DERIVAS DIABÉTICAS
El próximo mes de enero se cumple el veinte aniversario de mi extraño matrimonio con la insulina. En estos años ha modificado mi vida y se ha instalado como un fondo ineludible de la misma. En este tiempo, se han producido varias fases diferentes que han estructurado la vida en pareja con este misterioso líquido. Desde entonces me acompaña irremediablemente en todos los momentos. La relación con este intruso que penetra tres veces todos los días en mi cuerpo tiene una consecuencia fundamental en mi cotidianeidad. Pero, además, me conforma como un paciente, que es un sujeto enfermo que recibe distintas presiones para someterse a un control externo que conlleva una dependencia de unos extraños terapeutas que pretenden reducir la vida a unos términos que aseguren su autoridad. Soy el poseedor y usufructuario de un cuerpo sometido a inspección permanente.
El próximo mes de enero se cumple el veinte aniversario de mi extraño matrimonio con la insulina. En estos años ha modificado mi vida y se ha instalado como un fondo ineludible de la misma. En este tiempo, se han producido varias fases diferentes que han estructurado la vida en pareja con este misterioso líquido. Desde entonces me acompaña irremediablemente en todos los momentos. La relación con este intruso que penetra tres veces todos los días en mi cuerpo tiene una consecuencia fundamental en mi cotidianeidad. Pero, además, me conforma como un paciente, que es un sujeto enfermo que recibe distintas presiones para someterse a un control externo que conlleva una dependencia de unos extraños terapeutas que pretenden reducir la vida a unos términos que aseguren su autoridad. Soy el poseedor y usufructuario de un cuerpo sometido a inspección permanente.
En estas
condiciones se sucede mi vida cotidiana real. Sin embargo, mis terapeutas
vigilantes, seleccionan las informaciones acerca de mi cuerpo enfermo mediante
mediciones de otros líquidos que extraen de mi cuerpo mediante agujas, para ser
llevados al laboratorio. Mi vida es una sinfonía permanente de pinchazos. Los
pequeños y afilados aguijones para medir la glucosa e inyectar la insulina
redentora, junto a las gruesas agujas para extraer mi sangre, necesaria para
alimentar a los laboratorios que dictaminan las cifras que definen mi estado y
mis dosis prescritas de líquidos, acompañados en ocasiones por píldoras.
Tras unos
intervalos temporales variables, mi cuerpo es escrutado mediante el análisis de
los líquidos. Los resultados se transcriben en una analítica que es insertada
en un sistema de información rigurosamente informatizado. Así, mi vida deviene
en una serie de números que conforman mi historia oficial. Esta serie es ajena
a mi vida real. En esta, el tiempo se estructura en fases determinadas por
acontecimientos vitales relevantes que abren el camino a cambios. Este espesor
existencial es reducido a la nada en la serie de cifras que conforma la
historia clínica. Los guarismos se alimentan a sí mismos, de modo que
constituyen un relato tan abstracto, que termina por desaparecer. El resultado
es que, lo que verdaderamente importa, es la última medición. Mi historia
oficial se desvanece en favor de los últimos dígitos. No existen etapas en esa
serie eterna, tan solo hitos derivados de resultados altos, que pierden su
significación al emanciparse de la situación en que se produjeron. Mi historia,
codificada en estos términos, remite a las comparaciones con los estándares
considerados como aceptables. Así, mi vida es vaciada, siendo convertida en un
estándar impersonal.
Por el
contrario, mi vida real se organiza en función de otras categorías más
influyentes en mi estado general. Son los distintos acontecimientos,
mutaciones, estados biológicos, psicológicos y convivenciales, situaciones
existenciales y otros factores asociados. La divergencia entre ambas historias
es abismal, pero lo más inquietante es que crece con el paso del tiempo. Así,
el pasado del paciente es denegado. Lo que importa fácticamente es el presente,
que se manifiesta en los resultados de su última extracción. Esta es la que
determina las dosis del tratamiento, que es lo que convoca a los terapeutas. De
esta forma, la asistencia médica se va conformando como una realidad paralela a
la vida real, que solo genera tensiones cuando los resultados requieren una
intervención.
