El orden
social vigente es el resultado de varios procesos de cambio que no son
visibilizados y comprendidos, en tanto que los paradigmas vigentes en la
izquierda política y cultural no los registran. Todo paradigma es el resultado
de varias selecciones que configuran un núcleo desde el que se construye y se
entiende la realidad. Así, la izquierda política detenta una visión
convencional acerca de lo social, que prioriza lo político-estatal y lo
económico, quedando inadvertidas aquellas dimensiones que inciden sobre los
sujetos, las subjetividades, las relaciones sociales y los contextos
institucionalizados.
Sin embargo,
en los últimos años tiene lugar un proceso intenso de transformación social que
se ubica más allá de lo político-económico tradicional. El mercado total
asociado al neoliberalismo, entendido como una nueva gubernamentalidad
emergente, se disemina por lo social colonizando las subjetividades, las
emociones, los saberes, las pulsiones, los deseos y as relaciones
interpersonales. Esta mutación afecta a la naturaleza de las instituciones, así
como a los modos de vida, resultando un arquetipo personal muy diferente al
imperante en el fenecido capitalismo del bienestar.
En el nuevo
orden social que nace y crece impetuosamente, el poder y el control social son
mucho más productivos que nunca. Pero no
se ejerce desde afuera, como en las gubernamentalidades fenecidas, sino desde
dentro del propio individuo. Un sociólogo español lo sintetiza de modo
elocuente. Dice que “el sistema instala un chip en el interior del sujeto y
después le deja decidir por sí mismo”. Así, cada persona es un ser
inquietantemente programado por las nuevas instituciones rectoras. Estas
programan el entorno de cada uno, que tiene que decidir finalmente ateniéndose
a los castigos y recompensas asociados a cada curso de acción.
La nueva
sociedad se encuentra controlada por los expertos múltiples que definen las
necesidades y las formas de vida, para después ser vendidas en el mercado total
a cada individuo, cuyo interior ha sido formateado por la acción combinada de
las instituciones del mercado, entre las que el marketing y la publicidad
alcanzan la cima en la jerarquía institucional. El nuevo sujeto resultante se
caracteriza por su orientación radical hacia sí mismo, participante en una
secuencia de relaciones leves y efímeras gobernadas por el balance en el
intercambio personal y afectivo. Las conexiones sociales con los otros resultan
esculpidas por la programación institucional del mercado. Cada cual es una
unidad con conexiones limitadas con los demás, pero también consigo mismo. La
ideología de la obligación del éxito y el pensamiento positivo cierran el círculo
de este sujeto.
En este
contexto, se puede afirmar que las vidas personales predominantes, a pesar de
las apariencias engañosas, son vidas rigurosamente sometidas a las
programaciones institucionales. El individuo se encuentra subyugado a los
patrones institucionales dominantes, que formatean la vida diaria, instalándose
también en el antaño ámbito íntimo. El nuevo sujeto es un ser solitario aún a
pesar de la multiplicación de las relaciones sociales derivadas de sus
incesantes tránsitos vitales.
De ahí el
valor del texto de Tiqqun. La cuestión de fondo remite a la pregunta de si es
posible el amor en esta estructura programada por las nuevas instituciones del
mercado y las personas resultantes de las mismas. El texto es extremadamente
sugerente e intenso. Su lectura me remite a mil preguntas, dilemas y sorpresas.
La recomendación de este post es que quien lo considere oportuno lo lea, en la
seguridad de que no dejará a nadie indiferente. Como todos los textos de Tiqqun
su riqueza estriba en que se mira el mundo desde más allá de los paradigmas vigentes.
La lectura adquiere un efecto inquietante.
En este post
voy a subrayar el texto de la jovencita presentando distintos fragmentos. En
este caso cada fragmento tiene una consistencia suficiente para estimular la
reflexión de cada cual. Pero soy consciente de que estos suponen cortar la
secuencia de un texto tan sólido. Por el volumen de estos lo haré en dos post
este es el primero. El enlace al texto es
http://tiqqunim.blogspot.com.es/2013/11/primeros-materiales-para-una-teoria-de.html
Concluyo
compartiendo la pregunta principal que me formulo tras la lectura. En estas
condiciones históricas, con las personas fabricadas por las instituciones del
mercado total ¿se puede hablar en rigor de democracia? ¿se puede hablar de un
proceso libre de formación de la voluntad política? Se agradece cualquier
comentario.
