DERIVAS DIABÉTICAS
El
dispositivo industrial-profesional de tratamiento de la diabetes se ha
emancipado de los pacientes diabéticos mismos. Del mismo modo que en otras
ocasiones anteriores, procede como la ciencia misma generando máquinas que
simulan ser humanos. Frankenstein es su máxima expresión. La biomedicina ha
inventado un ser monstruoso que es portador de la diabetes mellitus. Es una
máquina que obedece a las conminaciones amables del dispositivo asistencial y
se mantiene estable por debajo de siete. Las variaciones del estado de la
enfermedad son mínimas y todas sus medidas de indicadores patológicos se
conservan estables.
A este
muñeco biológico que se hace presente en la asistencia a los pacientes, me
gusta llamarle Blas. Este es una simulación perfecta de la patología controlada
profesionalmente. Blas resiste felizmente el paso del tiempo. En el caso de que
apareciera una complicación sería reparada inmediatamente porque Blas es un
artefacto. Cuando un paciente llega a la consulta se encuentra con el espectro
de Blas. Los profesionales no le hablan a él, sino a su representación simbólica-maquínica.
Toda la interacción remite a Blas, y los enfermos vivientes son requeridos para
que se comporten como él. En el caso de
que se produzcan desviaciones son apercibidos de los riesgos de no ser como
Blas.
El gran
problema de Blas es que no vive en el mundo de los pacientes sino en el
imaginario de sus creadores. De este modo, sus fantásticos parámetros
biológicos y equilibrios son posibles en el no-mundo y la no vida de este
artefacto perfecto correspondiente a las ensoñaciones de la bioindustria y de
los dispositivos profesionales que la acompañan. Por el contrario, los
pacientes se encuentran inmersos en una vida sometida a distintas condiciones
materiales y sociales. Esta les reclama generando una frontera permeable entre
la vida y las restricciones del tratamiento. La existencia del paciente tiene
lugar entre distintas fases y etapas que el paso del tiempo impone
inexorablemente.
Pero las
crisis y los sucesos derivados de la difícil coexistencia imperecedera de la
enfermedad y la vida no son inventariados ni definidos en el tratamiento
profesional. Cuando comparecen son tratados con una simplicidad irritante. El
mensaje es “por tu bien, tienes que convertirte en Blas”. En otras palabras,
debes inscribirte en el limbo de la no-vida. Si es así, el control de la
enfermedad será eficaz y te convertirás en una realidad patológica manejable.
Tu obediencia suprema de renuncia a la vida será recompensada por el
profesional de turno mediante migajas de reconocimiento.
La gran
verdad que se esconde tras la omnipresencia de Blas, es que los científicos
trabajan en el horizonte de obtener medicamentos que mejoren el padecimiento de
la enfermedad, o incluso lleguen a curarla. Una parte del pueblo diabético se echa a la calle movilizado por la esperanza
científica, haciéndose presente en las agendas políticas y electorales. En
tanto que llega la salvación científica la vida se perpetúa como no-discurso.
Se sobreentiende que los pacientes deben renunciar y los avatares de las vidas
siguen en los márgenes de las consultas.
Estas siguen
siendo el territorio donde vive Blas. Cada vez que acudo a una de ellas me
encuentro con su espectro y soy comparado con él. Es imposible competir con sus
promedios, porque como no vive, se puede mantener en el estado de laboratorio
en el que es creado y mantenido. Por eso Blas es un ser odioso, un dios menor
que se hace presente como un espejo fatal para los pacientes. Por esta razón,
siempre que salgo de una consulta u otra instancia del dispositivo
científico-profesional que ampara a Blas, me siento totalmente extrañado en ese
mundo artificial. Así termino mascullando críticas a los extraños ángeles de la
guarda de Blas, incapaces de comprender la vida real. En ocasiones llego a
cagarme en los muertos de Blas, aún a sabiendas de que carece también de ellos.
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