hacer y resolver en el plazo inmediato.

En el caso Cifuentes comparecen estos factores. Los tribunales compuestos contra sus propias normas por profesores precarios; las decisiones de las autoridades  abstrayéndose de los requisitos formales; la convicción de la impunidad en un sistema en el que el tejido social se ha descompuesto…Pero el factor más importante radica en la fuerza. El rector,  el profesor responsable del máster o quien tomase la decisión de liberar a doña Cristina de las pruebas, siguen el modelo del nuevo general-gerente, cuyo comportamiento se basa en su osadía y su fuerza, que hace valer frente a los intimidados miembros de la comunidad universitaria de recolectores de méritos. 

Siempre los más pudientes han tenido ventajas en la universidad, pero nunca como ahora, en la nueva universidad gerencial, las desigualdades alcanzan proporciones escandalosas. Un verdadero gerente moviliza su fuerza para alcanzar sus propios objetivos, sobreponiéndose a restricciones legales o profesionales. En este caso me impresiona la presencia en el tribunal de una profesora precarizada perteneciente a izquierda unida. Pero la complicidad en las “operaciones especiales” de los rectores y autoridades es un valor imprescindible para cualquiera que quiera continuar en la carrera profesional universitaria.

Algunos lectores pensarán que estoy exagerando, en la hipótesis de que asistimos a un episodio aislado. No. En la nueva universidad las normas son pulverizadas a favor de plegarse a los resultados de cada cual, que son contabilizados en méritos que solo pueden ser reconocidos por valoraciones de tribunales, agencias e instancias en las que habitan los nuevos profesores-gestores y las autoridades evaluadoras.  La dependencia profesional es el factor más relevante para realizar una carrera profesional. Así se construye la última versión de la servidumbre voluntaria.

En los últimos años he manifestado en público y en numerosas ocasiones, que me asediaba la fantasía de que mi facultad fuese finalmente asaltada por las unidades especiales de la policía. Me imaginaba un helicóptero sobre mi despacho desde el que un juez justiciero me conminaba a  levantar las manos. Porque las irregularidades en todos los órdenes son de tal envergadura, que solo pueden ser comprendidas desde las complicidades derivadas de los bajos niveles de exigencia a los estudiantes y las coacciones que presiden cualquier carrera profesional, en la que la obtención de los méritos exige construir una malla de relaciones de dependencia. En estas coordenadas, cualquier inspección es una quimera. El propio inspector se topará con el silencio y la protección general del ocultamiento y los escondites. 

martes, 20 de marzo de 2018

LAS MANIFESTACIONES DE JUBILADOS DEL 17 M EN MADRID:


La doble manifestación de jubilados en Madrid de ayer fue una señal portadora de un mal augurio. Esta hizo visible la división en el campo de la izquierda política en un momento de crucial importancia. La de la mañana estaba patrocinada por los sindicatos convencionales acompañados por el pesoe. Allí se encontraban las direcciones de estas organizaciones, así como la izquierda mediática “honorable”: artistas, músicos, tertulianos y notables acompañados por la sexta, que les proporcionaba cobertura audiovisual. La asistencia fue muy modesta y la composición humana remitía a las gentes sobrevivientes del gran naufragio de la izquierda política y sindical del régimen del 78. La energía de los participantes fue muy menguada y la puesta en escena se caracterizó por una austeridad simbólica patente. El contraste entre los esfuerzos de sus tutores para convertirla en hecho audiovisual-político y las retóricas funerarias prevalentes entre los participantes era ostensible.

La manifestación de la tarde fue convocada por la coordinadora estatal de las pensiones, bajo la que se amparaba Podemos. Pero esta concitó la asistencia de una buena parte de la izquierda sufrida, que congregó a una gran cantidad de personas, muy superior al desfile oficial matutino, lo cual apunta al mérito de los sindicatos, que han construido laboriosamente su propia desafección general en los mundos del trabajo. La envergadura de esta manifestación era muy considerable, en contraste con la orfandad oficial y mediática que la acompañaba. Las grandes televisiones no le otorgaron licencia y la trataron disolviéndola en el conjunto de manifestaciones que tuvieron lugar en distintas ciudades. Lo que sí pude constatar es que había, con toda seguridad,  más gente que los ciento quince mil manifestantes de Bilbao. Después de las siete de la tarde, el espacio entre Neptuno y Sol se encontraba totalmente abarrotado, en tanto que la cabeza llegaba a Cibeles. 

