domingo, 18 de febrero de 2018

FLORES Y GADGETS EN LA ROSALEDA DEL RETIRO






La Rosaleda del parque del Retiro es un espacio privilegiado que estimula a todos los sentidos. Es inevitable acceder a ella mediante varias etapas, las primeras de cuales se encuentran en las calles saturadas de tráfico rodado, en las que las máquinas de la movilidad compiten por abrirse camino y aventajar a los conductores menos dotados. En esta batalla cotidiana por el orden en las riadas de automóviles se produce un paisaje visual deplorable, en el que los distintos tipos de depredadores imponen su ley mediante movimientos bruscos y hostigamiento a los lentos, cuyo espíritu no se corresponde con la ley que rige en estos escenarios: la lucha por la preponderancia y el avasallamiento de los más débiles, que en estas densas  colas no son otra cosa que bultos que obstruyen. En el fluido de autobuses, automóviles, motos, ciclistas y peatones tiene lugar una implacable confrontación por la sobrevivencia, en la que predominan las especies que funden la velocidad con el espíritu de lucha.

De esta batalla resulta una sinfonía de sonidos de todas las clases imaginables. Las máquinas dotadas de cláxones y bocinas, que emiten toda clase de aullidos mecánicos que expresan el estado de excitación de los conductores inundan las vías urbanas. Además, las sirenas de los vehículos de emergencias, las músicas estridentes, los sonidos asociados a las actividades publicitarias, las voces derivadas de los conflictos, las risas y tonos de los viandantes más extrovertidos. Cualquier peatón es aplastado por este medio agresivo, en el que tiene que estar atento al inmediato exterior hostil y en el que es inevitable que sus sentidos se encuentren en estado de excepción.

La llegada al parque del Retiro implica la libertad provisional para los atribulados sentidos, en tanto que la circulación a pie no se encuentra amenazada por los sujetos motrices encerrados en las cabinas móviles. Según se penetra en el parque, el ruido va disminuyendo y las fuentes de los sonidos van cambiando en una situación más amable para todos los canales individuales de comunicación, incluido el auditivo. La llegada a la Rosaleda representa el destino final de distintas rutas que convergen en ella, en las que tiene lugar también una disputa por el uso del espacio, pero por contendientes dotados de menor potencial de coacción que el de los vehículos a motor. Estas vías son pobladas por contingentes que se desplazan por medio de vehículos asentados en una o más ruedas. Estos detentan el espíritu de la velocidad, frente a aquellos que se desplazan sobre sus propias piernas, lo cual implica otra filosofía de la vida y otras prácticas del uso del espacio.

La Rosaleda es una obra de Cecilio Rodríguez, jardinero mayor de Madrid, que en 1915 la diseñó inspirado en jardines de París. Es un recinto cerrado que alberga unos jardines en los que las flores representan una apoteosis de colores y olores. Estas se encuentran expuestas en un espacio cerrado que alberga distintos paseos, pérgolas, fuentes y arcos, en el que cada itinerario es diferente, formando parte de un conjunto minuciosamente planificado y cuidado. La diversidad de las flores acrecienta una sensación de belleza que impacta sobre los sentidos del visitante, que se encuentra frente a una naturaleza de una hermosura imponente. Una parte de los visitantes autorregula su voz para ajustarse al contexto mágico, en donde los sonidos son impertinentes más allá de los susurros.

El recinto de la Rosaleda se encuentra rodeado de unos árboles prodigiosos, dispuestos en círculo, que anuncian la llegada al lugar del jardín del tesoro. Junto a ella, se encuentra la estatua del Ángel Caído, el único monumento público al diablo en Europa. El atractivo de la zona para mi persona es inevitable. La visita al recinto de la grandeza de las flores y el diálogo con el Ángel Caído, que no termina de aceptar que yo mismo soy una versión dulcificada de él. Pero a esta cuestión le dedicaré un post específico. El caso es que este prodigioso lugar solo es afectado acústicamente por los deportistas que se congregan en grupos ruidosos bajo la dirección de un coach que los estimula mediante gritos, en contraste con los grupos silenciosos que bajo los árboles practican el yoga y sus distintas variantes. 

