La Rosaleda
del parque del Retiro es un espacio privilegiado que estimula a todos los
sentidos. Es inevitable acceder a ella mediante varias etapas, las primeras de
cuales se encuentran en las calles saturadas de tráfico rodado, en las que las
máquinas de la movilidad compiten por abrirse camino y aventajar a los
conductores menos dotados. En esta batalla cotidiana por el orden en las riadas
de automóviles se produce un paisaje visual deplorable, en el que los distintos
tipos de depredadores imponen su ley mediante movimientos bruscos y
hostigamiento a los lentos, cuyo espíritu no se corresponde con la ley que rige
en estos escenarios: la lucha por la preponderancia y el avasallamiento de los
más débiles, que en estas densas colas
no son otra cosa que bultos que obstruyen. En el fluido de autobuses,
automóviles, motos, ciclistas y peatones tiene lugar una implacable
confrontación por la sobrevivencia, en la que predominan las especies que
funden la velocidad con el espíritu de lucha.
De esta
batalla resulta una sinfonía de sonidos de todas las clases imaginables. Las
máquinas dotadas de cláxones y bocinas, que emiten toda clase de aullidos
mecánicos que expresan el estado de excitación de los conductores inundan las
vías urbanas. Además, las sirenas de los vehículos de emergencias, las músicas
estridentes, los sonidos asociados a las actividades publicitarias, las voces
derivadas de los conflictos, las risas y tonos de los viandantes más
extrovertidos. Cualquier peatón es aplastado por este medio agresivo, en el que
tiene que estar atento al inmediato exterior hostil y en el que es inevitable
que sus sentidos se encuentren en estado de excepción.
La llegada
al parque del Retiro implica la libertad provisional para los atribulados
sentidos, en tanto que la circulación a pie no se encuentra amenazada por los
sujetos motrices encerrados en las cabinas móviles. Según se penetra en el
parque, el ruido va disminuyendo y las fuentes de los sonidos van cambiando en
una situación más amable para todos los canales individuales de comunicación,
incluido el auditivo. La llegada a la Rosaleda representa el destino final de
distintas rutas que convergen en ella, en las que tiene lugar también una
disputa por el uso del espacio, pero por contendientes dotados de menor
potencial de coacción que el de los vehículos a motor. Estas vías son pobladas
por contingentes que se desplazan por medio de vehículos asentados en una o más
ruedas. Estos detentan el espíritu de la velocidad, frente a aquellos que se
desplazan sobre sus propias piernas, lo cual implica otra filosofía de la vida
y otras prácticas del uso del espacio.
La Rosaleda
es una obra de Cecilio Rodríguez, jardinero mayor de Madrid, que en 1915 la
diseñó inspirado en jardines de París. Es un recinto cerrado que alberga unos
jardines en los que las flores representan una apoteosis de colores y olores.
Estas se encuentran expuestas en un espacio cerrado que alberga distintos
paseos, pérgolas, fuentes y arcos, en el que cada itinerario es diferente, formando
parte de un conjunto minuciosamente planificado y cuidado. La diversidad de las
flores acrecienta una sensación de belleza que impacta sobre los sentidos del
visitante, que se encuentra frente a una naturaleza de una hermosura imponente.
Una parte de los visitantes autorregula su voz para ajustarse al contexto
mágico, en donde los sonidos son impertinentes más allá de los susurros.
El recinto
de la Rosaleda se encuentra rodeado de unos árboles prodigiosos, dispuestos en
círculo, que anuncian la llegada al lugar del jardín del tesoro. Junto a ella,
se encuentra la estatua del Ángel Caído, el único monumento público al diablo
en Europa. El atractivo de la zona para mi persona es inevitable. La visita al
recinto de la grandeza de las flores y el diálogo con el Ángel Caído, que no
termina de aceptar que yo mismo soy una versión dulcificada de él. Pero a esta
cuestión le dedicaré un post específico. El caso es que este prodigioso lugar
solo es afectado acústicamente por los deportistas que se congregan en grupos
ruidosos bajo la dirección de un coach que los estimula mediante gritos, en
contraste con los grupos silenciosos que bajo los árboles practican el yoga y
sus distintas variantes.