El balance de mi experiencia como manifestante en ambas citas, se puede sintetizar en la vivencia de una importante intervención del sistema político y mediático en un acontecimiento específico, tratando de reconfigurarlo para maximizar su aportación a sus intereses. La activación de un capital político-electoral que portan los jubilados, recompone el campo electoral,  suscitando el interés de los partidos contendientes y sus extensiones mediáticas. Así, la congelación de las pensiones, que es un elemento central en un proceso histórico general de desposesión de la antigua y nueva clase trabajadora, queda subordinada a las tácticas cortoplacistas de los aspirantes para incrementar sus cuotas institucionales. Las significaciones de estas movilizaciones son reconfiguradas.  Asimismo, la escasa autonomía del colectivo de los jubilados propicia que sobre su espacio distintos poderes sociales depositen sus anclas. 

En la gran manifestación vespertina, la enorme cantidad de personas participantes se mostraba desangelada. Apenas existía conexión con el núcleo convocante. La imponente multitud se diseminaba por todo el espacio físico del itinerario. La desconexión con la cabecera era patente y apenas se gritaban lemas en el exterior del núcleo convocante y su círculo inmediato. En la composición de la marcha predominaba la izquierda sufrida, es decir, los trabajadores industriales y de servicios desalojados gradualmente del sistema productivo en los últimos treinta años, constituidos en un segmento de población blanco de las acciones de disolución del estado de bienestar. Sus itinerarios biográficos sintetizan la fusión de los años gloriosos del esplendor del trabajo regulado, el estado de bienestar, el estatuto de consumidor y la condición de votantes, con los años de plomo de la desindustrialización, la regresión y el comienzo de la desposesión que se define a sí misma como la crisis.

La multitud de participantes hacía gala una frugalidad manifiesta en su energía y expresividad. El contraste con la manifestación feminista del 8M, las del No a la Guerra o el ciclo del 15 M se hacía patente. Muchos pequeños grupos exhibían carteles confeccionados a mano con estéticas cutres y lemas parcos. El sentimiento de indignación presidía todas las expresiones. También  se podía percibir un cierto orgullo por la reanimación de su memoria histórica. La mayoría de los presentes revivía experiencias ubicadas en un pasado lejano. La casi totalidad de los concentrados se encuadraba en la generación de más de cincuenta años. Apenas había jóvenes. Me resultó chocante, y hasta casi hilarante,  la presencia de dos jóvenes vendiendo pitos a tres euros en la calle Alcalá, frente al ministerio de Educación.

El aspecto más relevante de la manifestación fue su estado de dispersión física. Los manifestantes se diseminaban por todo el recorrido, desconectados manifiestamente de la cabecera. La debilidad de la cohesión se encontró reforzada por la gran manipulación derivada de su fusión con otra manifestación de protesta contra la ley mordaza. Además, algunos grupos de la vieja izquierda, siguiendo las viejas tradiciones de la correa de transmisión, exhibían carteles, pegatinas y lemas ajenos al contenido de la convocatoria. En particular proliferaron  los referidos a la monarquía y la tercera república. De este modo, muchas personas se sintieron confundidas en este conglomerado de contenidos. Algunos jubilados protestaban por este caos simbólico. Ciertamente, se percibían varios intentos de manipulación en un colectivo carente de organización.

