En diciembre
de 1970 se tuvo lugar el célebre proceso de Burgos contra varios activistas de
ETA de esta época, a los que se pedía la pena de muerte. El tribunal militar
extraordinario, que exhibía impúdicamente un variado repertorio de métodos chusqueros que manifestaban su
desprecio a las formas jurídicas convencionales, suscitó múltiples protestas
internacionales. Las movilizaciones en España alcanzaron una intensidad sin
precedentes. La situación política era explosiva y la tensión se hacía patente.
Ante la escalada de protestas el régimen decretó el estado de excepción durante
seis meses. Esto significaba que la policía podía retener a los detenidos más
allá de los tres días preceptivos antes de ser puestos a disposición del juez.
En los días
siguientes a la proclamación del estado de excepción fui detenido en una manifestación callejera
en Madrid. Estuve veintiocho días en los calabozos de la Dirección General de
Seguridad. Después fui conducido a la prisión de Carabanchel, donde permanecí
hasta mediados de mayo, fecha en que salí para asistir a la boda de mi hermana,
con el compromiso entre mi madre y la policía de abandonar Madrid, residiendo
en custodia de un familiar en otra provincia. Así fui a Sevilla a casa de unos
tíos. En total estuve seis meses privado de libertad sin pasar por ninguna
autoridad judicial. De este modo pude vivir una situación de excepcionalidad
doble: la normalidad excepcional propia del franquismo fue reforzada por una
intensificación de las dosis de la misma.
Los
veintiocho días de estancia en el calabozo completamente aislado, fueron muy
importantes para mí. No me quedó otra opción que desarrollar mecanismos
psicológicos de autodefensa, ampliar el umbral de mi resistencia a la
adversidad y consolidarme en el arte de la meditación. También reforcé mis
creencias y convicciones hasta llegar al
límite del misticismo, haciendo de mi ideología una rigurosa religión civil que
me reafirmaba interiormente cada día. De este modo pude soportar la situación
de fatalidad en que me encontraba y
salir airoso de este trance sin ceder ante la policía, que no pudo obtener una
declaración sobre la que fuera factible conducirme ante el juez del Tribunal de
Orden Público. Pero lo más primordial de esta vivencia fue el aprender a
desenvolverme en relaciones en las que mi posición es desproporcionadamente
inferior frente a un interlocutor en situación de superioridad. Saber gestionar
mi insignificancia frente a a los poderes es una cuestión fundamental en mi
vida, en todos los tiempos y hasta hoy mismo.
En los
largos días de calabozo estuve totalmente aislado. Solo podía hablar con los
policías vigilantes en el sótano, además
de la conversación forzada con mis interrogadores. Los ritmos discontinuos de
los interrogatorios, en tanto que era tiempo de Navidad, me hicieron perder la
orientación temporal. Las referencias
acerca del tiempo que llevaba allí se fueron desvaneciendo. La contribución de
la privación visual fue determinante, en tanto que estuve privado de la luz del
día, puesto que solo accedía a ella cuando me interrogaban en las horas de luz.
Pero los policías eran sujetos noctámbulos y la mayoría de los interrogatorios
fueron nocturnos. Mi vista fue castigada por las penumbras de las luces
lúgubres permanentes de la celda, las luces de neón y los extraños efectos de
las sombras en los pasillos que conducían desde el calabozo a las distintas
salas de interrogatorio por las que desfilé, así como los juegos de luces de
algunos interrogatorios, que alternaban las de los techos con las bajas de las
mesas, acompañadas en alguna ocasión por la luminosidad exterior que se
filtraba por las ventanas.
Pero el
estado de confinamiento, como señalé en el anterior post de memorias carcelarias,
privilegia el canal auditivo, que con el tiempo adquiere una preponderancia que
no tiene parangón en la vida ordinaria. Así los sonidos de fondo en la celda
–los cerrojos, las voces de los policías de guardia, los pasos cuando traían o
llevaban a otros a interrogar, los cambios de guardia, las llamadas de otros
detenidos para pedir salir a hacer sus necesidades, los metálicos de los carros
en el reparto de las tres comidas, los conflictos que suscitaban voces fuertes
de los guardianes y otros-. La celda era un universo auditivo, en el que la comunicación
con el exterior se realizaba principalmente mediante este canal.
En un medio
así la única forma posible de resistencia y de comunicación entre los
confinados era aprovechar algún momento en el que fuera posible silbar
canciones cargadas de sentido compartidas por los otros. En tanto tiempo
aprendí a seleccionar los momentos en los que se hacía posible hacerlo durante
uno o dos minutos, en tiempos en los que los guardias estaban ocupados en otros
menesteres o se producían interferencias por otros ruidos derivados de
situaciones de excepción o de cambio en las actividades del ciclo diario. En
estos momentos - liberados de la lógica de los silencios, los cerrojos, los
pasos de los tránsitos o las voces de los guardianes- las músicas silbadas eran un medio formidable
de liberación personal y estímulo hacia los demás. Silbar era la única forma de
resistir posible y proporcionaba un chute de energía extraordinario,
regenerando la convicción personal frente a los guardianes. El número uno de
las músicas silbadas era el “Ay Carmela”, junto a otras en las que mi
preferencia era el “Bella ciao”. Ahora mismo lo estoy canturreteando aquí
frente al ordenador.
