lunes, 29 de enero de 2018

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ EN LA FÁBRICA DE LA CHARLA







Las reformas universitarias han modificado radicalmente las prácticas de esta institución. En los años en que he estado presente en esta he podido vivir esa mudanza. Comparto la crítica de la clase magistral como fuente de aprendizaje. Esta institución tan solo ofrecía clases teóricas antes de las reformas. La demolición de las mismas ha dado lugar a unas actividades instauradas sobre el principio de activar al estudiante en la construcción de su aprendizaje. El resultado ha sido catastrófico. Las clases de los viejos maestros han sido reemplazadas por un conjunto de actividades dispersas que se asemejan a la animación, presididas por la redundancia, vaciadas de contenido y desprovistas de exigencia. Su multiplicación genera un tedio general institucional insoportable. La institución queda así reducida a una fábrica mecanizada de manufacturas de productos low cost profesional e intelectual.

En este blog he analizado esta realidad en un post “De la clase magistral a la fábrica de lacharla”. Este concepto lo tomo de Paolo Virno, uno de los autores que me alumbran en estos últimos quince años. La decadencia de la clase de autor para instaurar la era de la charla es un verdadero acontecimiento. El nivel de exigencia de los trabajos prácticos, de las exposiciones y de los métodos colaborativos al uso es, en general, deplorable. En los últimos años algunos estudiantes inteligentes me han hecho saber su decepción por el bajo nivel de las exposiciones, las actividades y las prácticas. La clase convencional abre el camino a la tertulia, que es el género del periodismo audiovisual que toma el espacio de las viejas clases. El sistema mediático desplaza así al viejo sistema universitario.

En algunas ocasiones he vivido tensiones con algunos estudiantes que se mostraban molestos cuando les decía que sus opiniones carecían de interés para mí. Tan solo ponía atención en sus posiciones, que es algo diferente, fundamentado en fuentes, una elaboración y argumentaciones. Lo más duro para mí fue ser testigo de presentaciones power point de alumnos, en las que desplumaban a un autor simplificando su obra hasta un punto insólito. A veces llegaba a casa y le decía irónicamente a Carmen “cierra las ventanas que esta noche va a salir de su tumba Pierre Bourdieu lleno de ira por las invocaciones triviales de algunos compradores de créditos”.

Esta metamorfosis de la universidad se corresponde con un proyecto global que guía las reformas. Las actividades colaborativas en pequeños grupos son muy exigentes en trabajo y tiempo de dedicación para los docentes. En consecuencia, son caras en términos de tiempo y salarios de docentes, en tanto que exigen grupos pequeños. Por el contrario, en un grupo de cuarenta o cincuenta estudiantes y dos sesiones semanales, cualquier actividad práctica deviene en una simulación, que tiene la ventaja de ser barata. De ahí el providencial recurso de la tertulia, que no requiere de programación, tratamiento ni conclusiones. En ciencias humanas y sociales basta aludir a un tema inscrito en lo mediático para desencadenar una cadena de intervenciones que tienden a dispersarse y consumir el tiempo de la clase, que siempre concluye dando paso a la siguiente. En esta situación el docente no desempeña papel alguno y renuncia de facto a la dirección, transformándose en un animador al modo de la sacramental televisión.

Alarmado por el progreso de la fábrica de la charla, hace unos años programé una actividad a la contra. Invité a los estudiantes de uno de los grupos, que desconocían lo que era una clase magistral, a realizar una que tenía la pretensión de ser una verdadera experiencia personal para ellos. Les conté mis experiencias juveniles en la universidad complutense como alumno de clase de maestros tales como José Luis Sampedro, Luis Angel Rojo, Gonzalo Anes, Salvador Lissaarrague y otros, que ejercían como tales sin pudor ninguno. Se aceptó la propuesta con cierto escepticismo, en tanto que, como operarios de la novísima fábrica de la charla, ya estaban socializados en la demolición de los autores clásicos, cuyas obras habían sido faenadas y despiezadas al estilo de los productos de los barcos de pesca.

Una de las personas más adecuadas para impartir esa clase con mayúsculas era el maestro Juan Carlos Rodríguez. Lo había conocido en un acto en la facultad, que despertó mi curiosidad, por lo que acudí a una de sus clases en la facultad de letras, en la que confirmé mis impresiones. En ambas ocasiones experimenté una sensación de posmodernidad atenuada, al constatar que su magisterio era compartido por una buena parte de los estudiantes congregados en ella, estimulados por la posibilidad de aprender algo en las exposiciones tan singulares y sólidas de quien ejercía como profesor-autor. 