La ausencia de dirección favoreció la puesta en marcha de estrategias territoriales aprendidas por múltiples manifestantes y sancionadas en la gran marcha de las mujeres el 8 M. Así, numerosísimas personas se ubicaron desde el principio en la intersección con Gran Vía, desde donde pudieron ver la llegada de la cabeza a este punto. Pero esta multitud formó una riada de gente compacta que marchó por delante de la cabecera, siguiendo hasta el final, lo cual les proporcionó buenos sitios en el acto final de Neptuno. Toda la marcha se disgregaba en  distintos segmentos que competían por buenas posiciones, que siempre se encuentran por delante de la cabeza.

Así, los numerosos contingentes que llegaron después de las seis por Sol o Gran Vía, tenían que sumarse al gran tapón que se formó en el punto de partida. Pero la inmovilidad en este lugar propició que numerosos grupos se escindieran por la Carrera de San Jerónimo, desembocando en el Paseo del Prado  por distintos atajos para ubicarse en los lugares buenos. En Cibeles apenas había sitio desde el comienzo. Desde allí los concentrados avistaban la marcha de la manifestación. Las nutridas gentes que disciplinadamente se ubicaron detrás de la cabeza, fueron penalizadas en los sucesivos tapones que se formaban por la lentitud de la marcha y los movimientos de los no resignados a la inmovilidad. Estos vivieron la manifestación restringidamente y no pudieron llegar al final. 

El aspecto más singular de estas manifestaciones consistió en el contraste manifiesto entre una gran muchedumbre de personas afectadas por los sentimientos asociados a la quiebra del imaginario de progreso que ha presidido sus trayectorias biográficas, y la comparecencia de sus múltiples herederos que competían entre sí para apropiarse de la energía política derivada de la movilización. La pluralidad de las manipulaciones se hacían perceptibles. La contienda entre los herederos, que exhibían sus maquinarias expertas y mediáticas, se sobrepone a la cuestión esencial. Esta es que las pensiones, al igual que otros componentes básicos del estado del bienestar, son inexorablemente reducidas por la decisión política de las fuerzas que impulsan la gran reestructuración neoliberal. 

La devaluación de las pensiones se corresponde con un proceso general de desposesión, cuya punta de lanza es la desregulación del trabajo que se manifiesta en la severa precarización. Este proceso se encuentra determinado por una imponente rebelión de los beneficiarios de la economía especulativa, de los favorecidos por los bajos salarios, por los usufructuarios de las privatizaciones y los agraciados por la economía de los suelos. Este complejo de intereses y categorías sociales, extraordinariamente amplio, es quien ha decidido devaluar las pensiones. Pero esta verdad permanece oculta en los relatos que los actores convencionales respaldan sancionados por las representaciones televisivas.

Así, todo parece que se reduzca a una cuestión de la intervención de algún maligno, como Rajoy y otros del pepé o ciudadanos, tal y como muestran los crepusculares carteles exhibidos. Pero no se trata de esto. Si es una rebelión de los pudientes, no cabe esperar a ningún salvador magnánimo. Por el contrario se trata de un episodio en un conflicto político muy relevante, que solo puede resolverse mediante la constitución de una fuerza social global que disuada a los poderosos de la inviabilidad de su proyecto oculto. Los jubilados y la cuestión de las pensiones dignas solo son una parte de este macroconflicto. El requisito para avanzar consiste en visibilizar lo oculto, que es el proyecto global de los beneficiarios del crecimiento. 

Este proyecto, pernicioso para grandes sectores sociales, se oculta y se muestra por la voz de la expertocracia. Son los expertos los que proponen la resignación ante lo técnico que oculta los intereses de los beneficiados por este modelo de crecimiento. Hasta que no vea en las manifestaciones lemas creativos que parodien a los expertos múltiples, no creeré en la viabilidad de la movilización de los marginalizados, porque ahora, sus propias voces son expropiadas por los expertos depredadores que anidan en las televisiones.

domingo, 4 de marzo de 2018

LOS ENFERMOS DIABÉTICOS Y EL TEOREMA DE THOMAS

                                                  DERIVAS DIABÉTICAS




La asistencia a los pacientes diabéticos recrea el célebre teorema de Thomas de la profecía autocumplida. El tratamiento de los enfermos se rige por un supuesto subyacente fundamental que se proyecta a la totalidad del largo proceso de asistencia. Este es el del inevitable final determinado por el inapelable deterioro asociado al avance de la enfermedad. Así se produce una antropología negativa que se hace patente en el curso de la relación entre el paciente y el sistema asistencial. En cada interacción se encuentra presente este espectro de la cronicidad, que significa primordialmente en el sistema cultural profesional, la imposibilidad de la curación. 

