Las reformas
universitarias han modificado radicalmente las prácticas de esta institución.
En los años en que he estado presente en esta he podido vivir esa mudanza.
Comparto la crítica de la clase magistral como fuente de aprendizaje. Esta
institución tan solo ofrecía clases teóricas antes de las reformas. La
demolición de las mismas ha dado lugar a unas actividades instauradas sobre el
principio de activar al estudiante en la construcción de su aprendizaje. El
resultado ha sido catastrófico. Las clases de los viejos maestros han sido
reemplazadas por un conjunto de actividades dispersas que se asemejan a la
animación, presididas por la redundancia, vaciadas de contenido y desprovistas
de exigencia. Su multiplicación genera un tedio general institucional insoportable.
La institución queda así reducida a una fábrica mecanizada de manufacturas de
productos low cost profesional e intelectual.
En este blog
he analizado esta realidad en un post “De la clase magistral a la fábrica de lacharla”. Este concepto lo tomo de Paolo Virno, uno de los autores que me
alumbran en estos últimos quince años. La decadencia de la clase de autor para
instaurar la era de la charla es un verdadero acontecimiento. El nivel de
exigencia de los trabajos prácticos, de las exposiciones y de los métodos
colaborativos al uso es, en general, deplorable. En los últimos años algunos
estudiantes inteligentes me han hecho saber su decepción por el bajo nivel de las
exposiciones, las actividades y las prácticas. La clase convencional abre el
camino a la tertulia, que es el género del periodismo audiovisual que toma el
espacio de las viejas clases. El sistema mediático desplaza así al viejo
sistema universitario.
En algunas
ocasiones he vivido tensiones con algunos estudiantes que se mostraban molestos
cuando les decía que sus opiniones carecían de interés para mí. Tan solo ponía
atención en sus posiciones, que es algo diferente, fundamentado en fuentes, una
elaboración y argumentaciones. Lo más duro para mí fue ser testigo de presentaciones
power point de alumnos, en las que desplumaban a un autor simplificando su obra
hasta un punto insólito. A veces llegaba a casa y le decía irónicamente a
Carmen “cierra las ventanas que esta noche va a salir de su tumba Pierre
Bourdieu lleno de ira por las invocaciones triviales de algunos compradores de
créditos”.
Esta
metamorfosis de la universidad se corresponde con un proyecto global que guía
las reformas. Las actividades colaborativas en pequeños grupos son muy
exigentes en trabajo y tiempo de dedicación para los docentes. En consecuencia,
son caras en términos de tiempo y salarios de docentes, en tanto que exigen
grupos pequeños. Por el contrario, en un grupo de cuarenta o cincuenta
estudiantes y dos sesiones semanales, cualquier actividad práctica deviene en
una simulación, que tiene la ventaja de ser barata. De ahí el providencial
recurso de la tertulia, que no requiere de programación, tratamiento ni
conclusiones. En ciencias humanas y sociales basta aludir a un tema inscrito en
lo mediático para desencadenar una cadena de intervenciones que tienden a
dispersarse y consumir el tiempo de la clase, que siempre concluye dando paso a
la siguiente. En esta situación el docente no desempeña papel alguno y renuncia
de facto a la dirección, transformándose en un animador al modo de la
sacramental televisión.
Alarmado por
el progreso de la fábrica de la charla, hace unos años programé una actividad a
la contra. Invité a los estudiantes de uno de los grupos, que desconocían lo
que era una clase magistral, a realizar una que tenía la pretensión de ser una
verdadera experiencia personal para ellos. Les conté mis experiencias juveniles
en la universidad complutense como alumno de clase de maestros tales como José
Luis Sampedro, Luis Angel Rojo, Gonzalo Anes, Salvador Lissaarrague y otros,
que ejercían como tales sin pudor ninguno. Se aceptó la propuesta con cierto
escepticismo, en tanto que, como operarios de la novísima fábrica de la charla,
ya estaban socializados en la demolición de los autores clásicos, cuyas obras
habían sido faenadas y despiezadas al estilo de los productos de los barcos de
pesca.
Una de las
personas más adecuadas para impartir esa clase con mayúsculas era el maestro
Juan Carlos Rodríguez. Lo había conocido en un acto en la facultad, que
despertó mi curiosidad, por lo que acudí a una de sus clases en la facultad de
letras, en la que confirmé mis impresiones. En ambas ocasiones experimenté una
sensación de posmodernidad atenuada, al constatar que su magisterio era
compartido por una buena parte de los estudiantes congregados en ella,
estimulados por la posibilidad de aprender algo en las exposiciones tan
singulares y sólidas de quien ejercía como profesor-autor.