Juan Carlos Rodríguez era catedrático de Sociología de la Literatura en el departamento de Literatura Española. Su presencia anunciaba inequívocamente a una persona que no debía su posición académica a las actividades relacionales de la disciplina, con sus entramados de tribunales y sus mercados cautivos de libros sustentados en los intercambios, sino, por el contrario, a su capacidad de pensar, proponer, crear y decir, explicitada en una obra radicalmente singular y enciclopédica, elaborada en varios entornos y tiempos distintos. Su vínculo con el mundo que le rodeaba se podía sintetizar con su autodefinición de autor marxista, que en los últimos años se encontraba particularmente penalizada por el viaje emprendido por muchos de los que compartieron esta etiqueta hacia posiciones compatibles con el imaginario resultante de los procesos históricos del postfranquismo.

Sin ánimo de glosar su obra, Juan Carlos no era un universitario al uso, enclavado en una disciplina que cerca su obra. Por el contrario, era uno de aquellos universalistas que en la modernidad fueron denominados como intelectuales, de tal forma que su saber no podía encuadrarse en las casillas resultantes de la división académica del trabajo especificada en la matriz disciplinar universitaria. Así, resultaba un autor asentado sobre el entramado de saberes que cristaliza en los años sesenta y setenta. Su origen remite a esta época, en la que colaboró con Althusser en el crisol intelectual de la Francia de esta época.

Pero su aspecto más atractivo radicaba en que su obra se había alumbrado en un tiempo adverso. Los sentidos que la presidían se contraponían con el devenir de un sistema político y cultural hipotecado desde su comienzo, que tuvo que pagar sus pesados débitos conformando una extraña realidad que ahora se comienza a definir como “régimen del 78”. Ese tiempo impostor con respecto a sus mismos referentes iniciales situó a Juan Carlos en una situación extraña, en la que su obra se desplazaba a un confín borroso. Me he preguntado cómo habría vivido personalmente este proceso que ha desembocado en el presente del control de la producción del conocimiento controlada por las agencias. No puedo imaginar a Juan Carlos ante un tribunal de evaluación formado por burócratas del conocimiento. Tampoco remitiendo su obra para que fuera acreditada por los tecnócratas de la evaluación, investidos por una autoridad extraña a la producción del conocimiento.

El caso es que aceptó la idea de la clase. Había un aspecto singular derivado de la irracionalidad del laberinto disciplinar universitario y de sus cuestiones fronterizas. Él había obtenido su cátedra de Sociología de la Literatura muchos años antes de la constitución del departamento de sociología. Toda su carrera tuvo lugar en el departamento de Literatura Española, que detentaba un prestigio muy relevante en la universidad de Granada. En la obra de Juan Carlos había una sociología, así como otras disciplinas. Nunca había sido invitado a la nueva facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Su perfil se encontraba excluido de la nueva facultad, productora de saberes que se referencian en la cocina de la masa de datos, y cuya pretensión era asentar una disciplina fundada en un territorio blindado ante las demás, consideradas como posibles invasoras de los territorios propios.

El día de la clase se presentó con un texto que había escrito para la misma. El texto escrito es uno de los elementos esenciales del viejo orden académico, en el que los maestros presentan sus reflexiones. Me causó una fuerte impresión que lo hubiera preparado para una clase “ordinaria”, desprovista de honores rituales y regida por un don nadie académico. Esperaba mucho de un encuentro entre un sobreviviente de la vieja élite académica y un medio dominado por la entonces incipiente fábrica de la charla. La clase estaba casi llena, aunque había varias personas externas a la misma. Algunos estudiantes mostraron su desinterés por una actividad exterior a la evaluación. Pero el núcleo del grupo de este curso era muy aceptable, en el que se encontraban varias personas bien dotadas de talento.

La presencia de Juan Carlos era imponente.  Su manera de estar no ocultaba su opulencia intelectual y su distancia con el nuevo tiempo cargado de equívocos. El oficio de viejo profesor autor era puesto en escena de modo impecable. Al comenzar, apareció un problema no previsto por mí. Se trataba de la ausencia del único elemento líquido complementario a tan sólida intervención: el agua. La oralidad de los profesores autores es convencionalmente reforzada mediante sorbos de agua autoadministrada en las pausas.