En los
veinte años de enfermedad y asistencia médica vivida, he descubierto muchas
cosas. Las más importantes son: Que todo depende de mí; que la vivencia de la
enfermedad genera una situación de incomunicabilidad; que la diabetes es una
enfermedad intensamente estigmática, y que el sistema de atención profesional
se rige por el principio de conferir una valoración máxima a los episodios
agudos. Si estos no se producen, la tensión en la asistencia decrece hasta
mínimos. Por consiguiente, lo que he aprendido es que los códigos de la
atención profesional son tratarme como si se fuera a desencadenar
inminentemente un fatal episodio agudo. Esta es la verdad oculta inscrita en la
asistencia a los enfermos diabéticos.
Así se
consuma un desencuentro desventurado, porque llevo viviendo ya veinte años con
un buen nivel de vida, y –todavía- no se ha producido el salto al abismo de los
agudos que anuncian mis supervisores. Pero, desde el principio, todos, sin
excepción, me han tratado como un
cardiópata terminal, un paciente renal avanzado y otras patologías similares. La
consecuencia de estos supuestos que gobiernan la asistencia a los pacientes diabéticos,
es la de la generación de un malestar personal
creciente. Soy tratado como un candidato exitoso al gran salto patológico.
Hasta que este no se produzca todo es ignorado, instituyendo un tiempo inerte.
De este modo, se produce un efecto perverso, este es que soy denegado como
sujeto asistencial dotado de un horizonte vital. Al igual que las religiones
convencionales, el presente se subordina al futuro, que se encuentra dominado
por un infortunado futuro, asimétrico al paraíso-cielo.
Así, mi
historia oficial se libera del pasado, para centrarse en la inevitabilidad del
salto infortunado. La función de vigilancia adquiere su máxima intensidad en
detrimento del presente, que es devaluado, en tanto que solo es considerado
como un tránsito al desenlace desdichado. La paradoja es que, cuando este se
produzca, la asistencia recuperará su espesor clínico. Entonces seré un
paciente verdadero tratado con rigor clínico.
En estas condiciones, la consulta de revisión es un territorio de
desencuentro entre el enfermo que vive el presente maximizando su bienestar, y
el terapeuta que escruta los líquidos en espera de signos anunciadores de la
aparición de los efectos de las patologías duras, pero tratables.
En este
sistema de significación el pasado se disipa inexorablemente. Los sucesivos
cambios de médico y la discontinuidad asistencial revalorizan el presente en
detrimento de lo que es considerado como pasado irrelevante. Así, la etapa que
comienza en 1986 con mi diagnóstico como diabético de tipo II, se evapora sin
dejar rastro. Pero el efecto de desaparición-negación del pasado afecta también
a mi cetoacidosis de 1998, con mi ingreso hospitalario y el salto a la
insulina. Toda mi rica etapa de aprendizaje de la vida encerrada en la
enfermedad, que he relatado en mis derivas diabéticas en este blog, queda
totalmente neutralizada. Así se va fraguando una situación explosiva en la
consulta, en la que mi vasta experiencia es ignorada por el médico, que impone
su sistema de significación para controlar o manejar la situación de modo
favorable a su posición. La incomunicación, así como el conflicto latente, resulta inevitable.
En los años
transcurridos entre mi inicio en los misterios de la insulina y el 2006, la
tensión se expresó mediante mi voluntad innegociable de encontrar un límite
aceptable en mis prácticas vivenciales, incluidas las profesionales, y los
condicionamientos impuestos por la
enfermedad. En este tiempo obtuve buenos resultados en mis analíticas. Siempre
estuve por debajo del 7.5 en la hemoglobina glicosilada, salvo en alguna rara
ocasión. En varias mediciones estuve por debajo del 7, incluso del 6.5. Pero el
alto precio que tuve que pagar consistió en las hipoglucemias repetidas,
algunas demoledoras. Fui una víctima de los criterios disciplinarios e irreales
dictaminados por las autoridades profesionales. Fueron los duros tiempos de lo
que me gusta denominar como “la galaxia perversa del 7”. En Andalucía se supone
que estar por debajo de esa cifra es un objetivo de la política sanitaria.