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A diferencia
de las ofensivas de fuerza abierta, el Imperio prefiere los métodos chinos, la
prevención crónica y la difusión molecular de la constricción en la
cotidianidad. En este punto, el endopoliciaje viene debidamente a relevar a la
vigilancia general de la policía, y el autocontrol individual al control
social. En última instancia, es la omnipresencia de la nueva policía lo que
acaba por volverla imperceptible.
Lo que se
juega en la guerra en curso son las formas-de-vida, es decir, para el Imperio,
la selección, la gestión y la atenuación de las mismas. El dominio del
Espectáculo sobre el estado de explicitación público de los deseos, el
monopolio biopolítico de todos los saberes-poderes médicos, la contención de
toda desviación a través de un ejército cada vez más nutrido de
psiquiatras, coachs y otros benévolos “facilitadores”,
el fichajeestético-policial de todos a partir de sus
determinaciones biológicas, la incesante vigilancia más imperativa y continua
de los comportamientos, la proscripción plebiscitaria de “la violencia”, todo
esto entra dentro del proyecto antropológico, o más bien antropotécnico,
del Imperio. Perfilar a los ciudadanos, de eso se trata.
Los ciudadanos no
son precisamente los vencidos de esta guerra, lo son más bien aquellos que,
negando su realidad, se han rendido desde el principio: lo que se les
deja a modo de “existencia” es ya simplemente un esfuerzo de por vida para
volverse compatibles con el Imperio… la estrategia imperial consiste en
primer lugar en organizar la ceguera respecto a las formas-de-vida, el
analfabetismo respecto a las diferencias éticas; consiste en hacer que el
frente sea irreconocible, por no decir invisible; y en los casos más críticos,
consiste en maquillar la verdadera guerra con todo tipo de
falsos conflictos.
La
figura de la Jovencita es una máquina de visión concebida para
tal efecto. Algunos se servirán de ella para constatar el carácter masivo de
las fuerzas de ocupación hostiles en nuestras existencias; otros, más
vigorosos, para determinar la velocidad y la dirección de su progresión. En lo
que cada quien hace de ella se ve también lo que merece.
A comienzos
de los años 20, el capitalismo se da perfecta cuenta de que no puede mantenerse
como explotación del trabajo humano a no ser que también colonice todo lo que
se encuentra más allá de la estricta esfera de la producción. Frente al desafío
socialista, le será preciso socializarse igualmente. Deberá entonces crear su
cultura, su ocio, su medicina, su urbanismo, su educación sentimental y sus
costumbres propias, así como la disposición a su renovación perpetua. Aquí
estará el compromiso fordista, el Estado benefactor, la planificación familiar:
el capitalismo socialdemócrata. A la sumisión por el trabajo, limitada debido a
que el trabajador aún se distinguía de su trabajo, le sustituye actualmente la
integración a través de la conformidad subjetiva y existencial, es decir, en el
fondo, a través del consumo.
La Jovencita
es vieja ya por el hecho de saberse joven. En consecuencia, para ella todo
radica siempre en sacar provecho de este aplazamiento, es decir, de cometer los
pocos excesos razonables, de vivir las pocas “aventuras” previstas para su
edad, y esto con vistas al momento en que habrá de sosegarse en la nada final
de la edad adulta. Así pues, la ley social contiene en sí misma, durante el
tiempo en que la juventud se pudre, sus propias violaciones, violencias que,
por lo demás, no son más que derogaciones.La Jovencita sólo es buena para consumir,
ocio o trabajo, poco importa.
La intimidad
de la Jovencita, tras encontrarse puesta en equivalencia con toda intimidad, se
ha vuelto con ello algo anónimo, exterior y objetual. La Jovencita jamás crea
nada; se recrea en todo.
Al investir
a los jóvenes y a las mujeres con una absurda plusvalía simbólica, al hacer de
ellos los exclusivos portadores de los dos nuevos saberes esotéricos propios de
la nueva organización social —el del consumo y el de la seducción—, el
Espectáculo sin duda ha liberado a los esclavos del pasado, pero los ha
liberado en calidad de esclavos.
La más
extrema banalidad de la Jovencita radica en comprarse algo “original”.
El carácter
raquítico del lenguaje de la Jovencita, si bien implica un innegable
estrechamiento del campo de la experiencia, en modo alguno constituye una
discapacidad práctica, pues no está hecho para hablar, sino para complacer y
repetir.