Entonces sucedió algo insólito. En la sala estaba un estudiante con el que mantuve extrañas relaciones durante varios años. Se trataba de un chico muy joven que era concejal del PP en un municipio importante de la provincia. Él asistía siempre a mis clases y se ubicaba en la primera fila, posición desde la que emitía señales de aprobación a todas mis afirmaciones. Su prodigalidad en elogios a mi persona contrastaba con la frugalidad de sus trabajos. El primer año que cursó  la asignatura se presentó el mes de mayo en la tutoría para decirme que, dado que estaba participando en la campaña de las elecciones municipales, su carrera política le impedía completar la asignatura. Le deseé suerte en su carrera y le suspendí. El año siguiente tuvimos una incidencia que terminó también en desencuentro. Tenía que hacer un trabajo empírico y lo hizo en su propio pueblo. Al no cumplir la fecha de entrega me dijo que “su gente no le había entregado los datos de su trabajo de campo”. Cuando le pregunté a qué gente se refería contestó diciendo que eran funcionarios de su departamento. También suspendió.

Este era el tercer año. Su comportamiento en el aula era muy aristocrático respecto a sus compañeros. Me pedía permiso para responder llamadas de móvil alegando que eran profesionales. El día de la intervención de Juan Carlos se hizo presente el dios azar. Resulta que al comenzar la clase, se levantó a responder a una llamada desde la primera fila, entonces Juan Carlos pidió agua y dirigiéndose a él que estaba en la puerta le dijo “Tú tráeme agua”. Para él fue una humillación estrepitosa. Me miró y me preguntó que donde podía encontrar el agua. Le indiqué que tenía dos alternativas: el bar o la máquina de refrescos. En unos minutos apareció portando un botellín que dejó encima de la mesa. Cuando después se lo contamos a Juan Carlos nos reímos de esta anécdota. Pero no nos engañemos, dicen que quien ríe el último ríe mejor. Terminó la carrera y la última noticia que tuve de él es que había montado una empresa de viajes. Eso para un miembro del PP es una garantía de éxito. 

La intervención de Juan Carlos resultó bien, aún a pesar de los problemas de desconexión de los tiempos vividos. Su sólida retórica y su porte causó una fuerte impresión en la mayoría de la gente. Pero su tono de profesor fuerte incrementó el distanciamiento de muchos estudiantes. El nuevo orden de la fábrica de la charla está habitado por profesores proletarizados dedicados a hacer méritos para obtener un lugar en el mismo. La satisfacción del cliente comprador de créditos es su código. De ese modo ejerce de animador y de seductor. Su trabajo consiste en elogiarlos e igualarlos en un producto que adquiere la forma de sopa sociológica sobre la que flotan los tropezones. Esa es la forma de igualarlos a todos en la cola de espera.

Juan Carlos escenificaba el viejo orden universitario en el que el estudiante es un aprendiz. En este los ritos de paso son duros y el maestro los oficia mediante la constatación de la distancia. Así, cuando un estudiante le preguntó una cuestión relacionada con Lipovetsky, le respondió diciéndole que este autor era un gilipollas. Soy un experimentado profe que ha vivido intensamente este tránsito. Insisto en el argumento de la animación. Esta tiene como supuesto que lo importante es participar por participar. En el orden escolar de la fábrica de la charla los estudiantes ya no son aprendices, son tratados mediante la emulación y la simulación del debate. En este orden el gran Juan Carlos no tiene sitio.

Imagino ahora a muchos profesores de sociología comenzando su clase diciendo “Hoy vamos a dedicar la clase al debate de la muerte de Diana Quer”. La respuesta es la proliferación de exposiciones que tienden a expresar los egos tan cultivados en las sociedades post. Así se teje una complicidad que hace vivible la larga espera hasta llegar a ubicarse en los umbrales del mercado de trabajo.

Un fuerte abrazo para Juan Carlos Rodríguez. Lo mejor que puede hacer quien lo reivindique es leerlo.


domingo, 21 de enero de 2018

NO GRACIAS Y LOS MÉDICOS-HIPOPÓTAMO



La asistencia sanitaria se encuentra encuadrada en la expansión del bienestar, entendido principalmente en términos de consumos.  Pero la sociedad de la abundancia resultante del prodigio de la multiplicación de la productividad lleva aparejada una manifiesta dualización, que en el caso de la atención a la salud implica un exceso para una parte de la población, mientras que otra parte queda inscrita en la carencia. La expansión del sector sanitario se encuentra establecida en lo que me gusta denominar como “la maldición de Engel”. Este es un estadístico alemán que puso de manifiesto que, cuanto más rica es una población, la proporción relativa de los gastos en alimentación disminuye en favor del gasto en el ocio y la cultura. Desde mediados del siglo pasado el incremento de la riqueza es exponencial en los países desarrollados, generando un sector de gasto de grandes proporciones, confirmando la previsión de Engel. Este se encuentra en una expansión constante. Una parte creciente de este gasto es el que se destina a la salud. Así se configura un mercado en expansión permanente, que aporta una cuota considerable al imperativo del crecimiento económico general.