También
hablar entre celdas próximas enviando mensajes orales cortos para aliviar el
encierro y apoyar a los encerrados. En
los tránsitos desde la celda, era posible mirar a a las ventanillas de los
demás confinados. Así se hacía factible la
emisión de un gesto breve, pero muy importante para erosionar el orden
del encierro. Durante la mayor parte de los días pude comunicarme varias veces
con un dirigente de la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores) que se
encontraba en la celda de enfrente. A él le presionaba mucho más la policía que
a mí, y los interrogatorios eran más frecuentes y duraderos. Ambos acabamos en
la prisión donde pudimos comentar los avatares.
Los
interrogatorios míos los coordinó el célebre González Pacheco, Billy el Niño.
En esta ocasión no me pegaron. Solo uno de los policías secundarios, un hombre
mayor de aspecto desaliñado, me dio varias bofetadas irritado por mis
respuestas. Los policías eran, en general, torpes, simples y agresivos. Algunos
se ubicaban en la frontera del arquetipo del psicóparta. Billy el Niño se
presentaba siempre vestido con elegancia y trataba de transmitir una imagen de
policía profesional. En este tiempo yo era un dirigente estudiantil reconocido
y había participado en campañas que habían propiciado encuentros con líderes de
la oposición. Me había reunido con Areilza, Ruiz Giménez, Tierno Galván y
otros. Mi primer abogado fue Gregorio Peces Barba y en la facultad tenía una
relación abierta con profesores prestigiosos y autoridades académicas, tales
como Raúl Morodo o Carlos Ollero. Este capital político me protegió, en
contraste con otros compañeros que fueron golpeados sin piedad. Mi estatuto
privilegiado era patente.
En este
tiempo, uno de los métodos de acción era lo que llamábamos los comandos. Estos
eran convocatorias clandestinas que afectaban a cien o doscientas personas, que
se congregaban a una hora convenida en un lugar estratégico con un impacto
visual en Madrid, para hacer “un salto”, que era una manifestación que
interrumpía el tráfico. La la que la policía tardaba como mínimo diez minutos
en llegar. El coste beneficio de estas acciones era muy considerable. Pero los
meses anteriores a mi detención, la policía estaba presente en las
convocatorias. Era una señal inequívoca de que habían logrado infiltrar un
confidente. Pues bien, este era un joven agente que se había introducido en la
célula de Ciencias Políticas, de la que yo era el responsable. No se atrevió a
entrar en los interrogatorios, pero a los pocos días lo vi observando tras una
puerta. Pude avisar a varios de los detenidos y el mensaje llegó al exterior,
quedando neutralizado.
En el mes de
septiembre de este año comencé el servicio militar en el Centro de Instrucción
de Reclutas de Colmenar Viejo. Allí formamos en la décima compañía una célula
muy activa del partido comunista. Nuestras actividades abiertas suscitaron la
preocupación de los oficiales. El capitán nos convocó en su despacho a un
destacado activista y a mí. Ël estaba sentado tras su mesa y nosotros firmes de
pie. Nos advirtió acerca de nuestra actividad y nos amenazó con sus
consecuencias. Cuando estaba hablando me desplomé encima de su mesa. Mi
compañero se asustó, en tanto que pensó que me abalanzaba sobre el capitán.
Este desmayo suscitó una visita al médico que me diagnosticó tensión baja. Tras
dos meses en Colmenar mi familia consiguió que me hicieran un examen médico en
el hospital militar Gómez Ulla, pues tenía un ojo vago. Tras varias pruebas,
dictaminaron mi “inutilidad para el servicio”.
Nada más
salir del campamento me incorporé al partido en Madrid y tan solo en quince
días fui detenido. Mi tensión baja favoreció que me desmayara de nuevo en uno
de los interrogatorios. Esta incidencia suscitó una paradoja insólita. La
policía política me envió a un médico que me asistió con la finalidad de
restablecer las condiciones que permitieran ser interrogado. No olvidaré nunca
la visita de este profesional, que me asistió en mi celda primero y después me
examinó dos veces en un despacho. En la consulta manifestó un desprecio a mi
persona superlativo, además de un odio difícil de ocultar. Su trabajo consistió
en ponerme en condiciones de ser interrogado. Me dieron unas pastillas y
reforzaron las raciones del sórdido menú. Esta herida simbólica con el médico
siempre ha quedado grabada en mi interior, siendo activada en distintas
ocasiones cuando presencio un episodio de medicina basada en la indiferencia y
la hostilidad.