La Jovencita
consigue vivir con una decena de conceptos inarticulados por toda filosofía,
conceptos que son inmediatamente categorías morales; es decir que toda la
extensión de su vocabulario se reduce en definitiva a la pareja Bien/Mal. Ni
qué decir tiene que, para poner el mundo al alcance de su mirada, es preciso
simplificarlo de forma aceptable, y para permitir que su mirada viva feliz en
él, es preciso producir un buen número de mártires; en primer lugar, ella
misma.
La Jovencita
llama invariablemente
“felicidad”
a todo aquello a lo que
se la
encadena.
El Bloom es
la crisis de las sexuaciones clásicas y la Jovencita es la ofensiva mediante la
cual la dominación mercantil respondió a tal.
Del mismo
modo en que en la Jovencita no existe castidad, tampoco existe derroche. La
Jovencita vive simplemente como extranjera entre sus deseos, la coherencia de
los cuales es regida por su Superyó mercantil. El tedio de la abstracción corre
con semejante eyaculación.
No hay nada
que la Jovencita no sea capaz de introducir en el horizonte cerrado de su
irrisoria cotidianidad: tanto la poesía como la etnología, tanto el marxismo
como la metafísica.
Albertine
no es de ningún lugar y eso la hace muy moderna: revolotea, viene, va, de su
ausencia de ataduras extrae una inestabilidad, un carácter imprevisible, que le
dan su poder de libertad.” (Jacques Dubois, Para Albertine. Proust y el sentido de lo
social)
La Jovencita
es fascinante al modo de todas esas cosas que expresan una clausura sobre sí
mismas, una autosuficiencia mecánica o una indiferencia hacia el observador;
así lo hacen el insecto, el lactante, el autómata o el péndulo de Foucault.
¿Por qué la
Jovencita tiene siempre que fingir que está llevando a cabo alguna actividad?
Para mantenerse inexpugnable en su pasividad.
La
“libertad” de la Jovencita rara vez va más allá del culto ostentatorio a las
más irrisorias producciones del Espectáculo; tal libertad consiste
esencialmente en oponer la huelga de celo a las necesidades de la alienación.
La vejez de
la Jovencita no es menos repugnante que su juventud. De uno a otro extremo, su
vida no es más que un progresivo naufragio dentro de lo informe, y jamás la
irrupción de un devenir. La Jovencita se pudre en los limbos del tiempo.
El amor
de la Jovencita es sólo un autismo para dos.
Eso que se sigue denominando virilidad no es
ya otra cosa que el infantilismo de los
hombres, del
mismo modo que la feminidad es el infantilismo de las mujeres. Por lo demás,
tal vez debería hablarse de virilismo y de “feminismo”, cuando tanto
voluntarismo se mezcla con la adquisición de una identidad.
La misma
obstinación desengañada que caracterizaba a la mujer tradicional, confinada
hogareñamente en el deber de asegurar la supervivencia, se desarrolla hoy en la
Jovencita, aunque esta vez emancipada tanto de la esfera doméstica como de
cualquier monopolio sexuado. En lo sucesivo se expresará por todos lados: en su
irreprochable impermeabilidad afectiva al trabajo, en la extrema
racionalización que impondrá a su “vida sentimental”, en su forma de caminar,
tan espontáneamente militar, en su forma de besar, de ponerse de pie o de teclear
en su computadora. De igual modo, no será muy distinto como lavará su coche.
La
Jovencita se parece a su foto.
En la medida
en que su apariencia agota enteramente su esencia y su representación su
realidad, la Jovencita es lo enteramente decible; así como lo perfectamente
predecible y lo absolutamente neutralizado.
La Jovencita
sólo existe en proporción al deseo que se tiene de ella y sólo se
conoce a sí misma por lo que de ella se dice.
La Jovencita
aparece como el producto y la principal salida de la formidable crisis de
excedentes de la modernidad capitalista. Es la prueba y el soporte de la
prosecución ilimitada del proceso de valorización cuando el proceso mismo de
acumulación se descubre limitado (por la exigüidad del planeta, la catástrofe
ecológica o la implosión de lo social).
Toda la
libertad de circulación de la que disfruta la Jovencita en absoluto le
obstaculiza ser una prisionera, manifestar en cualquier
circunstancia los automatismos de alguien encerrado.
El modo de
ser de la Jovencita es el de no ser nada.
Llegar a
“tener éxito en la vida sentimental y en la vida profesional al mismo tiempo”:
algunas Jovencitas ostentan este lema como una ambición digna de respeto.