El imaginario profesional dominante en la medicina se conforma por el efecto del avance tecnológico, que tiene un impacto positivo sobre varias enfermedades y problemas asociados a las mismas. Las enfermedades crónicas, así como aquellas no afectadas sustantivamente por el cambio tecnológico, quedan en el exterior del relato profesional, que hace balance de sus actuaciones providenciales, relegando aquellas en las que no puede resolver. Estas resultan inscritas en un halo que se transforma en un estigma, que adquiere múltiples formas, en muchas ocasiones cargadas de sutilezas. 

Así se configura una sociedad enferma sórdida, en espera de una solución tecnológica que los libere de la patología mediante la curación. La definición de las situaciones que afectan a sus sucesivos episodios asistenciales, es construida desde las coordenadas de esa antropología negativa,  así como por ese imaginario profesional pomposo, en el que solo cabe lo excelso, y, por consiguiente, lo incierto es desplazado al exterior del cielo. En coherencia con esta pauta, en la acción comunicativa de la medicina-institución predominan los trasplantes y otras cirugías mágicas, construidas como milagrería tecnológica, así como las patologías que tienen un final hermoso, para aquellas categorías de enfermos que tengan acceso a las mismas por supuesto.

Sin embargo, la sociedad enferma relegada se manifiesta en todos los procesos necesitados de rehabilitación, que es la estrella del sistema sanitario oculto a sus comunicaciones públicas. En este contingente humano de los incurables destacan los pacientes crónicos, que constituyen el envés oscuro de la institución médica y sus narrativas triunfales. En cualquier centro asistencial se puede constatar la presencia de los portadores de problemas insolubles, que transitan entre el entramado de servicios que conforman el patio trasero del sistema asistencial. Este es uno de los factores de la relegación de la atención primaria, en tanto que almacén de reparaciones de los pacientes sin solución, tanto los crónicos, aquellos cuyas dolencias no se encuentran encuadradas en diagnósticos, los afectados por enfermedades minoritarias y los infradotados en recursos personales que les permitan maximizar la oferta del sistema sanitario. 

Todas estas categorías experimentan itinerarios asistenciales que convergen en las zonas oscuras del sistema sanitario, cuyos malestares se enlazan alcanzando sinergias prodigiosas. Sobre estas fábricas de dolores, malestares y desesperanza se constituyen mercados monumentales de servicios paliativos en la ausencia de la sanación. El complejo médico-industrial obtiene un beneficio extraordinario de este colosal yacimiento de los incurables. En este próspero inframundo sanitario viven los pacientes crónicos, cuya asistencia invierte gradualmente las responsabilidades, constituyendo una presunción de culpabilidad individual. Vivo como enfermo diabético esta situación durante más de veinte años.

La asistencia sanitaria a los diabéticos se constituye sobre la certeza de que el futuro representa un escenario negativo en el que se van a hacer presentes las amenazas. Así, todo el proceso se encuentra subordinado a las pruebas diagnósticas que confirmen la aparición de las señales anunciadoras del final. Cuando estas no comparecen, se aguarda a la siguiente medición en su paciente espera. Cuando comencé a ser tratado con insulina, tras la cetoacidosis, tuve una infección urinaria importante. Cuando acudí a la endocrina esta me dijo tajantemente que “todavía” no había transcurrido un tiempo para que apareciesen problemas importantes en el riñón. En esta frase estaba condensada la filosofía del tratamiento. El final es inevitable y la asistencia consiste en esperarlo  pacientemente en los intervalos de tiempo de las consultas de revisión.