Las imágenes mediáticas de FITUR estos días se asemejan a las de la presentación mediática de las enfermedades estrella, que concitan tecnologías y servicios profesionales a los que acompaña una escalada de las expectativas-necesidades. Así se conforma la economía de la abundancia, en la que coexisten productos sofisticados selectivos –solo para los estratos más pudientes- con productos de masa inscritos en las lógicas de low cost. De estos procesos resulta un sistema sanitario constituido a imagen y semejanza de la nueva economía postfordista. En esta lo que verdaderamente importa es la movilización general continua y la existencia de un gradiente de productos que se renuevan y diferencian incesantemente. Así se genera una asistencia sanitaria que en este blog he denominado como de “todo a cien”, que causa, cuanto menos, los mismos daños que beneficios a sus esforzados usuarios. También los opulentos, que son exprimidos por unos servicios crecientes fundados en la promesa de salud completa, controlada y continuada, liberada de los riesgos y portadora de la promesa de aplazar y minimizar el envejecimiento.

La asistencia sanitaria se encuentra en el epicentro de esta espiral económica. Así, ella misma responde a este ineludible imperativo, que tiene un impacto de gran importancia en las prácticas profesionales médicas. El sobrediagnóstico y sobretratamiento es la consecuencia más importante para sustentar el incremento y la diversificación del mercado sanitario. De este modo, la asistencia médica misma deviene en un factor de riesgo para la población. El crecimiento de lo que se ha denominado como el complejo médico-industrial, acarrea distintos efectos negativos que se expansionan incesantemente. Los peligros que Illich pronosticó a mediados del siglo pasado se acrecientan, generando un horizonte inquietante en el que los efectos secundarios de las actuaciones médicas se constituyen en un factor de morbilidad considerable.

En esta situación se producen cambios en el interior del complejo médico-industrial. La preponderancia en su seno corresponde ahora a la industria farmacéutica beneficiaria de la tercera revolución tecnológica, que invierte grandes recursos económicos en la persuasión a los profesionales para que dispensen generalizadamente sus productos. La profesión médica se encuentra penetrada por una fuerza industrial muy poderosa, con una incuestionable capacidad de producir un imaginario desbocado. Esta desarrolla múltiples estrategias para alcanzar sus fines. En ninguna otra situación anterior los dilemas éticos adquirieron tanta centralidad como en el presente del esplendor de la industria enclavada en el dispositivo central del crecimiento económico y sus imaginarios colectivos asociados.

El poderío de la industria farmacéutica alcanza cotas inusitadas. Su capacidad para intervenir el sector sanitario se encuentra acreditada. Este poder no solo se manifiesta en las cifras del volumen del negocio, así como el de las “inversiones” en el arte de la persuasión. Además, se hace ostensible mediante su capacidad de imponer sus definiciones de las realidades. Aquí radica su lado oscuro. Para ejercer con eficacia tiene que controlar la producción del conocimiento, de modo que este sea congruente con sus funciones e intereses. La colaboración de la profesión médica es un factor imprescindible para preservar el nuevo orden farmacéutico, que en este tiempo tiene que someterse al imperativo de crecer sin fin.

Las definiciones de las situaciones que se derivan de este dispositivo industrial adquieren la condición de una conminación permanente, cristalizando en un sentido común cotidiano compartido. Sus preceptos son aceptados sin ser sometidos a deliberación o cuestionamiento alguno, adquiriendo  una forma de adhesión fundada en un gradiente de coacciones latentes y manifiestas. Así logran el rango de ideas compartidas automáticamente, como las presunciones que fundan una cultura, y que no necesitan de avales empíricos acreditados que las respalden. El resultado es la creación de un orden mental que controla las percepciones de los miembros participantes en las relaciones profesionales. Este monolitismo tiene como fundamento una escenificación teatralizada en la que los actores son las élites profesionales. Al igual que en las culturas, cualquier pretensión de problematizar cualesquiera de sus preceptos-presunciones centrales, es rechazado imperativamente.