En el oasis de paz que representa la Rosaleda el tiempo es inevitablemente lento, como en todos los vergeles. Los visitantes transitan sorprendidos por la variedad de los diferentes paisajes y las flores. Se vive un momento de goce sensorial intenso. Pero es inevitable que en este microedén se hagan presentes las categorías de público prevalentes en las sociedades del presente. Hace unos días me encontré a media tarde con un grupo de estudiantes franceses que saltaban entre los setos, se empujaban mutuamente y daban grandes voces tras cumplir con su contemporánea obligación de fotografiarse en todos los lugares de paso de la fuga interminable en que convierten a su existencia. En silencio los miraba y me decía a mí mismo “Idiotas, lo que está aquí es el espíritu mismo de la Francia exquisita”. 

Para los turistas y otras especies de capturadores de imágenes que escolten a la infinita proliferación de la suya misma, la Rosaleda entra dentro de la recomendación que en las publicidades de los agentes turísticos sintetizan bajo el rótulo de “Lo mejor de…”. Pero estos pasan por allí para encontrar un lugar donde fotografiarse, para seguir hacia el siguiente objetivo de su jornada minuciosamente programada y cronometrada. De este modo, se trata de gente que no está allí, sino que pasa fugazmente a determinadas horas. Me gusta mascullar cuando los veo, animándoles a continuar su peripecia viajera industrializada.

Hace ya unos meses, en una de mis visitas al paraíso de las flores, ya muy avanzado el otoño, tuve una vivencia insólita. Caminaba por uno de los paseos estrechos contemplando las flores a ambos lados e imaginando su estado en la próxima primavera cuando me apercibí de que, delante de mí se encontraba un ser vivo que me disputaba el uso de este espacio. Se trataba de un vigoroso runner, que se había apoderado del camino para hacer su entrenamiento. Fui consciente de la magnitud del problema cuando constaté que, tras unos metros de marcha rápida, se detuvo bruscamente, hizo un par de ejercicios, para dar marcha atrás. Cuando reaccioné ya lo tenía encima, pero el problema era que mis conminaciones no podía escucharlas porque corría de espaldas y portaba una variedad asombrosa de gadgets que lo aislaban de su entorno encerrándolo en su mundo, a semejanza de la cabina automovilística. Los auriculares voluminosos impedían la recepción de sonidos externos a su mundo.

Esta incidencia se inscribe en una nueva forma del choque de civilizaciones anunciada por Samuel P. Huntington. Se trata de la versión del conflicto entre los lentos y los rápidos, entre dos formas antagónicas de habitar y de vivir. Tras una breve conversación pude constatar la idea que rige sus sentidos. El concepto de espacio público no existe en sus coordenadas. Todo el espacio es suyo y la regulación de las colisiones con otros cuerpos se regula apelando a las prácticas del tráfico automovilístico. Así se funciona en las rutas del running que las autoridades prodigan entre edificios comerciales, simulaciones de parques, arrabales, escombreras, bloques de viviendas infradotadas y otros paisajes urbanos de la fealdad. Allí rige la norma inspirada en el principio de que cada cual es un soberano asocial, solo limitado por el riesgo de la colisión con otros cuerpos. Pero esa cosmovisión en la Rosaleda, entendida como pista de entrenamiento…

En este encuentro, mi perplejidad alcanzó un nivel casi inaudito, en tanto que el cuerpo de la persona a quien interpelaba se encontraba sobrecargado de artilugios tecnológicos que no alcanzaba a comprender. Tras una breve indagación he descubierto el núcleo de la cuestión. Se trata del inmenso y creciente mercado del deporte, que se añade al mercado de la salud. Me fascina recorrer las grandes tiendas de deportes, en las que sus distintas secciones multiplican sus ofertas. La ropa deportiva se constituye en un verdadero depósito de significaciones que acompañan a sus productos múltiples para públicos cada vez más diversificados. El calzado representa el cénit de ese mercado. Las zapatillas deportivas, al igual que la ropa, saltan las fronteras de su segmento para extenderse a la vida diaria en todos los ámbitos. Después del chándal, la proliferación infinita de productos.

Ahora aparecen los gadgets que se constituyen en un mercado en una expansión pavorosa de artilugios tecnológicos al servicio de los disciplinados atletas de la salud rigurosamente individualizada. Se trata de máquinas miniaturizadas que se pueden portar en los cuerpos de los corredores y que proporcionan prestaciones múltiples. Estas se encuentran asociadas a los sentidos derivados del disciplinamiento del cuerpo, el sacrificio asociado al entrenamiento permanente, la gestión corporal en aras a conseguir un cuerpo dotado de estándares de excelencia en todos los órdenes, así como el cumplimiento de metas encadenadas que soportan a una personalidad competitiva y exigente. Estas son tecnologías correspondientes a los programas de individualización severa, cuyo origen es el automóvil. La cabina, el espacio donde el sujeto toma decisiones y es el gestor de un sistema mecanizado de mandos, se extiende a la vida diaria, apoderándose de uno de los espacios cotidianos dedicados al entrenamiento.