Conciliar mi vida compatible con gratificaciones corporales aceptables, con la
disciplina asociada al siete, me condujo a situaciones límite. Varias
hipoglucemias permanecerán siempre en mi memoria.
En 2006 acudí
a la consulta de un endocrino reputado, recomendado por amigos diabéticos que
habían tenido buenas experiencias con él. Efectivamente me encontré con un
profesional abierto y dialogante que comprendió el problema. Se mostró
comprensivo con los problemas derivados del dogma del siete. Me insistió en que
era recomendable encontrar un equilibrio
más alto. Me modificó el tratamiento de los líquidos. Redujo las dos dosis de
Actrapid y cambió el durísimo Monotard nocturno por una insulina de 24 horas,
el Levemir. La consulta con este médico me ayudó a rectificar. Pero el reverso
de la misma fue que introdujo una pastilla nocturna para el control del
colesterol, el Cardyl 10.
El informe
clínico de esta consulta es una joya, en tanto que dice expresamente “No
nefropatía, no cardiopatía, no neuropatía…”. Fue la primera consulta de ruptura
con los anticuados criterios impuestos por las autoridades profesionales, pero
la primera en la que la estrategia es postergar la inevitable aparición de
complicaciones renales y cardiológicas, mediante un tratamiento ineludiblemente
escalonado. Casi doce años después, no han aparecido. Tras un par de años
abandoné el Cardyl por la influencia de los gavilanes, gervases, minueses y
otras especies profesionales a los que leía. Tuve que aprender a conjurar los
fantasmas presentes en los tratamientos y relativizar los pronósticos, puesto
que el tiempo transcurrido antes del fatal desenlace es un tiempo vivido muy
valioso en mi biografía.
Los años
siguientes fueron buenos. Las hipoglucemias no desaparecieron pero disminuyeron
su frecuencia e intensidad. Me encontré en buen estado físico. Mi glicosilada
aumentó en los controles. Estuve entre 7.5 y 8. En los períodos intensos de
clases por encima de esa cifra. En esas condiciones pude vivir aceptablemente
la fase final de la enfermedad de Carmen, así como su muerte. Con posterioridad
tuve que aprender a vivir solo, que supone el control de las hipoglucemias
nocturnas sin ayuda. Desde que vivo solo, ningún médico me lo ha preguntado en
la consulta. El desinterés acerca de lo que no sean las cifras de los líquidos
tratados en laboratorio es patente. Insisto, nunca me lo han preguntado ni ha
sido aludido en cinco años. Por el contrario, es motivo de preocupación para
algunos amigos que me sugieren soluciones. Lo doméstico se encuentra en estado
de congelación en las consultas.
En enero de
este año, me hice la analítica de rigor antes del comienzo del periodo de
clases intenso del cuatrimestre. El resultado fue 11.2. Este era coherente con
un tiempo en el que había estado permanentemente de viaje y haciendo una vida
poco congruente con el tratamiento. Tuve que movilizar todos mis recursos
personales, de modo que en nueve semanas me encontraba en 8. También acudí al
sistema profesional para confirmar lo que cuento en este texto. El pasado ha
desaparecido. El problema es definido como la forma idónea de afrontar el 11.2.
La solución propuesta es cambiar de medicación. La propuesta es una nueva
insulina nocturna, el Tresiba, que reemplaza al Levemir, y la vuelta a la
pastilla nocturna, que el profesional me presentó en términos casi mágicos, el
Livazo. Advierto que nunca, salvo en el origen en los años 80, he tenido el
colesterol alto.
