El final del
verano y el comienzo del curso visibiliza los movimientos de los trabajadores
precarizados, que se asemejan a las migraciones temporales de las aves. La
feria y la subasta de los currículum, dicta el destino temporal de una gran
masa de profesores, investigadores, becarios y aspirantes a esa condición. También en la hostelería y las industrias de
ocio comienza un nuevo ciclo en el que se reposicionan las huestes de los
trabajadores rotantes en espera de la temporada de invierno. Los aeropuertos y
las estaciones de trenes y autobuses son testigos de los movimientos silenciosos
de los que vienen y van a los empleos temporales haciendo de la discreción una
virtud.
La
precarización es uno de los fundamentos imprescindibles de una sociedad
neoliberal avanzada. Esta facilita la drástica disminución de los costes
salariales y de las cotizaciones al nuevo estado securitario, pero sus efectos
políticos suponen la disgregación de la base social de la izquierda clásica,
así como la instauración de un proceso efectivo de disciplinamiento dotado de
formas aparentemente amables. Pero la gran aportación de la precarización
radica en la cancelación del conflicto capital-trabajo, que se disuelve con el
nuevo principio de realidad que instituye, del que resulta un incremento del
poder de las empresas frente a las huestes dispersas del trabajo.
El avance
triunfal de la precarización opera un milagro portentoso. En tanto que las
condiciones salariales y de trabajo empeoran sustancial e incrementalmente,
estas no generan un conflicto abierto. La gran masa de trabajadores precarios
carece de un escenario físico en el que tenga lugar una confrontación que
ofrezca oportunidades de mejorar sus condiciones. La población precarizada fluye incesantemente
mediante la movilidad permanente, de modo que flota sobre lo social sin
asentarse en ningún lugar. Las relaciones con los demás de cada cual son tan
provisionales y sucesivas, que convierten al sujeto precarizado en un fluido
carente de asentamiento.
El proceso
de deprivación espacial resultante de la rotación sin fin de los precarios se
complementa con la eficacia de los dispositivos de conformación de subjetividades
nómadas adecuadas a las del largo viaje laboral. Estas disuelven los elementos
estables de la identidad para otorgar centralidad a referencias referenciadas
en el consumo, que se suceden mediante metamorfosis sucesivas que conforman un
ser social determinado por su viaje sin fin en el que los otros son siempre provisionales.
De este modo,
los precarizados constituyen una población cuantiosa que carece de voz en las
instituciones que conforman el sistema. La ausencia de sus propias
enunciaciones se sustituye por la voz de todos los grupos de interés que hablan
en su nombre. Este es el peor aspecto de la desdicha precaria. Son invocados
por todos los comensales beneficiarios del mercado de trabajo y las
instituciones centrales. El silencio precario contrasta con los sonidos
emitidos en su nombre por los políticos, empresarios, sindicalistas,
periodistas, expertos y otras gentes de bien asentadas y con capacidades de
hacer valer sus intereses en el sistema político.
De este
silencio resulta la conversión de la precarización y sus víctimas en una masa
de datos que puede inscribirse en cualquier discurso y adquirir cualesquiera
significación en función de los intereses del emisor del discurso. Esta masa
inerte puede ser administrada desde los diferentes supuestos y sentidos que
detentan los distintos cocineros que la manejan. La manipulación puede llegar a
niveles cósmicos en ausencia discursiva de los afectados. Los casos del turismo
o el trabajo inmaterial son paradigmáticos. En el ágora institucional y
mediática que generan, se encuentran ausentes. Así adquieren la condición de un
efecto pasivo de la estructura laboral y social, que no llega a constituirse en
un sujeto político autónomo.
El conflicto
precario no se encuentra constituido. En estas condiciones, los precarizados
desarrollan subjetividades adaptadas a su estado de fluidez. El principal
mecanismo mental consiste en la negación interna de su condición y el control
del sufrimiento que suscita. Este se complementa con un distanciamiento
subjetivo de lo político y lo social. Así se configura un estado personal de
suspensión de lo colectivo. La vida personal, entendida como la sucesión de
eventos cotidianos, neutraliza lo político-social, contribuyendo a una
estabilidad personal asociada a la espera de la oportunidad que lo reconstituya
como sujeto social asentado.
La ausencia
de discursos y prácticas derivadas de la condición precaria constituye a sus
titulares como un paradigma de la obediencia en las sociedades neoliberales
avanzadas. Así, no se pueden percibir señales de rencor o de estados de
expectación que generen aspiraciones compartidas. No, cada uno sufre en
silencio su condena en espera de una redención rigurosamente individualizada.
