Acudí a la
manifestación de los jubilados el pasado 22 de febrero en Madrid. Las
manifestaciones son acontecimientos singulares en los que se hacen visibles
algunos de los rasgos borrosos de la época. En este caso se trata de una
respuesta de uno de los colectivos afectados por el proyecto neoliberal en
curso, que tiene como efecto la inversión de sus trayectorias biográficas. Los
últimos años han significado el comienzo de un camino que conlleva la reversión
de sus posiciones sociales, desplazándolos gradualmente hacia los márgenes de
aquello que se denominó como “el bienestar”. La proliferación de
manifestaciones defensivas constituye un indicador de las tendencias sociales
que operan en este escenario. Todavía recuerdo las que viví en Granada por lo
que se llama piadosamente “la reorganización hospitalaria”. Entonces escribí
“Reconversión hospitalaria, temores colectivos y miserias institucionales en
Granada” en octubre de 2016. Este es otro episodio de la misma historia.
Accedí a la
concentración en el metro. En el vagón se podía observar la presencia de
jubilados que acudían a la misma. Fue emocionante constatar cómo desde la
estación de Banco de España se formó una cadena involuntaria de manifestantes que se mantuvo en el Paseo
del Prado, en la estrechísima acera lateral que conduce a la calle del Congreso
de los Diputados. La angosta vía propició la formación de una fila continua que
discurría silenciosa hacia las Cortes. Sin embargo, no se produjo ningún signo
de celebración por la convergencia. Cada cual caminaba discretamente ajeno a los demás. Los que iban en pequeños grupos conversaban
acerca de la situación expresando su indignación y sus quejas.
En el paso
por el museo Thyssen se hizo manifiesto el contraste con los turistas
visitantes, ocupados en capturar imágenes de sí mismos con el fondo de los
diversos escenarios que ofrece el museo. Pero el comportamiento de los
caminantes agrupados no emitía señales de que se encontrasen en modo de manifestación. Una mujer sin hogar
se encontraba en el suelo entre sus mantas y pertenencias llegando ya a
Neptuno, frente los hoteles de lujo clásicos y los edificios más emblemáticos
del capitalismo español. Lo percibí como una señal premonitoria del proceso de
dualización social en curso que constituía el factor convocante de la
manifestación.
Llegué al
edificio del congreso veinte minutos antes de la hora oficial de la
concentración. Había muchísima gente que, siguiendo las convenciones de las
movilizaciones al uso, habían ocupado las primeras líneas frente a los leones
del edificio. Allí se encontraba el núcleo convocante, en el que se hacían
visibles las pancartas y algunas banderas de partidos y sindicatos. Sobre este
centro la gente se apilaba de forma similar a círculos concéntricos. El centro
estaba densamente ocupado por una masa compacta que imposibilitaba el tránsito
hacia la carrera de San Jerónimo. En la hora siguiente seguían llegando riadas
de personas por ambos lados llegando a formar una concentración muy
considerable.
Cuando a la
hora convenida, desde el lugar central que ocupaban los organizadores, se comenzó a gritar los eslóganes de la convocatoria,
se puso de manifiesto la escasa homogeneidad de la multitud presente. Contrastaba
la acreditada experiencia del núcleo convocante, participante en las
manifestaciones sindicales y políticas de los años de la madurez del régimen
del 78, que comenzaron tras la huelga general del 89, con una considerable
parte de los asistentes, que apenas seguían los lemas que se cantaban desde los
lugares próximos a las puertas del Congreso.
El ambiente
general condensaba dos sentimientos asociados: la indignación y el miedo. Estos
eran los factores de cohesión de la multitud presente. Así el grito más seguido
fue el de “ladrones”, así como las pitadas y los abucheos sin palabras. También
todo lo que aludía a Rajoy, convertido en el símbolo de las políticas
regresivas. Pero, cuando desde el núcleo central se gritaba “el pueblo unido
jamás será vencido” y otros del repertorio clásico, apenas tenían seguimiento
en las sucesivas capas de concentrados.