La profesión médica se encuentra intervenida totalmente por la industria en cuanto a los supuestos y presunciones que fundamentan su sentido común. Durante casi treinta años he podido vivir la experiencia de ser un extraño en ese paraíso. Los congresos médicos se encuentran intervenidos al cien por cien, sin resquicio alguno. El shock cultural que experimento al presenciar las actividades y los rituales en estos es manifiesto. Pero este se acrecienta cuando lo comento privadamente con profesionales, que tienen su percepción determinada por este sistema. Lo que es natural para los profesionales socializados en esta extraña realidad adquiere para mi mirada extranjera la condición de insólito.

Soy futbolero convicto y confeso y me ocurre lo mismo con la expansión de los juegos de azar y su conquista del futbol por las apuestas. En los cinco últimos años financian y venden sus productos en todos los programas deportivos audiovisuales. Nadie problematiza esta cuestión y cuando la suscito privadamente, adquiero la condición de intruso ubicado en la frontera de lo impertinente, revestido de aguafiestas. Si me interrogo acerca de la compatibilidad entre la educación y las apuestas fundadas en el azar soy remitido inexorablemente a la casilla del cambio de conversación. También he vivido en otros ámbitos muchas situaciones de esta naturaleza. El ritual obligatorio en la universidad española de invitar a comer a todo el tribunal tras el desenlace de la tesis doctoral constituye una de mis perplejidades favoritas. Pero la iniquidad de estas situaciones estriba en que los participantes confirman su censura en cualquier conversación privada, para evadirse de esta y rehuir con posterioridad a quien lo suscitó. No existe otra forma de calificar estas situaciones que con la palabra perversidad, con todas sus cargas asociadas.

En este contexto se hace inteligible la actuación De No Gracias, un colectivo heterogéneo que se distingue por su disentimiento con distintas definiciones, prescripciones, relaciones, prácticas e ideas prevalecientes en la profesión médica. Su significación estriba precisamente en suscitar una confrontación en torno al conocimiento producido y distribuido por la industria y las entidades que la avalan, y aceptado tácitamente por las organizaciones profesionales. Sus actuaciones implican arrojar luz sobre unos espacios deliberadamente oscuros sobre los que se asienta un poder formidable. La información que fluye de este colectivo corroe las bases de ese poder. Su respuesta ante los disidentes es la de desarrollar una cuarentena efectiva de marginación para las informaciones procedentes de los entrometidos, tratando de preservar los espacios profesionales de su control efectivo, asignando a los críticos un estatuto de forasteros de facto. 

No Gracias es una pequeña asociación voluntaria que se confronta con un rival de proporciones colosales. Así se produce una nueva versión de David y Goliat con el riesgo de que no se repita el feliz final de esta narrativa en un tiempo inmediato. La desigualdad de la magnitud de los actores de esta contienda, así como el contenido de la misma, centrada en el conocimiento y la comunicación, confiere una dimensión épica a sus miembros y actividades. Ubicarse en la contra a un poder tan majestuoso, los asemeja a aquellos artistas, poetas, escritores, científicos o intelectuales que han protagonizado los mejores episodios de las sociedades occidentales. La analogía con los enciclopedistas es inevitable. Estos persisten, aún a pesar de la modestia de los resultados y la magnitud de las descalificaciones y las tácticas de invisibilización de que son objeto. Esto otorga grandeza a su resistencia, en la esperanza de que se repita la pauta histórica de que los cambios terminan por producirse. De uno de sus miembros, Juan Gérvas, he escrito en este blog que solo puede ser comprendido como precursor de un tiempo nuevo. Este juicio se puede extender al colectivo de No Gracias.

El mecanismo de defensa de este formidable dispositivo industrial-profesional, consiste en la negación integral a los críticos. El mecanismo principal consiste en el silenciamiento y la exclusión del orden visual de la profesión. Así se genera una paradoja que consiste en que las élites no responden a las cuestiones suscitadas por ellos. Se trata de excluirlos de los territorios profesionales, que hacen factible una censura basada en el excedente de textos, discursos, investigaciones empíricas y comunicaciones. Cuando se plantea alguna cuestión no se responde explícitamente y se espera que se disuelva en el inmenso mar de la producción profesional. En el orden teatral profesional hacen que no les ven. A su vez, los críticos insisten en sus análisis y propuestas como si tuvieran acceso a los territorios profesionales.

