El sol es la
representación misma de lo poliédrico. Para los bárbaros del norte, que habitan
en las orillas del Cantábrico y en el mundo de tinieblas que se ubica en el más
allá, el sol es una necesidad imperiosa. Representa la luz y el calor que
compensa los largos otoños e inviernos fríos y oscuros. Para los habitantes del
sur es un componente esencial de su entorno y un factor influyente en sus
vidas. Pero, paradójicamente, el sol se hace presente de forma inmisericorde en
los largos veranos, haciendo manifiesto su potencia como excedente. Por eso los
atribulados pobladores del sur devienen en fugitivos del sol. En el interior
tienen que encerrarse largas horas para protegerse de su poder negativo, en
tanto que en las mismas playas, los veraneantes se concentran bajo las
sombrillas para evitar quemarse.
Llevo muchos
años viviendo en el sur. Soy un beneficiario del sol del otoño, invierno y una
pequeña parte de la primavera. Las luminosidades de estas tierras son
verdaderamente fantásticas. La luz de invierno de Granada o Guadix me
impresiona muchísimo. Es una luz fuerte, muy concentrada, que proporciona a los
paisajes naturales sobrevivientes a la gran oleada del crecimiento urbanístico
basado en la fealdad, un tono insólito. La luz de la costa es mucho más clara y
difuminada. Durante muchos años hemos bajado a Nerja en invierno para comer en
un restaurante al aire libre ubicado sobre un acantilado en el mismo centro del
pueblo. Lo recuerdo como una experiencia muy gratificante. No puedo olvidar el
regreso al anochecer, tras un confortante día para nuestros sentidos.
Pero el dios
sol cambia de faz cuando avanza la primavera en estas tierras. En el largo
tiempo de verano se comporta de modo invariable. Los veranos del norte son una
sucesión de días que alternan los estados del sol. Las jornadas de sol pleno se
intercalan con las nubladas y lluviosas. En el sur el verano es la
representación de la monotonía. Todos los días se hace presente al amanecer,
para ir intensificando su fuerza hasta el mediodía. Después se hace insufrible.
En las largas tardes nadie lo desafía y los espacios públicos se desertizan en
espera de su ocaso. La vida entra en una larga pausa hasta la noche. El sol
impone su ley sobre las vidas de los sufridos pobladores.
La dictadura
férrea del astro en el sur alimenta la adaptación a la misma. Así se genera una
verdadera cultura de la resistencia. Es menester ventilar las casas a primera
hora de la mañana. Durante la misma tienen que realizarse todas las tareas
domésticas que exijan actividad física. Tras la comida es necesario cerrar las
ventanas y oscurecer las habitaciones. La tarde es un tiempo oscuro para los
fugitivos del sol. La pausada siesta antecede a los consumos audiovisuales. La
paciencia deviene en virtud fundamental. Los menos dotados de la misma tienden
a precipitarse y abrir las ventanas antes de tiempo. En este caso el castigo es
riguroso. La gestión óptima de la oscuridad vespertina es un arte menor. Los
huidos del sol tienen la obligación de ser sabios y disciplinados.
Cuando
comienza el anochecer, las gentes ocultas en el interior de sus fortificaciones
sale gradualmente a las calles. La experiencia de encierro y privación de
luminosidad ayuda a hacer de la necesidad virtud. Así se refuerzan unos a otros
afirmando que “hace fresquito”. La vida colectiva se ve determinada
temporalmente en la noche. Por eso me fascina contemplar cómo se sobrepone el
encierro doméstico en torno a la televisión, que privilegia las primeras horas
de la noche. Así se configura un confinamiento doméstico que tiene lugar en dos
fases sucesivas: el vespertino por imperativo del sol, y el nocturno por
imperativo de la televisión. El duelo contemporáneo entre estos dos gigantes,
el sol y la tele, se consuma con la preponderancia de esta última.
En las
sofocantes tardes de verano de Graná, me impresiona contemplar a algunos
disidentes del encierro doméstico forzoso. Algunos mayores salen a las seis o
las siete de la tarde y se cobijan en sombras minúsculas donde resisten
inmóviles hasta sr expulsados por el movimiento del sol. Están ahí quietos,
solos, con la mirada concentrada en algo
infinitesimal. La soledad de estos huidos del hogar se ve acompañada por los
automovilistas, que circulan en sus cabinas refrigeradas evitando la exposición
al calor exterior. Los últimos habitantes de los espacios públicos de las
tardes veraniegas son los turistas. Estos se arrastran penosamente por las
calles animados por el riguroso cumplimiento del programa, cuyos objetivos
escalonados no admiten excepciones.
La consecuencia de la acción implacable del astro rey es la
explosión de las fugas. Aquellos que pueden se trasladan a las playas, en donde
alternan los baños en el mar con sus largas estancias bajo las sombrillas, en
las que se practica una experiencia de hacinamiento. En la orilla del mar el
viento alivia los efectos del sol. En las noches de calor húmedo de la playa,
el pulso entre el encierro televisivo y el espacio público se resuelve en favor
de este último. Tras la cena se multiplican los paseos y las terrazas en donde
lo social recupera su espesor.
La otra gran fuga de los fugitivos del sol es a las piscinas.
La piscina privada deviene en un auténtico bien simbólico central. Alrededor de
estas resplandece lo social. Las familias, en el sentido más amplio, los
vecinos y los amigos comparten el espacio que rodea esta divinidad. Este es el
lugar donde puede contemplarse la convergencia de las generaciones, bajo el
inequívoco dominio infantil. Me asombran
muchas casas cuyo espacio cede un protagonismo desmesurado a la piscina. Pero
aliviarse del sol, poder tener una experiencia corporal gratificante, estar en
común compartiendo música, conversación y comida cocinada en la barbacoa,
compañera inseparable de la piscina, significa una ventaja incuestionable
frente a los topos domésticos vespertinos.
Por estas razones, entiendo como una auténtica versión del
choque de civilizaciones, la actitud de los llegados de las tierras húmedas y
grises, que celebran la presencia del sol sin reparar en sus tórridos efectos
sobre los pobladores locales. Su experiencia provisional, que tiene lugar en un
intervalo temporal breve, aliviada por los aires acondicionados de los hoteles
y las cabinas de transporte móvil, se
encuentra manifiestamente sesgada. Así no registran los comportamientos de los
fugitivos del sol, así como sus penalidades. El viaje vacacional del presente
privilegia los paisajes y los monumentos en detrimento de los nativos.
En alguna ocasión me he sentido molesto en las despedidas de
algunos que retornan a lo húmedo y gris tras un tiempo vivido junto a los fugitivos
del sol. Porque les ha pasado inadvertido las duras condiciones de los
localizados estables penalizados por el sol. Un refrán sintetiza muy bien esta
cuestión: “Granada, nueve meses de invierno y tres de infierno”. En los últimos
años se ha invertido esta relación y el infierno va expandiéndose. Este junio
ha sido apoteósico, haciendo patente que este astro comienza a comportarse más
como una divinidad malvada.
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