Así, relojes multifuncionales; GPS portátiles; medidores de frecuencia cardíaca; sincronización por bluetooth con el teléfono; dispositivos de seguimiento en tiempo real; podómetros; contadores de actividad diaria; safesport id o pulseras con placas con datos grabados de contacto en caso de emergencia; mallas; ropas adecuadas a diversidad climática; variedades de dispositivos luminosos para alumbrar en la noche; dispositivos en los zapatos para medir indicadores de músculos específicos, ritmos y pasos; pequeños ordenadores en zapatillas para optimizar resultados; calzados múltiples que conforman la versión última de la alfombra mágica; auriculares bluetooth con calidad de sonido; dispositivos de escucha de materiales resistentes al sudor; polainas; shuvee aparatos que mediante rayos ultravioleta quitan los malos olores y los gérmenes de los pies; medidores de grasa corporal y de índice de masa corporal que graban históricos, series y retiene tendencias; cinturones multifuncionales; ropa adecuada: camisetas, sudaderas, abrigo, de lluvia, calcetines, sujetadores…; smartwatch que emiten señales cuando recibes llamadas, mensajes o emails; brazaletes múltiples luminosos, de control corporal o conexión; música; productos específicos de hidratación, alimentación, reparación y descanso…

El runner es una creación de la época materializada en el binomio sagrado de tecnología-mercado. Está claro que existen varias clases y muy distintas de runners. Pero la emergencia histórica de esta práctica no es inocente. Se trata de moldear un ser rigurosamente individualizado, dotado de un cuerpo bien trabajado que muestra el éxito de su entrenamiento, actividad que se abre paso hacia la centralidad en la vida cotidiana. Ese cuerpo está íntimamente asociado a una salud entendida como una propiedad individualizada, derivada del esfuerzo del entrenamiento de un sujeto fuerte, que manifiesta un ascetismo marcado para conseguir sus logros. El modelo de personalidad del runner se funda en la movilización de la voluntad para obtener logros y conseguir retos. Cuando los veo al anochecer corriendo, tras una larga jornada de trabajo, no puedo evitar conmoverme.

Así fue el encuentro en la Rosaleda entre las flores y los gadgets, una cuestión que remite a una forma de vivir. Mi posición se encuentra en el campo de los lentos, de aquellos que saborean en pequeños sorbos las maravillas de la vida, que siempre tienen alguna relación con la naturaleza. Cuando la Rosaleda fue constituida a principios del siglo XX no existían los retos y los gadgets. No pretendo negar su utilidad en general ni adjudicar a todos los runners la etiqueta de personas programadas. Solo he querido decir en este texto que mi modelo de lo que se llama ocio se corresponde con su origen griego, que consistía en un reposado espacio donde se fusionaban lo espiritual y lo corporal. La llegada de las industrias a la vida cotidiana ha trasmutado este concepto.

Cuando en mis paseos por el Retiro o la Casa de Campo me encuentro con los esforzados runners, susurro estas palabras “Aquí no, esto es un paisaje muy viejuno… iros al parque Juan Carlos I”. Este es completamente nuevo, y su código genético se encuentra asociado a su función de albergue de atletas, cronometrados, practicantes de ocio industrial, adictos a los centros comerciales y sujetos vinculados a actividades rápidas. Los árboles son escasos en relación a las pistas, espacios especializados con presencia de dispositivos y máquinas. Porque la Rosaleda es el espacio de los que no llevamos el taller de la salud encima del cuerpo.

Esta es la historia de ese encuentro entre una persona con todos los sentidos abiertos y sincronizados con el entorno y otra que dispone de un arsenal para el disciplinamiento y la optimización de su cuerpo, que incluye los auriculares que cierran su canal auditivo. Me pregunto si los materiales que minimizan el tufo del sudor de sus pies se aplican a los olores de las fragancias de las flores. Entonces se trataría de un verdadero astronauta al que solo le queda abierto el canal visual.



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