Cualquier
episodio implica el refuerzo del tratamiento en las ya largas vísperas de la
conversión en paciente agudo. La escalada del tratamiento es simultánea con la
consideración de un tiempo estancado en el curso de la enfermedad. Repito, en
mi caso, veinte años ya. También la búsqueda furiosa de indicios de las patologías
verdaderas. Mi última analítica se corresponde con la de un enfermo
hospitalizado severo. Tiene 5 páginas y un repertorio de valores inusitado.
Como la creatinina y sus parientes va bien, ahora me hacen análisis de orina de
24 horas, que activan la memoria del tiempo de Carmen. Pero los resultados se
contradicen con la escalada diagnóstica. En esta analítica la glicosilada es
7.7 y los resultados normales salvo la urea un poco alta.
Los lectores
pueden imaginar, tras la lectura de este texto, las impertinencias que he
tenido que soportar. En los años buenos que estaba entre el siete y medio y el
ocho, advertencias amenazadoras del personal del laboratorio que me entregaba
los resultados, así como de distintos profesionales vinculados al tratamiento
de la enfermedad. En los informes clínicos, consta como resultados normales los
inferiores a 6.1. Esta pauta se encuentra interiorizada por la gran mayoría de
los profesionales del dispositivo de atención. La cronicidad de la enfermedad
termina adquiriendo el perfil de incomunicación crónica.
Es así como
la historia oficial, elaborada desde los supuestos de la institución médica,
sigue una trayectoria divergente con mi biografía personal. En estos veinte
años me he tenido que forjar como un ser autónomo, que solo confía en sus
propias fuerzas y selecciona rigurosamente las fuentes de conocimiento
profesionales, puesto que la mayoría se encuentran contaminadas. Lo peor es
que, a pesar de todo lo que pienso, cuando obtengo un buen resultado, como el
último 7.7, me pongo contento porque pienso que he obtenido una prórroga nueva.
Este es un indicador de que no me he liberado de los efectos perversos de la
institución que me trata.
Concluyo
enfatizando la importancia de lo que he contado en este post. Me parece
terrible y pienso en otros pacientes desarmados ante el dispositivo
profesional, que en muchos casos puede dañarlos severamente, neutralizando su tiempo de vida personal y anticipando su
aciago final anunciado. A propósito de los veinte años, me he acordado de María teresa Vera y sus veinte años, canción entrañable que revive el pasado añorado, en contraposición con la institución que me trata que pretende anticipar mi futuro fatídico.
Estimado Juan,
ResponderEliminarAl parecer tenemos varios puntos en común: soy también sociólogo e igualmente cuasi jubilado. He trabajado muchos años en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile y en la actualidad me encuentro leyendo mucho acerca de la 'medicina narrativa': una corriente que destacando las diferencias entre el 'mundo de la medicina' y el 'mundo de la vida' quiere promover la atención a la narrativa del paciente, por cuanto en ella parece estar la clave para comprender mejor la naturaleza de la enfermedad y del padecer. Por supuesto, el pensamiento biomédico dominante no le da mayores créditos a estas posiciones y hace caso omiso de ellas.
Para ir al grano, me ha interesado mucho este post porque me ayuda a ilustrar con casos concretos algo de esta perspectiva. Imagino que en otras ocasiones también te debes haber referido a tu experiencia con la diabetes en algunas de sus particulares expresiones. ¿Sería posible que me indicaras en qué otros meses de estos cinco largos años te has referido a estas situaciones? Te quedaría muy agradecido. Un saludo muy cordial. Jorge Gaete.
Estimado Jorge
ResponderEliminarEsta es la única forma que tengo de contactar contigo pues el programa no me permite saber tu dirección de correo. Escríbeme a la dirección irigoyen@ugr.es que es la de mi universidad y entonces te contesto por este medio. En una sección que denomino "Derivas Diabéticas" narro mi vida en cotidiana en compañia de la diabetes. Como son muchos post es mejor que lo hagamos así.
Saludos cordiales