Juan Carlos
Rodríguez era catedrático de Sociología de la Literatura en el departamento de
Literatura Española. Su presencia anunciaba inequívocamente a una persona que
no debía su posición académica a las actividades relacionales de la disciplina,
con sus entramados de tribunales y sus mercados cautivos de libros sustentados
en los intercambios, sino, por el contrario, a su capacidad de pensar,
proponer, crear y decir, explicitada en una obra radicalmente singular y
enciclopédica, elaborada en varios entornos y tiempos distintos. Su vínculo con
el mundo que le rodeaba se podía sintetizar con su autodefinición de autor
marxista, que en los últimos años se encontraba particularmente penalizada por
el viaje emprendido por muchos de los que compartieron esta etiqueta hacia
posiciones compatibles con el imaginario resultante de los procesos históricos
del postfranquismo.
Sin ánimo de
glosar su obra, Juan Carlos no era un universitario al uso, enclavado en una
disciplina que cerca su obra. Por el contrario, era uno de aquellos
universalistas que en la modernidad fueron denominados como intelectuales, de
tal forma que su saber no podía encuadrarse en las casillas resultantes de la
división académica del trabajo especificada en la matriz disciplinar
universitaria. Así, resultaba un autor asentado sobre el entramado de saberes
que cristaliza en los años sesenta y setenta. Su origen remite a esta época, en
la que colaboró con Althusser en el crisol intelectual de la Francia de esta
época.
Pero su
aspecto más atractivo radicaba en que su obra se había alumbrado en un tiempo
adverso. Los sentidos que la presidían se contraponían con el devenir de un
sistema político y cultural hipotecado desde su comienzo, que tuvo que pagar
sus pesados débitos conformando una extraña realidad que ahora se comienza a
definir como “régimen del 78”. Ese tiempo impostor con respecto a sus mismos
referentes iniciales situó a Juan Carlos en una situación extraña, en la que su
obra se desplazaba a un confín borroso. Me he preguntado cómo habría vivido
personalmente este proceso que ha desembocado en el presente del control de la
producción del conocimiento controlada por las agencias. No puedo imaginar a
Juan Carlos ante un tribunal de evaluación formado por burócratas del conocimiento.
Tampoco remitiendo su obra para que fuera acreditada por los tecnócratas de la
evaluación, investidos por una autoridad extraña a la producción del
conocimiento.
El caso es
que aceptó la idea de la clase. Había un aspecto singular derivado de la
irracionalidad del laberinto disciplinar universitario y de sus cuestiones
fronterizas. Él había obtenido su cátedra de Sociología de la Literatura muchos
años antes de la constitución del departamento de sociología. Toda su carrera
tuvo lugar en el departamento de Literatura Española, que detentaba un
prestigio muy relevante en la universidad de Granada. En la obra de Juan Carlos
había una sociología, así como otras disciplinas. Nunca había sido invitado a
la nueva facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Su perfil se encontraba
excluido de la nueva facultad, productora de saberes que se referencian en la
cocina de la masa de datos, y cuya pretensión era asentar una disciplina
fundada en un territorio blindado ante las demás, consideradas como posibles
invasoras de los territorios propios.
El día de la
clase se presentó con un texto que había escrito para la misma. El texto
escrito es uno de los elementos esenciales del viejo orden académico, en el que
los maestros presentan sus reflexiones. Me causó una fuerte impresión que lo
hubiera preparado para una clase “ordinaria”, desprovista de honores rituales y
regida por un don nadie académico. Esperaba mucho de un encuentro entre un
sobreviviente de la vieja élite académica y un medio dominado por la entonces
incipiente fábrica de la charla. La clase estaba casi llena, aunque había
varias personas externas a la misma. Algunos estudiantes mostraron su
desinterés por una actividad exterior a la evaluación. Pero el núcleo del grupo
de este curso era muy aceptable, en el que se encontraban varias personas bien
dotadas de talento.
La presencia
de Juan Carlos era imponente. Su manera
de estar no ocultaba su opulencia intelectual y su distancia con el nuevo
tiempo cargado de equívocos. El oficio de viejo profesor autor era puesto en
escena de modo impecable. Al comenzar, apareció un problema no previsto por mí.
Se trataba de la ausencia del único elemento líquido complementario a tan
sólida intervención: el agua. La oralidad de los profesores autores es convencionalmente
reforzada mediante sorbos de agua autoadministrada en las pausas.