En el oasis
de paz que representa la Rosaleda el tiempo es inevitablemente lento, como en
todos los vergeles. Los visitantes transitan sorprendidos por la variedad de
los diferentes paisajes y las flores. Se vive un momento de goce sensorial
intenso. Pero es inevitable que en este microedén se hagan presentes las
categorías de público prevalentes en las sociedades del presente. Hace unos
días me encontré a media tarde con un grupo de estudiantes franceses que
saltaban entre los setos, se empujaban mutuamente y daban grandes voces tras
cumplir con su contemporánea obligación de fotografiarse en todos los lugares
de paso de la fuga interminable en que convierten a su existencia. En silencio
los miraba y me decía a mí mismo “Idiotas, lo que está aquí es el espíritu mismo
de la Francia exquisita”.
Para los
turistas y otras especies de capturadores de imágenes que escolten a la
infinita proliferación de la suya misma, la Rosaleda entra dentro de la
recomendación que en las publicidades de los agentes turísticos sintetizan bajo
el rótulo de “Lo mejor de…”. Pero estos pasan por allí para encontrar un lugar
donde fotografiarse, para seguir hacia el siguiente objetivo de su jornada
minuciosamente programada y cronometrada. De este modo, se trata de gente que
no está allí, sino que pasa fugazmente a determinadas horas. Me gusta mascullar
cuando los veo, animándoles a continuar su peripecia viajera industrializada.
Hace ya unos
meses, en una de mis visitas al paraíso de las flores, ya muy avanzado el
otoño, tuve una vivencia insólita. Caminaba por uno de los paseos estrechos
contemplando las flores a ambos lados e imaginando su estado en la próxima
primavera cuando me apercibí de que, delante de mí se encontraba un ser vivo
que me disputaba el uso de este espacio. Se trataba de un vigoroso runner, que
se había apoderado del camino para hacer su entrenamiento. Fui consciente de la
magnitud del problema cuando constaté que, tras unos metros de marcha rápida,
se detuvo bruscamente, hizo un par de ejercicios, para dar marcha atrás. Cuando
reaccioné ya lo tenía encima, pero el problema era que mis conminaciones no
podía escucharlas porque corría de espaldas y portaba una variedad asombrosa de
gadgets que lo aislaban de su entorno encerrándolo en su mundo, a semejanza de
la cabina automovilística. Los auriculares voluminosos impedían la recepción de
sonidos externos a su mundo.
Esta
incidencia se inscribe en una nueva forma del choque de civilizaciones
anunciada por Samuel P. Huntington. Se trata de la versión del conflicto entre
los lentos y los rápidos, entre dos formas antagónicas de habitar y de vivir. Tras
una breve conversación pude constatar la idea que rige sus sentidos. El
concepto de espacio público no existe en sus coordenadas. Todo el espacio es
suyo y la regulación de las colisiones con otros cuerpos se regula apelando a
las prácticas del tráfico automovilístico. Así se funciona en las rutas del
running que las autoridades prodigan entre edificios comerciales, simulaciones
de parques, arrabales, escombreras, bloques de viviendas infradotadas y otros
paisajes urbanos de la fealdad. Allí rige la norma inspirada en el principio de
que cada cual es un soberano asocial, solo limitado por el riesgo de la
colisión con otros cuerpos. Pero esa cosmovisión en la Rosaleda, entendida como
pista de entrenamiento…
En este
encuentro, mi perplejidad alcanzó un nivel casi inaudito, en tanto que el
cuerpo de la persona a quien interpelaba se encontraba sobrecargado de
artilugios tecnológicos que no alcanzaba a comprender. Tras una breve
indagación he descubierto el núcleo de la cuestión. Se trata del inmenso y
creciente mercado del deporte, que se añade al mercado de la salud. Me fascina
recorrer las grandes tiendas de deportes, en las que sus distintas secciones
multiplican sus ofertas. La ropa deportiva se constituye en un verdadero
depósito de significaciones que acompañan a sus productos múltiples para
públicos cada vez más diversificados. El calzado representa el cénit de ese mercado.
Las zapatillas deportivas, al igual que la ropa, saltan las fronteras de su
segmento para extenderse a la vida diaria en todos los ámbitos. Después del
chándal, la proliferación infinita de productos.
Ahora
aparecen los gadgets que se constituyen en un mercado en una expansión pavorosa
de artilugios tecnológicos al servicio de los disciplinados atletas de la salud
rigurosamente individualizada. Se trata de máquinas miniaturizadas que se
pueden portar en los cuerpos de los corredores y que proporcionan prestaciones
múltiples. Estas se encuentran asociadas a los sentidos derivados del disciplinamiento
del cuerpo, el sacrificio asociado al entrenamiento permanente, la gestión
corporal en aras a conseguir un cuerpo dotado de estándares de excelencia en
todos los órdenes, así como el cumplimiento de metas encadenadas que soportan a
una personalidad competitiva y exigente. Estas son tecnologías correspondientes
a los programas de individualización severa, cuyo origen es el automóvil. La
cabina, el espacio donde el sujeto toma decisiones y es el gestor de un sistema
mecanizado de mandos, se extiende a la vida diaria, apoderándose de uno de los
espacios cotidianos dedicados al entrenamiento.