Han transcurrido ya veinte años de mi vida, en las que no se ha confirmado “eventualmente” esta predicción. En tanto que me las he tenido que apañar en hacer la vida lo mejor que sea posible, haciendo cábalas, aprendiendo de mi experiencia y forzando mis techos vitales con el propósito de ir más allá de las limitaciones, las revisiones se alejan de mi vida y remiten a series abstractas de datos que se disipan en la espera del desenlace fatal. Hoy, veinte años después, lo que ha cambiado en mi asistencia son las analíticas. Ahora me piden muchas más mediciones, porque las convencionales no anuncian las señales del inminente final. Mis valores de creatinina son normales y me piden muchas más pruebas para encontrar algún indicio que pueda confirmar mi entrada en el club de los enfermos verdaderos, que son los ingresados en el hospital, en el patio trasero de este para su reparación.

Me imagino el día en que aparezca un valor fatal en una analítica a mis terapeutas aplaudiendo y reprochándome mis veleidades vitales. Recuerdo que en varias ocasiones he discutido con médicos y enfermeras acerca de la diabetes. Soy un caso extraño en tanto que he sido profesor de sociología de la salud y enfermo diabético. Cuando suscitaba estas cuestiones se destapaban las réplicas que tomaban forma de conminaciones unificadas por el insalvable final. Una médica de familia joven, una profesional muy consistente por cierto, me dijo en un tono dramático que me quedaría ciego. 

Esta filosofía negativa de la asistencia omite un factor fundamental como es la vida del paciente. Esta es relegada a las unidades temporales del sistema de información que es lo único que verdaderamente importa, porque el paciente es un ser en espera del desenlace fatal. Así se impide una función fundamental, como es la de acompañar al enfermo en el dilatado tiempo de vida con la carga de la enfermedad. De este modo se invierte el sentido asistencial. Este es un acto de vigilancia tecnológica que no se encuentra fundamentado en la vida del paciente. Las consultas de revisión significan la inspección rutinaria del estado patológico determinado por el final.

Un proceso así es inevitable que se deteriore y se hagan presentes algunas perversiones. Durante muchos años he utilizado una película para explicar el funcionamiento de la institución-policía. Es una película francesa, de Claude Sauset, “Max y los chatarreros”. Los actores principales son Michel Piccoli y Romy Schneider. Se trata de un juez defraudado por el mal funcionamiento de la justicia que abandona los tribunales para convertirse en un detective privado, lo que le permite acercarse al mundo real del delito. En su deriva conoce a una atractiva mujer joven que forma parte de una banda de chatarreros, que realizan actividades delictivas de baja intensidad. Los celos por los amores entre la mujer y el líder de la banda le empujan a persuadirles para realizar un atraco, que él mismo prepara. Cuando este se consuma la policía los espera y los encarcela.

Esta metáfora se puede trasladar a la asistencia sanitaria a los pacientes diabéticos. Se trata de que la amenaza del final se haga carne para que el paciente se someta a la asistencia basada en el supuesto de que lo central son las series de cifras que conducen a la aparición de los guarismos que indiquen la comparecencia del cuadro final. En la única hospitalización que tuve tras la cetoacidosis pude percatarme de que el personal trataba mejor a los pacientes graves en estados clínicos agudos. Aquellos que no alcanzábamos ese grado éramos tratados con un desdén leve, pero inequívocamente perceptible. 

Nosotros los pacientes diabéticos, los chatarreros del sistema de atención, los protagonistas de la asistencia del patio interior del prodigioso complejo médico tecnológico, formamos parte de esta iatrogenia tan singular que se deriva de la asistencia fundada en supuestos antropológicos tan negativos. Nuestras vidas son ignoradas, en tanto que reducidas a un conjunto de estereotipos groseros, para formar parte de un dispositivo de vigilancia del esperado final. Así se constituye nuestra soledad en la competencia de modelar nuestra vida diaria en una intimidad infinita y estruendosa.