Este clima cultural recupera una nueva versión de la propuesta  de Thomas Szasz acerca de la conversión de la medicina en una nueva iglesia. En el tiempo presente la producción de conocimiento focalizada a la obtención de productos industriales dotados de un valor económico sustenta la conversión de conocimiento en dogma. La dogmatización desencadena un proceso de jerarquización del que resultan las élites profesionales. En un contexto así, quienes discuten los dogmas son tratados con métodos equivalentes a los eclesiásticos. Primero conminación al arrepentimiento; después apartamiento, y, por último castigo. Me parece sorprendente observar el campo médico y el desarrollo de No Gracias en el mismo desde esta perspectiva.

Pero, en tanto que este pequeño grupo de profesionales presenta sus cuestiones, avaladas por parte de la inteligencia médica global, en distintas líneas de comunicación en el seno de la profesión médica, no es posible su aislamiento en una sociedad mediatizada. Así sus análisis y propuestas se difunden en distintas redes de comunicación.  De este modo, algunos pacientes afectados por problemas de sobrediagnóstico y sobretratamiento pueden acceder a estas informaciones y problematizar las prescripciones profesionales, planteándose alternativas basadas en otras fuentes de conocimiento exteriores a las verdades oficiales.

En el largo proceso de la enfermedad de Carmen, mi compañera, pudimos constatar la ineficacia de la mayor parte de las actuaciones del sistema sanitario. Este es una máquina de pruebas y distribución de medicamentos, que algunos profesionales cuestionan severamente. Pudimos vivir varias situaciones críticas, algunas de las cuales he contado en el blog.  Aprendimos a valorar la importancia de ser atendidos por un profesional que no actuara mecánicamente, considerando lo específico de la persona, la situación clínica y los distintos problemas integrados en la enfermedad.

En una ocasión vimos en un reportaje televisivo el paso de los grandes herbívoros por los ríos africanos, bien para beber o para cruzarlo en busca de pastos. Los cocodrilos depredadores se cobraban una cuota en vidas de estos animales capturados por su voracidad. En ese reportaje, una cebra atrapada por un cocodrilo en una pata, luchaba por su supervivencia con muy pocas posibilidades. El depredador no la soltaba en espera de que su resistencia decreciese. Entonces, un hipopótamo se situó junto a la cebra y embistió al cocodrilo que tuvo que soltar a la víctima, la cual pudo llegar a tierra.

La analogía con el sistema de atención médica actual es patente. Las actuaciones mecanizadas se cobran una cuota de pacientes víctimas de lo que piadosamente se denomina como efectos secundarios. Pero siempre existe la posibilidad de acceder a algún médico-hipopótamo que pueda ayudar a neutralizar el peligro. Por eso llamábamos médicos-hipopótamos a aquellos que nos habían ayudado a minimizar los terribles efectos de la enfermedad. Inventamos un universo cotidiano de conceptos que todavía tengo en uso, tanto para mí mismo como para mi perra: “Carga química total” que es posible minimizar y otros conceptos similares especificados en palabrotas cotidianas confirmaban este universo privado. Uno que todavía practico es el de cuarentena, que es la situación a la que envío un medicamento sobre el que tengo dudas. 

Por eso, entiendo a los distintos participantes de este colectivo, así como otros varios dotados de una visión autónoma determinada por su conocimiento y experiencia clínica, como los (entrañables) médicos-hipopótamo. He podido contribuir a resolver algunos problemas de alumnos que tras la consulta de un médico-hipopótamo le retiró una medicación inadecuada. Muchas gracias a No Gracias, por sus actuaciones en el presente y en el futuro. Los poderes industriales colosales que necesitan mantener un área oculta y  anestesiar a sus víctimas, son vulnerables, además de censurables.













domingo, 14 de enero de 2018

LA IRA DE LOS AUTOMOVILISTAS DESPUÉS DE LAS UVAS







Este texto pretende presentar una visión diferente a la imperante en los medios de comunicación acerca del colapso automovilístico sucedido tras la gran nevada de Reyes, en la que numerosos conductores quedaron atrapados en distintas carreteras y autovías.  El título del post rememora a “Las uvas de la ira”, la novela imperecedera de John Steimbeck. En este caso, tras la ceremonia canónica de las uvas para recibir al recién llegado 2018, se produce el acontecimiento de origen meteorológico  que ocasiona una energía política poco común en la España del presente. La ira de los atrapados en la autopista suscita un sentimiento de indignación en la misteriosa opinión pública, mucho más intensa que la provocada por otros acontecimientos críticos de mayor impacto, así como los reproches a la actuación del  gobierno por su escasa diligencia en la gestión del evento, así como su incapacidad de asumir su propia responsabilidad y aceptar críticas.