Entonces
sucedió algo insólito. En la sala estaba un estudiante con el que mantuve
extrañas relaciones durante varios años. Se trataba de un chico muy joven que
era concejal del PP en un municipio importante de la provincia. Él asistía
siempre a mis clases y se ubicaba en la primera fila, posición desde la que
emitía señales de aprobación a todas mis afirmaciones. Su prodigalidad en
elogios a mi persona contrastaba con la frugalidad de sus trabajos. El primer
año que cursó la asignatura se presentó
el mes de mayo en la tutoría para decirme que, dado que estaba participando en
la campaña de las elecciones municipales, su carrera política le impedía
completar la asignatura. Le deseé suerte en su carrera y le suspendí. El año
siguiente tuvimos una incidencia que terminó también en desencuentro. Tenía que
hacer un trabajo empírico y lo hizo en su propio pueblo. Al no cumplir la fecha
de entrega me dijo que “su gente no le había entregado los datos de su trabajo
de campo”. Cuando le pregunté a qué gente se refería contestó diciendo que eran
funcionarios de su departamento. También suspendió.
Este era el
tercer año. Su comportamiento en el aula era muy aristocrático respecto a sus
compañeros. Me pedía permiso para responder llamadas de móvil alegando que eran
profesionales. El día de la intervención de Juan Carlos se hizo presente el
dios azar. Resulta que al comenzar la clase, se levantó a responder a una
llamada desde la primera fila, entonces Juan Carlos pidió agua y dirigiéndose a
él que estaba en la puerta le dijo “Tú tráeme agua”. Para él fue una
humillación estrepitosa. Me miró y me preguntó que donde podía encontrar el
agua. Le indiqué que tenía dos alternativas: el bar o la máquina de refrescos.
En unos minutos apareció portando un botellín que dejó encima de la mesa.
Cuando después se lo contamos a Juan Carlos nos reímos de esta anécdota. Pero
no nos engañemos, dicen que quien ríe el último ríe mejor. Terminó la carrera y
la última noticia que tuve de él es que había montado una empresa de viajes.
Eso para un miembro del PP es una garantía de éxito.
La intervención de Juan Carlos resultó bien, aún a pesar de los problemas de desconexión de los tiempos vividos. Su sólida retórica y su porte causó una fuerte impresión en la mayoría de la gente. Pero su tono de profesor fuerte incrementó el distanciamiento de muchos estudiantes. El nuevo orden de la fábrica de la charla está habitado por profesores proletarizados dedicados a hacer méritos para obtener un lugar en el mismo. La satisfacción del cliente comprador de créditos es su código. De ese modo ejerce de animador y de seductor. Su trabajo consiste en elogiarlos e igualarlos en un producto que adquiere la forma de sopa sociológica sobre la que flotan los tropezones. Esa es la forma de igualarlos a todos en la cola de espera.
La intervención de Juan Carlos resultó bien, aún a pesar de los problemas de desconexión de los tiempos vividos. Su sólida retórica y su porte causó una fuerte impresión en la mayoría de la gente. Pero su tono de profesor fuerte incrementó el distanciamiento de muchos estudiantes. El nuevo orden de la fábrica de la charla está habitado por profesores proletarizados dedicados a hacer méritos para obtener un lugar en el mismo. La satisfacción del cliente comprador de créditos es su código. De ese modo ejerce de animador y de seductor. Su trabajo consiste en elogiarlos e igualarlos en un producto que adquiere la forma de sopa sociológica sobre la que flotan los tropezones. Esa es la forma de igualarlos a todos en la cola de espera.
Juan Carlos
escenificaba el viejo orden universitario en el que el estudiante es un
aprendiz. En este los ritos de paso son duros y el maestro los oficia mediante
la constatación de la distancia. Así, cuando un estudiante le preguntó una
cuestión relacionada con Lipovetsky, le respondió diciéndole que este autor era
un gilipollas. Soy un experimentado profe que ha vivido intensamente este
tránsito. Insisto en el argumento de la animación. Esta tiene como supuesto que
lo importante es participar por participar. En el orden escolar de la fábrica
de la charla los estudiantes ya no son aprendices, son tratados mediante la
emulación y la simulación del debate. En este orden el gran Juan Carlos no
tiene sitio.
Imagino
ahora a muchos profesores de sociología comenzando su clase diciendo “Hoy vamos
a dedicar la clase al debate de la muerte de Diana Quer”. La respuesta es la
proliferación de exposiciones que tienden a expresar los egos tan cultivados en
las sociedades post. Así se teje una complicidad que hace vivible la larga
espera hasta llegar a ubicarse en los umbrales del mercado de trabajo.
Un fuerte
abrazo para Juan Carlos Rodríguez. Lo mejor que puede hacer quien lo
reivindique es leerlo.
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