En los escasos episodios de disentimiento, adquieren protagonismo abogados,
profesores y otros agentes testigos de esta situación. Estos son letrados
defensores de un colectivo que rechaza participar en su propia inserción en el
sistema político.
Pero lo peor
es que, en la izquierda política -la vieja, la nueva y la de siempre- que
inscribe la precariedad en su agenda política confiriéndole un protagonismo, muestra
su incapacidad de otorgarle un tratamiento en términos de acción política
efectiva. Así, los métodos de acción, las movilizaciones y las comunicaciones
que se proponen mantienen los códigos del siglo XIX, confiriendo a la
vanguardia un papel providencial como guía de la masa encuadrada verticalmente.
Es verdaderamente patético contemplar a los activistas en los conflictos. Sus
prácticas remiten al marxismo-leninismo puro y duro de mediados del siglo
pasado, disfrazado ahora con la retórica de lo común. La distancia entre las
metodologías y contenidos propuestos desde la izquierda y las subjetividades de
los precarizados es abismal.
Por esta
razón, ya que no parece posible en lo inmediato la materialización del conflicto
subyacente de la precarización, que solo es posible mediante la emergencia de
un nuevo movimiento social autónomo, se puede imaginar la instauración de una
fiesta constituyente del colectivo. Al igual que desde los ámbitos de la
cultura o el consumo se han instituido en los últimos años distintas variedades
de “noches blancas”, en la que los públicos son convocados a acudir a la calle,
se puede reciclar esta idea convocando a los precarizados.
Una fiesta
es un acontecimiento social que reconstituye al colectivo convocado y establece
una frontera diáfana con el exterior. Recuerdo las fiestas de principios de los
noventa convocadas por los estudiantes cuando concluye el tiempo de exámenes.
Esta es una práctica que sobrevive a día de hoy. En estos eventos sociales
subyace un resarcimiento con respecto al sistema universitario. El desvarío, en
distintos grados, así como la ironía, se hacen presentes subrepticiamente,
representando una réplica subterránea al sistema. Recuerdo los primeros años en
los que un pub de Granada invitaba a una copa a quien acreditase un suspenso.
Los acumuladores de suspensos, que entonces se comunicaban mediante papeletas,
competían en un clima eufórico, en el que los rituales compartidos expresaban
los malestares.
Soy
consciente de que esto parece imposible en el presente. Así, los patronos
múltiples de los precarizados y becarizados pueden mantener sus definiciones
acerca de sus damnificados. En tanto que se mantenga la idea de que el sistema
funciona así, y de que cada uno de los perjudicados tiene la posibilidad de una
salida, el conflicto es neutralizado. De este modo se reproduce la sagrada
institución de la precariedad, que se sostiene sobre la idea de que la
precarización es necesaria, en tanto que aumenta la eficacia y la eficiencia.
Así se impone la idea semioculta que sustenta la precarización. Esta se sostiene sobre el precepto de que es
imprescindible que alguien se sacrifique para que funcione bien el sistema.
Esta cultura sacrificial gobierna las sociedades neoliberales del presente. Ni
siquiera genera réplicas nocturnas revestidas de humores en los afectados.
El problema
es que los sacrificados son siempre los mismos: los nuevos aspirantes
procedentes de la educación y los desechados acumulados en las sucesivas
adscripciones a puestos de trabajo temporal. Por eso ironizo en este post con
la noche blanca o negra de los precarizados. En cualquier caso, la metáfora de
la noche es imprescindible. Es en otro tiempo en el que puede generarse una
respuesta. La reproducción aproblemática de la precariedad y la conversión de
los sacrificados en una masa de datos con la que comercian los actores del
sistema político, económico y mediático, puede subsistir con la condición de su
complicidad. En este caso se confirma el precepto de Allan Watts de que “donde
no hay visión, la gente perece”.
Muy duro, Juan. Pero real.
ResponderEliminarGracias Silvia
ResponderEliminarCada cual lo palía mediante la inmersión cotidiana en las ficciones que escenifican los medios audiovisuales y las redes. Así la vida sigue relegando lo político
Viendo este capítulo de Soy Cámara del CCCB sobre la historia del trabajo, el precariado y la noción de tiempo, entre otros, me acordé de ti, de las clases de estructura y en parte de este post....
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=c0nRGa6HwZY
Por si gustas.
Abrazo,
Silvia
Gracias Silvia. Moulier Boutang escribió uno de los primeros libros sobre el capitalismo ciognitivo que llegó a nosotros. El documental es muy bueno. La verdad es que el trabajo hace rutinaria y casi miserable la vida de la mayoría. En el postfordismo, el trabajo inmaterial se apodera de todo el tiempo y la vida.
ResponderEliminarUn abrazo