Este texto
pretende presentar una visión diferente a la imperante en los medios de
comunicación acerca del colapso automovilístico sucedido tras la gran nevada de
Reyes, en la que numerosos conductores quedaron atrapados en distintas
carreteras y autovías. El título del
post rememora a “Las uvas de la ira”, la novela imperecedera de John Steimbeck.
En este caso, tras la ceremonia canónica de las uvas para recibir al recién
llegado 2018, se produce el acontecimiento de origen meteorológico que ocasiona una energía política poco común
en la España del presente. La ira de los atrapados en la autopista suscita un
sentimiento de indignación en la misteriosa opinión pública, mucho más intensa
que la provocada por otros acontecimientos críticos de mayor impacto, así como
los reproches a la actuación del
gobierno por su escasa diligencia en la gestión del evento, así como su
incapacidad de asumir su propia responsabilidad y aceptar críticas.
Comparto los
principales argumentos de los que reprueban la actuación gubernamental,
haciendo énfasis en la acreditada insolvencia e incompetencia de muchas de las
empresas beneficiarias de las privatizaciones de servicios públicos. Pero me
parece pertinente subrayar algunos aspectos esenciales que permanecen ocultos
en los esquemas que sustentan a los analistas mediáticos y los expertos de
guardia. Entre los más importantes se puede aludir a los efectos de los puentes
o la acumulación de fechas festivas sobre algunas áreas críticas de las
sociedades del presente, así como la naturaleza de la condición de ciudadano, que
se ha modificado radicalmente. El arquetipo de ciudadano racional social, parte
indisoluble de una comunidad nacional, se disipa progresivamente a favor de un
nuevo prototipo individual portador de unos rasgos contrapuestos con el mismo.
Un filósofo
tan solvente como Habermas, enunció el concepto de privatismo civil, imperante
en las sociedades que define como “capitalismo tardío”. Esta fértil noción
apela al creciente desinterés de las personas por el sistema político, que refuerza
la orientación a su privacidad, articulada en torno a la familia y el trabajo
principalmente. El privatismo civil se conforma como un elemento complementario
e inseparable de la democracia formal. La expansión permanente de la
racionalidad administrativa estatal colisiona con los mundos de la vida,
resultando de esta contradicción el privatismo civil. Este no puede ser
entendido como un rechazo frontal a lo político-estatal, sino como, en palabras
de Habermas, “una elevada orientación al output estatal, que se contrapone con
una escasa orientación al imput. De esta situación se deriva un ámbito público
despolitizado, que se sustancia en una crisis de legitimación permanente.
La validez
de este concepto, el de un “ciudadano” exigente a la administración pública,
pero con escasa disposición a participar ni contribuir, se hace patente y se
intensifica. Los procesos de transformación social acaecidos desde los años
ochenta en la dirección de una sociedad neoliberal avanzada, remodelan drásticamente
esta noción. En tanto que el capitalismo tardío teorizado por Habermas se
disuelve en una nueva sociedad nucleada en torno al mercado emergente,
escoltado por sus instituciones principales, tales como la mediatización, el
marketing, la publicidad, la gestión, la psicologización y la medicalización,
entre otras.
En este
conjunto, el viejo tejido social, en el que prevalecen las familias, los grupos
profesionales y las comunidades locales, declina en favor de las nuevas
categorías sociales derivadas de las nuevas estructuras e instituciones. De
esta mutación resulta un arquetipo individual radicalmente nuevo, que se
encuentra vinculado al concepto habermasiano de privatismo civil. Pero el
mercado total emergente impone un principio de individuación que va más mucho allá
de la piadosa formulación de Habermas.
La enérgica
irrupción de la individuación neoliberal modifica sustancialmente el modo de
ejercicio de la ciudadanía. Esta queda reducida a los intereses de los
distintos colectivos que pujan con las autoridades para hacer valer sus cuotas
en el output estatal. Los distintos colectivos agrupados por sus intereses se
desentienden del conjunto y de los demás contendientes. De este modo, se
refuerzan desigualdades entre los distintos segmentos, multiplicándose los
conflictos-latentes o abiertos- entre los distribuidores del output y los
sectores destinatarios. Los más favorecidos son aquellos beneficiados en el
output, así como los que minimizan sus aportaciones a los imputs en relación a
sus recursos. La posición de influencia sobre los emisores mediáticos reporta a
los poderosos la capacidad de generar estados de opinión favorables a sus
intereses en detrimento de los intereses débiles. La ciudadanía queda así severamente
fraccionada. La libertad y la igualdad son reformuladas, afectando a distintas
categorías sociales según un gradiente de beneficiarios y perjudicados.
En este
escenario la libertad es entendida como el establecimiento de límites y
garantías a la intervención estatal. De este modo, las sanciones tributarias o
automovilísticas generan solidaridades intensas y climas de opinión pública que
se asemejan a la antigua fraternidad. Por el contrario, los climas débiles con
respecto a la corrupción, entendida en términos globales, propician la
preponderancia política de los fuertes, que pueden presionar al estado para
salvaguardar sus intereses. La desigualdad social se explicita en la selección
y el tratamiento de los contenidos en los medios y en las políticas públicas.