Así, relojes
multifuncionales; GPS portátiles; medidores de frecuencia cardíaca;
sincronización por bluetooth con el teléfono; dispositivos de seguimiento en
tiempo real; podómetros; contadores de actividad diaria; safesport id o
pulseras con placas con datos grabados de contacto en caso de emergencia;
mallas; ropas adecuadas a diversidad climática; variedades de dispositivos
luminosos para alumbrar en la noche; dispositivos en los zapatos para medir
indicadores de músculos específicos, ritmos y pasos; pequeños ordenadores en
zapatillas para optimizar resultados; calzados múltiples que conforman la
versión última de la alfombra mágica; auriculares bluetooth con calidad de
sonido; dispositivos de escucha de materiales resistentes al sudor; polainas;
shuvee aparatos que mediante rayos ultravioleta quitan los malos olores y los
gérmenes de los pies; medidores de grasa corporal y de índice de masa corporal
que graban históricos, series y retiene tendencias; cinturones
multifuncionales; ropa adecuada: camisetas, sudaderas, abrigo, de lluvia,
calcetines, sujetadores…; smartwatch que emiten señales cuando recibes
llamadas, mensajes o emails; brazaletes múltiples luminosos, de control
corporal o conexión; música; productos específicos de hidratación,
alimentación, reparación y descanso…
El runner es
una creación de la época materializada en el binomio sagrado de
tecnología-mercado. Está claro que existen varias clases y muy distintas de
runners. Pero la emergencia histórica de esta práctica no es inocente. Se trata
de moldear un ser rigurosamente individualizado, dotado de un cuerpo bien
trabajado que muestra el éxito de su entrenamiento, actividad que se abre paso
hacia la centralidad en la vida cotidiana. Ese cuerpo está íntimamente asociado
a una salud entendida como una propiedad individualizada, derivada del esfuerzo
del entrenamiento de un sujeto fuerte, que manifiesta un ascetismo marcado para
conseguir sus logros. El modelo de personalidad del runner se funda en la
movilización de la voluntad para obtener logros y conseguir retos. Cuando los
veo al anochecer corriendo, tras una larga jornada de trabajo, no puedo evitar
conmoverme.
Así fue el
encuentro en la Rosaleda entre las flores y los gadgets, una cuestión que
remite a una forma de vivir. Mi posición se encuentra en el campo de los
lentos, de aquellos que saborean en pequeños sorbos las maravillas de la vida,
que siempre tienen alguna relación con la naturaleza. Cuando la Rosaleda fue
constituida a principios del siglo XX no existían los retos y los gadgets. No
pretendo negar su utilidad en general ni adjudicar a todos los runners la
etiqueta de personas programadas. Solo he querido decir en este texto que mi
modelo de lo que se llama ocio se corresponde con su origen griego, que
consistía en un reposado espacio donde se fusionaban lo espiritual y lo
corporal. La llegada de las industrias a la vida cotidiana ha trasmutado este
concepto.
Cuando en
mis paseos por el Retiro o la Casa de Campo me encuentro con los esforzados
runners, susurro estas palabras “Aquí no, esto es un paisaje muy viejuno… iros
al parque Juan Carlos I”. Este es completamente nuevo, y su código genético se
encuentra asociado a su función de albergue de atletas, cronometrados,
practicantes de ocio industrial, adictos a los centros comerciales y sujetos
vinculados a actividades rápidas. Los árboles son escasos en relación a las
pistas, espacios especializados con presencia de dispositivos y máquinas.
Porque la Rosaleda es el espacio de los que no llevamos el taller de la salud
encima del cuerpo.
Esta es la
historia de ese encuentro entre una persona con todos los sentidos abiertos y
sincronizados con el entorno y otra que dispone de un arsenal para el
disciplinamiento y la optimización de su cuerpo, que incluye los auriculares
que cierran su canal auditivo. Me pregunto si los materiales que minimizan el
tufo del sudor de sus pies se aplican a los olores de las fragancias de las
flores. Entonces se trataría de un verdadero astronauta al que solo le queda
abierto el canal visual.
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