La escasa
cohesión de los manifestantes se deriva de los avatares de su memoria
colectiva, que remite a un tiempo de ganancias en prestaciones, salarios, derechos,
condiciones de trabajo y de vida que conforman un imaginario optimista, en el
que la movilidad social para sus descendientes parece asegurada. Este tiempo se
quiebra bruscamente con la conmoción derivada del acontecimiento al que
denominan “la crisis”, que inicia un proceso de pérdidas graduales, acompañadas
por amenazas crecientes, que termina por instalarse en la realidad de forma
permanente. Esta situación percibida como excepcional, en tanto que toda crisis
tiene un final, activa el imaginario del pesimismo y los temores colectivos. La
colisión entre ambos imaginarios genera una desestabilización temporal muy
considerable en los afectados.
De ahí resulta un estado de turbación que se
refuerza mediante la permanencia de categorías vividas en el pasado pero ahora
desprovistas de factibilidad. Así el presente se vive con unas ideas que son desmentidas por los
acontecimientos.
En esta
situación de fractura del imaginario colectivo es inevitable la desorientación.
Los jubilados se encuentran frente a situaciones que desbordan sus esquemas
cognitivos orientados al pasado. Esta crisis de inteligibilidad se refuerza en
tanto que una de las dimensiones del cambio social es la hipermediatización,
que implica la conversión de los jubilados en espectadores compulsivos de
información televisiva. La televisión produce el espectáculo de la política,
que es constituido mediante sus propias reglas. Así se construye una narrativa
que tiene un impacto en las audiencias masivas del producto
información-política. Los héroes de esta narrativa son los expertos en
gobernabilidad, economistas, abogados politólogos y sociólogos principalmente, que definen aquello que es posible y cuáles
son los límites de las acciones. Los políticos deben atenerse a las reglas
severas de esta teatralización.
Así, los
concentrados actúan en coherencia con la trama del teatro político, adquiriendo
la condición de héroes por un día en esta representación. Los sentidos de todas
las acciones y comunicaciones se encuentran determinados por su emisión en el
altavoz de las programaciones. Las cámaras adquieren un protagonismo
incuestionable. Así todos se ajustan al canon mediático. En la plaza de las
Cortes esto se hace visible mediante las certezas del núcleo convocante,
modelado en las mesas de negociación de los últimos cuarenta años, que
entienden la movilización como un argumento a favor de un pacto. Pero en las
sucesivas capas de concentrados se formula la duda derivada de su estatuto de
consumidores de información política televisiva. Esta es la inducida por los
expertos acerca de la inviabilidad de las pensiones por ausencia de recursos.
Así se explica que la indignación general conviviese con la desesperanza
inducida por esta duda.
Siguiendo
los códigos de la narración mediática, todo se resuelve por el desplazamiento
de un malvado que concentra la responsabilidad, en espera de la aparición de un
benefactor que resuelva el problema. En intervalos temporales dilatados, esta
presunción ha socavado la potencialidad del pesoe, que pasó de héroe
universalizador de servicios públicos esenciales a traidor que los deniega. De
este modo, los movilizados en la plaza estaban produciendo un acontecimiento
que puede tener un impacto electoral, redistribuyendo las cuotas de los
partidos. Esta era la significación vivida en la concentración. Se
sobreentiende que esta puede castigar a los malos en espera de la emergencia de
los que aseguren el poder adquisitivo de las pensiones.
Pero esta
narrativa reproducida en los medios de comunicación en los que proliferan
distintas versiones del mismo relato, oculta una cuestión esencial. En el nuevo
capitalismo global las democracias reducen drásticamente su campo de acción que
se encuentra acotado por las poderosas fuerzas económicas globales. Los
partidos de turno se encuentran en una situación de cautividad con respecto a
las corporaciones y las empresas. Este dispositivo de beneficiarios de las
políticas neoliberales, que se puede definir como el conjunto de agentes
económicos que obtienen beneficios muy cuantiosos de la desregulación del
trabajo, las políticas fiscales y la reducción del estado asistencial, es quien
verdaderamente impulsa la reducción de las pensiones, así como de la sanidad y
educación públicas y los servicios sociales.