Comparto los principales argumentos de los que reprueban la actuación gubernamental, haciendo énfasis en la acreditada insolvencia e incompetencia de muchas de las empresas beneficiarias de las privatizaciones de servicios públicos. Pero me parece pertinente subrayar algunos aspectos esenciales que permanecen ocultos en los esquemas que sustentan a los analistas mediáticos y los expertos de guardia. Entre los más importantes se puede aludir a los efectos de los puentes o la acumulación de fechas festivas sobre algunas áreas críticas de las sociedades del presente, así como la naturaleza de la condición de ciudadano, que se ha modificado radicalmente. El arquetipo de ciudadano racional social, parte indisoluble de una comunidad nacional, se disipa progresivamente a favor de un nuevo prototipo individual portador de unos rasgos contrapuestos con el mismo.

Un filósofo tan solvente como Habermas, enunció el concepto de privatismo civil, imperante en las sociedades que define como “capitalismo tardío”. Esta fértil noción apela al creciente desinterés de las personas por el sistema político, que refuerza la orientación a su privacidad, articulada en torno a la familia y el trabajo principalmente. El privatismo civil se conforma como un elemento complementario e inseparable de la democracia formal. La expansión permanente de la racionalidad administrativa estatal colisiona con los mundos de la vida, resultando de esta contradicción el privatismo civil. Este no puede ser entendido como un rechazo frontal a lo político-estatal, sino como, en palabras de Habermas, “una elevada orientación al output estatal, que se contrapone con una escasa orientación al imput. De esta situación se deriva un ámbito público despolitizado, que se sustancia en una crisis de legitimación permanente.

La validez de este concepto, el de un “ciudadano” exigente a la administración pública, pero con escasa disposición a participar ni contribuir, se hace patente y se intensifica. Los procesos de transformación social acaecidos desde los años ochenta en la dirección de una sociedad neoliberal avanzada, remodelan drásticamente esta noción. En tanto que el capitalismo tardío teorizado por Habermas se disuelve en una nueva sociedad nucleada en torno al mercado emergente, escoltado por sus instituciones principales, tales como la mediatización, el marketing, la publicidad, la gestión, la psicologización y la medicalización, entre otras.

En este conjunto, el viejo tejido social, en el que prevalecen las familias, los grupos profesionales y las comunidades locales, declina en favor de las nuevas categorías sociales derivadas de las nuevas estructuras e instituciones. De esta mutación resulta un arquetipo individual radicalmente nuevo, que se encuentra vinculado al concepto habermasiano de privatismo civil. Pero el mercado total emergente impone un principio de individuación que va más mucho allá de la piadosa formulación de Habermas. 

La enérgica irrupción de la individuación neoliberal modifica sustancialmente el modo de ejercicio de la ciudadanía. Esta queda reducida a los intereses de los distintos colectivos que pujan con las autoridades para hacer valer sus cuotas en el output estatal. Los distintos colectivos agrupados por sus intereses se desentienden del conjunto y de los demás contendientes. De este modo, se refuerzan desigualdades entre los distintos segmentos, multiplicándose los conflictos-latentes o abiertos- entre los distribuidores del output y los sectores destinatarios. Los más favorecidos son aquellos beneficiados en el output, así como los que minimizan sus aportaciones a los imputs en relación a sus recursos. La posición de influencia sobre los emisores mediáticos reporta a los poderosos la capacidad de generar estados de opinión favorables a sus intereses en detrimento de los intereses débiles. La ciudadanía queda así severamente fraccionada. La libertad y la igualdad son reformuladas, afectando a distintas categorías sociales según un gradiente de beneficiarios y perjudicados. 

En este escenario la libertad es entendida como el establecimiento de límites y garantías a la intervención estatal. De este modo, las sanciones tributarias o automovilísticas generan solidaridades intensas y climas de opinión pública que se asemejan a la antigua fraternidad. Por el contrario, los climas débiles con respecto a la corrupción, entendida en términos globales, propician la preponderancia política de los fuertes, que pueden presionar al estado para salvaguardar sus intereses. La desigualdad social se explicita en la selección y el tratamiento de los contenidos en los medios y en las políticas públicas. En este tiempo adquiere la forma de desigualdad política contundente.

