Vivimos en
la sociedad en la que el aplauso ha devenido en la forma dominante de
comunicación. Antaño, este se prodigaba en el teatro, las actuaciones musicales
y las representaciones artísticas en directo, representando la relación entre
los artistas y el público. Ahora rompe su cerco y se extiende a todas las
actividades e instituciones inundando la cotidianeidad. La preponderancia de la
televisión tiene como consecuencia la extensión de sus formatos a toda la vida,
en tanto que esta disuelve la excepción festiva y la reintegra en lo cotidiano.
Acabo de concluir una larga experiencia en la universidad. Las intervenciones
de ilustres profesores e investigadores suele terminar con coloquios parcos y
grises que se cierran con los aplausos de cortesía, en tanto que las pasiones y
emociones se encuentran restringidas en ese medio.
El aplauso
es el modo de vehicular las emociones movilizadas en una relación. En todas las
formas de las artes escénicas se siguen produciendo, así como en las grandes
creaciones de la época: los conciertos en directo o las deportivas en los
estadios, que representan el envés de la reclusión doméstica en el hogar
refugio dotado de dispositivos de comunicación que se disponen como un sistema
de planetas en torno a la televisión-sol. También en aquellas formas de
comunicación pública en la que los participantes se encuentran conectados por
compartir un sistema simbólico segmentado. La política y otros han seguido esta
pauta y se han reconfigurado como una aplicación de las artes escénicas.
Pero la
televisión es el astro rey que ha creado el aplauso producido industrialmente.
El modo de operar de esta implica la obtención de impactos sensoriales sucesivos.
Todos los géneros televisivos comparten este código. De este modo, la
televisión crea una realidad en la que el público participa de múltiples formas
unificadas por el aplauso. El capitalismo vigente, en la fase de gestión de las
emociones, privilegia la estimulación de los sentimientos de los antaño
ciudadanos, convertidos ahora en opulentos espectadores que conforman euforias
colectivas que se forman y deshacen continuamente. Las audiencias devienen en
el corazón de la sociedad del espectáculo, cuyas realidades son producidas
industrialmente en detrimento de las realidades denegadas por las cámaras.
Me gusta
denominar a la sociedad resultante como “sociedad del fuerte aplauso”. En el
proceso de producción de las ficciones que la sustentan adquieren el
protagonismo un conjunto de arquetipos individuales que comparten los códigos
de lo que se ha denominado como “capitalismo de ficción”. En este universo la
estética y la imagen devienen en sustento de un orden visual que se sobrepone a
las realidades exteriores. Puede parecer frívolo, pero, en distintas ocasiones en
que he tenido la oportunidad de hablar para grupos de docentes, les advertía de
sus límites marcados por sus cuerpos y estéticas penalizados en el orden visual
mediático nacido en torno a una televisión que excluye la imperfección física.
La
significación de la televisión en el orden social del presente es minimizada
por los paradigmas vigentes, que privilegian otras esferas. La tele no es un
artilugio que pueda ser ubicado en la casilla de la comunicación, tal y como
proceden las sociologías tontas y segmentadas. Por el contrario, esta tiene
unas consecuencias determinantes que reconfiguran todas las esferas sociales.
En este sentido se trata de una institución central. En mis clases de sociología,
la restituía a su centralidad verdadera para desvelar sus lazos con las demás
instituciones.
Federico
Fellini representa la cima de la inteligencia. En este blog he aludido en
distintas ocasiones a sus aportaciones. Es creador de un orden visual
prodigioso, pero su lucidez con respecto a las instituciones nacientes en el
mundo que vivió es incuestionable. Me fascina su obra que se agranda con el
paso del tiempo, confirmando la regla general acerca del valor de las
producciones culturales incubadas en el comienzo de las irrupciones históricas.
Él lo hace con respecto a la tele, pero también en el caso del automóvil o la
reconfiguración de la vida,que comparecen esplendorosamente en todos sus textos
visuales.
Fellini
dedica a la televisión una película fundamental: Ginger y Fred. Se trata de la
historia de dos bailarines, con cierto éxito en su época, que imitan a mitos
como Ginger Rogers y Fred Astaire. Estos, ya retirados son requeridos para un
programa de la naciente tele. La película muestra desde sus miradas las
entrañas del nuevo medio. Como en todas sus pelis, la prodigiosa capacidad para
abarcar las situaciones queda manifiestamente demostrada. Por eso siempre la he
recomendado a los estudiantes en mis clases de cambio social.
En el final
de los años ochenta, una alumna de la Escuela de Enfermería me contó una
experiencia que le había confundido. Aceptó ir como público al entonces
programa de éxito “El precio justo” de Joaquín Prat. Ella acudió con una
disposición festiva, animada por las imágenes que tenía como espectadora. Su
gran sorpresa fue cuando vivió una situación límite en la que el realizador les
abroncaba continuamente. También le decepcionó Joaquín Prat, quien manifestaba
fuera de las cámaras un indisimulable desprecio por ellos. Su descripción
definía a un proletariado audiovisual que se desempeñaba en unas condiciones
duras bajo la tiranía indisimulada del realizador.
El contraste
entre las dos realidades descrito por la perspicaz y desconcertada alumna, se
evidencia en la experiencia de Ginger y Fred. Fellini entra a fondo en el mundo
de la televisión y su producción de la realidad, que privilegia los aplausos
industriales. Me parece tan ilustrativo que casi descarta cualquier comentario.
El primer video es un ensayo de los aplausos. El segundo una secuencia maravillosa
e hiperelocuente del medio. Podéis ver más videos de la peli en Youtube. La vida falsificada comparece sin máscaras.
El aplauso
termina por ser parte de una realidad creada por un medio técnico que aspira a
reproducir la realidad y termina por reemplazarla. Es inevitable la recurrencia
a Marshall McLuhan y Guy Debord. El conocimiento de que la tele es una parte de
otro mundo, que no es el mismo que el vivido sensorialmente, me predispone a
ser muy selectivo en los aplausos. Esta es la razón por la que he cortado en
distintas ocasiones cuando algún grupo me ha obsequiado con el mismo. También
de mi rechazo a los mítines y otras formas donde se abusa del aplauso en
detrimento de otras formas de comunicación. Lo dicho, la sociedad del fuerte
aplauso, la apoteosis de lo producido industrialmente, que la mayoría de las
ocasiones conlleva distintas formas de embuste.
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