En este tiempo adquiere la forma de desigualdad política contundente.
Los
intereses débiles no suscitan el interés general, siendo tratados episódicamente en los
medios mediante la presentación de imágenes de casos límite separados de lo
político. Las pésimas condiciones de trabajo en numerosos sectores, la
precarización, el trabajo desregulado, el retroceso de las políticas sociales o
la regresión de la asistencia sanitaria, producen un cortejo variado de víctimas,
apenas suscitan atención o interés público. La incapacidad de convertirse en
actores políticos y hacerse presente en esta selectiva sociedad
político-mediática es proverbial.
En este
contexto llama poderosamente la atención la gran envergadura del clamor que se
produce por el colapso de las autopistas por las nevadas. Los medios magnifican
los malestares de los conductores atrapados por la mala gestión gubernamental.
Un factor invariante en todas las catástrofes en España radica en el uso del fin
de semana de las autoridades en la versión de señores del pepé. En el Prestige,
en el accidente de la discoteca de Madrid y en otros, Fraga, Ana Botella y
otros acreditados señores de abolengo, supeditan a sus actividades de ocio sus
responsabilidades. En este caso, Zoido ha representado este guion de forma
creativa. Un verdadero señor de Sevilla -nada menos- que coloca en su equipo a
sus amigos de actividades empresariales y de ocio distinguido en los clubs
exclusivos de la sociedad sevillana. El palco del Sánchez Pizjuán es el espacio
sagrado de las élites locales de antes y de después de la modernización. En una
jornada en la que el Betis es el visitante la presencia es obligatoria y se
sobrepone a todo lo demás.
Pero este
evento suscita una ira y una solidaridad insólita en relación con otros
problemas sociales. Las víctimas del raquitismo del sistema de ayudas a la
dependencia, la tasa de paro juvenil o
las condiciones de los mayores en las sociedades rurales, no llegan al alto
rango de interés que suscitan los automovilistas atrapados. Esta disonancia no
es producto de la casualidad. Por el contrario, se encuentra determinada por la
importancia transversal en el sistema político y social de los motorizados. El
automóvil representa la verdadera religión compartida en tan avanzadas
sociedades.
Porque el
automóvil no es solo un medio de transporte. Se trata de una auténtica
experiencia personal intercalada en la cotidianeidad. La vivencia de una
situación de reclusión en una cabina cerrada en la que las normas e imperativos
sociales se difuminan, constituye una verdadera vivencia compensatoria en una
sociedad cada vez más programada más allá de lo político. La cabina que se
desliza sobre las vías es una práctica que cristaliza en una fuga provisional, un
intervalo de compensación de los rigores de la convivencia, que en el presente
adquiere la forma de competencia.
Así, la
libertad se sobreentiende como “libertad en marcha”. En la cabina, el sujeto
contemporáneo experimenta una sensación de liberación de lo real. En este
espacio no se percibe como un sujeto determinado por una posición en un
gradiente que se modifica permanentemente, sino un habitáculo en el que se
siente liberado de las coacciones sociales. La experiencia automovilística
representa la liberación de lo real y la factibilidad de vivir una experiencia
eximida de constricciones. Esta interpretación permite comprender la adicción
al automóvil de los estratos sociales ubicados en posiciones sociales dotadas
con menores recursos.
El resultado
es que las carreteras devienen en objetos sagrados, que, en el caso que nos
ocupa, han sido violadas por la inacción e incompetencia de la administración. Este
acontecimiento tiene un rango superior al de las numerosas familias que esperan
años ayudas por discapacidades o al de los numerosos trabajadores pobres,
receptores de salarios de miseria. No, esos son cuestiones profanas que no
alcanzan el estatuto de sagradas. Así, la ira de encapsulados, la atención
mediática preferente y el estado de censura al gobierno se hacen inteligibles.
El primer mandamiento es mantener las carreteras abiertas sobreponiéndose a los
efectos climatológicos adversos.
En los
discursos de los profanos, cuando son interpelados por reporteros de las
televisiones, sobresalen los términos siguientes: hospitales y autopistas.
Después vienen las escuelas y colegios, para asegurar el encierro provisional
de los mozalbetes, para que las familias alcancen su plenitud cotidiana en el
trabajo y en el consumo, que como bien es sabido, implica numerosas actividades
realizadas en espacios distintos, a las que es menester hacerse presentes
mediante el desplazamiento en las cabinas con ruedas. Esta es la (pen)última versión del privatismo civil de Habermas, convertido ahora en privatismo de cabina móvil. La experiencia motorizada se sustancia en una liberación provisional de lo real. Pero la naturaleza interfiere en ocasiones las ficciones de tan ilusorios ciudadanos-conductores.
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