Los intereses débiles no suscitan el interés general, siendo tratados episódicamente en los medios mediante la presentación de imágenes de casos límite separados de lo político. Las pésimas condiciones de trabajo en numerosos sectores, la precarización, el trabajo desregulado, el retroceso de las políticas sociales o la regresión de la asistencia sanitaria, producen un cortejo variado de víctimas, apenas suscitan atención o interés público. La incapacidad de convertirse en actores políticos y hacerse presente en esta selectiva sociedad político-mediática es proverbial. 

En este contexto llama poderosamente la atención la gran envergadura del clamor que se produce por el colapso de las autopistas por las nevadas. Los medios magnifican los malestares de los conductores atrapados por la mala gestión gubernamental. Un factor invariante en todas las catástrofes en España radica en el uso del fin de semana de las autoridades en la versión de señores del pepé. En el Prestige, en el accidente de la discoteca de Madrid y en otros, Fraga, Ana Botella y otros acreditados señores de abolengo, supeditan a sus actividades de ocio sus responsabilidades. En este caso, Zoido ha representado este guion de forma creativa. Un verdadero señor de Sevilla -nada menos- que coloca en su equipo a sus amigos de actividades empresariales y de ocio distinguido en los clubs exclusivos de la sociedad sevillana. El palco del Sánchez Pizjuán es el espacio sagrado de las élites locales de antes y de después de la modernización. En una jornada en la que el Betis es el visitante la presencia es obligatoria y se sobrepone a todo lo demás.

Pero este evento suscita una ira y una solidaridad insólita en relación con otros problemas sociales. Las víctimas del raquitismo del sistema de ayudas a la dependencia,  la tasa de paro juvenil o las condiciones de los mayores en las sociedades rurales, no llegan al alto rango de interés que suscitan los automovilistas atrapados. Esta disonancia no es producto de la casualidad. Por el contrario, se encuentra determinada por la importancia transversal en el sistema político y social de los motorizados. El automóvil representa la verdadera religión compartida en tan avanzadas sociedades.

Porque el automóvil no es solo un medio de transporte. Se trata de una auténtica experiencia personal intercalada en la cotidianeidad. La vivencia de una situación de reclusión en una cabina cerrada en la que las normas e imperativos sociales se difuminan, constituye una verdadera vivencia compensatoria en una sociedad cada vez más programada más allá de lo político. La cabina que se desliza sobre las vías es una práctica que cristaliza en una fuga provisional, un intervalo de compensación de los rigores de la convivencia, que en el presente adquiere la forma de competencia. 

Así, la libertad se sobreentiende como “libertad en marcha”. En la cabina, el sujeto contemporáneo experimenta una sensación de liberación de lo real. En este espacio no se percibe como un sujeto determinado por una posición en un gradiente que se modifica permanentemente, sino un habitáculo en el que se siente liberado de las coacciones sociales. La experiencia automovilística representa la liberación de lo real y la factibilidad de vivir una experiencia eximida de constricciones. Esta interpretación permite comprender la adicción al automóvil de los estratos sociales ubicados en posiciones sociales dotadas con menores recursos.

El resultado es que las carreteras devienen en objetos sagrados, que, en el caso que nos ocupa, han sido violadas por la inacción e incompetencia de la administración. Este acontecimiento tiene un rango superior al de las numerosas familias que esperan años ayudas por discapacidades o al de los numerosos trabajadores pobres, receptores de salarios de miseria. No, esos son cuestiones profanas que no alcanzan el estatuto de sagradas. Así, la ira de encapsulados, la atención mediática preferente y el estado de censura al gobierno se hacen inteligibles. El primer mandamiento es mantener las carreteras abiertas sobreponiéndose a los efectos climatológicos adversos. 

En los discursos de los profanos, cuando son interpelados por reporteros de las televisiones, sobresalen los términos siguientes: hospitales y autopistas. Después vienen las escuelas y colegios, para asegurar el encierro provisional de los mozalbetes, para que las familias alcancen su plenitud cotidiana en el trabajo y en el consumo, que como bien es sabido, implica numerosas actividades realizadas en espacios distintos, a las que es menester hacerse presentes mediante el desplazamiento en las cabinas con ruedas. Esta es la (pen)última versión del privatismo civil de Habermas, convertido ahora en privatismo de cabina móvil. La experiencia motorizada se sustancia en una liberación provisional de lo real. Pero la naturaleza interfiere en ocasiones las ficciones de tan ilusorios ciudadanos-conductores.