Así, no es
Rajoy o el pepé, sino varios millones de personas a los que “la crisis” ha
favorecido incuestionablemente. Este complejo de empresarios, banqueros, profesiones de élite y otras categorías
vinculadas a la economía especulativa, tiene un poder esencial. Se trata de su
capacidad para castigar a cualquier gobierno mediante la desinversión. Así
ejerce un chantaje permanente sobre quien pueda desafiar a sus privilegios. En
este tiempo las grandes empresas hacen públicos sus cuantiosos beneficios de
forma impúdica. En coherencia con esta premisa la defensa del nivel de las
pensiones se inscribe en una contienda de mayor rango. Si los perjudicados no
generan una energía que cristalice en una fuerza capaz de oponerse
efectivamente al complejo de los beneficiados no es posible un cambio en su
favor. El caso de Grecia es paradigmático.
En la plaza
había pocas señales de energía creativa y lucidez. Así el acontecimiento tiende
a resolverse mediante una reestructuración de las instituciones políticas a
favor del ascenso de algún nuevo partido que se va a encontrar con el complejo
de los intereses de los beneficiarios. El resultado inevitable es la ingeniería
financiera y simbólica para paliar la situación hasta el próximo episodio en la
secuencia de desposesión de los jubilados y sus acompañantes, los trabajadores
empobrecidos y las víctimas de la desasistencialización.
La izquierda
política, radicalmente extraviada en el laberinto de las ficciones políticas
mediatizadas, es aficionada a las grandes concentraciones celebrativas y
rituales carentes de efectos. Por eso privilegia las jornadas y otras formas
pretendidamente a lo grande. Pero la perspectiva ausente de constituir una
fuerza social capaz de confrontarse con eficacia con el complejo de fuerzas que
sustentan el poder, implica que lo grande tiene que sostenerse por la
multiplicación de lo pequeño. En la concentración pude constatar la gran
potencialidad de la gente jubilada. Allí había muchas personas en un estado
físico y mental excelente y una
disposición aceptable.
Si estos
fueran liberados de su condición de espectadores y de la función de soporte del
espectáculo político televisado, para ser convertidos en actores, se estarían
sentando las bases de un cambio efectivo. Así sería posible que recuperasen la
capacidad de imaginar, que los eximiría del chantaje ejercido por los
beneficiados múltiples que se ejerce en las mesas de negociación y en las pizarras
de los platós televisivos.
He imaginado
la creación de unas nuevas comisiones análogas a las comisiones obreras que
surgieron en el seno de los sindicatos verticales del franquismo. Estas pueden
ser unas comisiones de jubilados que realizasen actuaciones micro en múltiples
espacios. El impacto de estos pequeños grupos que se hicieran presentes en
paradas de transportes públicos, mercados, colegios, universidades, museos…Para
ello tendrían que desprenderse de la falsa ilusión de ser mayoritarios, que se
revive en las grandes concentraciones de masas.
La potencialidad de estas actuaciones es incuestionable. Una versión de
esta línea de actuación es la que tiene lugar en Bilbao, donde las
concentraciones son manifiestamente trabajadas por la acción de agentes que se
mueven en las realidades micro.
Esta vía
puede hacer posible la esperanza de salir de esta situación y trascender las
concentraciones presididas por la desesperanza, el cabreo, el temor y la
esperanza infundada de que se consume una “aparición” de un ser extrahumano que
nos redima, al estilo de las revelaciones de Lourdes o Fátima. La quimera de una primavera que solo cambie las proporciones de los asentados en los parlamentos es una quimera que termina por didolverse en el aire.
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