El eterno
retorno de las mismas modas basta para convencerse de esto: la Jovencita no
juega con las apariencias, son las apariencias las que juegan con ella.
Más aún que
la Jovencita femenina, la Jovencita masculina manifiesta con su musculatura de
bisutería todo el carácter de absurdo, es decir, de sufrimiento, de
lo que Foucault llamaba “la disciplina de los cuerpos”: “La disciplina aumenta
las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas
mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En pocas palabras:
disocia el poder del cuerpo; por una parte, hace de este poder una “aptitud”,
una “capacidad” que trata de aumentar; e invierte, por otra parte, la energía,
la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una relación de
sujeción estricta.” (Michel Foucault, Vigilar y castigar)
La Jovencita
sabe demasiado bien lo que quiere en detalle como para querer
cualquier cosa en general.
“¡No me
toques el bolso!”
El
triunfo de la Jovencita tiene su origen en el fracaso del feminismo.
La Jovencita
no habla, al contrario: es hablada por el Espectáculo.
La Jovencita
porta la máscara de su rostro.
LA JOVENCITA
REDUCE CUALQUIER GRANDEZA AL NIVEL DE SU CULO.
La Jovencita
es un depurador de negatividad, un perfilador industrial de unilateralidad. En
cualquier ámbito separa lo negativo de lo positivo y sólo conserva, por lo
general, uno de los dos. De ahí que no crea en las palabras, que efectivamente
no tienen, en su boca, ningún sentido. Para convencerse de esto basta con ver
lo que ella entiende por “romántico”, que a final de cuentas tiene muy poco que
ver con Hölderlin.
“De aquí
que convenga considerar el nacimiento de la ‘jovencita’ como la construcción de
un objeto en la que confluyen diferentes disciplinas (de la medicina a la
psicología, de la educación física a la moral, de la fisiología a la higiene).”
(Jean-Claude
Caron, El cuerpo de las jovencitas)
La
Jovencita querría que la simple palabra “amor” no implicara el proyecto de
destruir esta “sociedad”.
La
Jovencita conoce todo como desprovisto de consecuencias, incluido su
sufrimiento.
Todo es divertido, nada es grave.
Todo es cool, nada es serio.
La Jovencita
quiere ser reconocida no por lo que ella sería, sino por el simple hecho de
ser. Quiere ser reconocida en términos absolutos.
La
Jovencita conoce las perversiones estándar.
“¡QUÉ SIMPÁTICO!”
A la
Jovencita le interesa el equilibrio, lo cual la aproxima menos al
bailarín que al experto-contador.
La sonrisa
jamás ha servido como argumento. También las calaveras tienen su sonrisa.
La Jovencita
concibe el amor como una actividad particular.
La
Jovencita lleva en su risa toda la desolación de las discotecas.
La Jovencita
es el único insecto que acepta la entomología de las revistas
femeninas.
Idéntica en
esto a la desgracia, una Jovencita jamás viene sola.
Ahora bien,
dondequiera que dominen las Jovencitas, su gusto debe dominar también; y he
aquí lo que determina el gusto de nuestro tiempo.
En el amor
más que en cualquier otro ámbito, la Jovencita se comporta como un contador.
Sospecha siempre que ama más de lo que es amada y que da más de lo
que recibe.
Entre las
Jovencitas existe una comunidad de gestos y de expresiones que no resulta
conmovedora.
La
Jovencita es ontológicamente virgen, virgen de toda experiencia.
La Jovencita
puede dar pruebas de amabilidad; siempre que uno sea verdaderamente
desgraciado; éste es un aspecto de su resentimiento.
La Jovencita
no concibe el paso del tiempo, a lo sumo se conmueve de sus “consecuencias”. De
no ser así, ¿cómo podría hablar del envejecimiento con tal indignación, como si
se tratara de un delito cometido en su contra?
Incluso
cuando no busca seducir, la Jovencita actúa como seductora.
Algo
de profesional se da en todo lo que la Jovencita hace.
La
Jovencita es toda la realidad de los códigos abstractos del Espectáculo.
La Jovencita
ocupa el nodo central del presente sistema de deseos.
Cada experiencia de la Jovencita se retira incesantemente
hacia la representación previa que ella se hacía de aquélla. La Jovencita
conoce todo el desbordamiento de la concreción, toda la parte viva del paso del
tiempo y de las cosas, sólo en calidad de imperfecciones, de adulteración de un
modelo abstracto.