Con
posterioridad, supe que la policía interrogó a mi hermana, que era una adicta
incondicional al régimen. También de las gestiones de mi animosa madre, opuesta
a mis ideas, que peleó con los policías para hacerme llegar ropa limpia y
alguna vianda navideña. Con el paso de los días mi aspecto era deplorable. La
suciedad era inevitable, pero formaba parte del guion, en tanto que se trataba
de debilitarme psicológicamente para obtener una declaración. En ese proceso,
la humillación se presentaba en un repertorio variado de formas. Se esperaba
que la estimulación negativa del tacto y el olfato actuaran como factores de
erosión psicológica. Por eso nunca me llegó nada, a pesar de que mi madre
insistía, en tanto que no se sabía cuánto tiempo iba a durar esta situación.
Con el paso
de los días la suspensión del tiempo tuvo unos efectos contrarios a los
esperados por la policía política. Los humanos somos capaces de desarrollar
mecanismos de adaptación hasta un nivel inimaginable. Una vez pasadas las dos
primeras semanas me encontraba mucho mejor que al principio. En las largas
horas de soledad había generado una meditación que me aproximaba a un estado de
misticismo. Me sentía orgulloso de haberme pasado al lado de los vencidos y de
la república. También era consciente de mi condición de privilegiado, que
contrastaba con otros detenidos que pasaban por el pasillo reventados por
golpes. Cada vez que subía a interrogatorio maximizaba mi sentimiento de
rechazo a los policías, tanto por sus métodos como por lo que representaban.
Eran los mismos que habían asesinado a Enrique Ruano o habían tirado por la
ventana a Julián Grimau unos años antes.
La situación
de bloqueo de los interrogatorios y la llegada de muchos detenidos, ya en
enero, determinó la renuncia de los interrogadores y mi traslado a la prisión
sin declaración. Tantas horas con ellos me han legado una sensibilidad especial
respecto a sus arquetipos personales. Por eso me movilizo interiormente cuando
contemplo los sucedáneos de interrogatorio imperantes en en los platós de la
tele. Eduardo Inda y su estilo convencional es el más representativo, pero si
tuviera que hacer un retrato robot del estilo y la mente del interrogador de la
brigada social, saldría Antonio Jiménez,
de 13 TV. Así eran, exactamente como él: frases cortas y contundentes; gestos
de rabia cuando contestaba; interrupciones bruscas; risas sarcásticas tras las
que se manifestaba la descalificación y la condena.
Cuando fui
conducido al furgón que me trasladó a la cárcel de Carabanchel tuve un sentimiento
de alivio, a pesar de la sordidez de los cacheos y la indiferencia de los
guardianes del viaje. Tras los tres días preceptivos de aislamiento llegué a la
sexta galería, donde habitaba un amplísimo colectivo de presos políticos, que
vivían en unas condiciones muy diferentes que cuando estuve en ella dos años
antes. Me recibieron muy afectuosamente. Era el primero que llegaba tras
veintiocho días por el estado de excepción y sin declaración. Pude ducharme,
ponerme ropa limpia, conversar con otros e ir recuperando mis sentidos.
La
experiencia corporal más importante fue tomar mi primer café tras un mes de
abstinencia. En ella redescubrí las fantásticas propiedades estimulantes del
mismo. Fue un verdadero colocón que ratificaba mi adicción. En la cárcel no
daban café, pero uno de los presos -Joseba Elósegui - que fue el que se prendió
fuego y se arrojó sobre Franco en un frontón en San Sebastián, y que después
fue senador por el PNV- hacía buen café en su celda. Esa taza fue el comienzo
de mi recuperación sensorial.
Tras varios
meses en la prisión, salí y me trasladé a Sevilla. Era el mes de mayo de 1971.
La llegada a la ciudad representó una revolución sensorial. Todos mis sentidos
se abrieron a este paraíso primaveral. Pasé en dos días de pasear por el patio
de la prisión, cuyo único horizonte eran los muros, al parque de Maria Luisa,
lugar fantástico donde concurre la naturaleza y la civilización, esto antes de
la explosión del turismo de masas. La vista y el oído fueron complementados por
la explosión del olfato y el tacto. Nunca olvidaré esas sensaciones corporales,
estimuladas por el brutal contraste con respecto a las mazmorras de los últimos
meses. Muchos años después terminé en el sur donde he disfrutado de muchas
primaveras, en las que revivo imaginariamente la del año 71. También cuando veo a Fernández
Díaz y otros ministros del Interior y afines, no puedo evitar silbar las viejas
cancioncillas de mi navidad del año setenta. También cuando veo un programa
informativo en la tele, me sale de dentro el bella ciao. Sin embargo, cuando
paseo con mi perra y con todos los perros que he tenido, nunca les sibo.
Misterios del arte de silbar.
Gracias Iñigo por tu comentario, pero lo has enviado al post anterior. Como confieso mi incompetencia para rectificar desde aquí y el comentario también es muy bonito ¿puedes reenviarlo a este post?
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Reproduzco el mensaje de Iñigo que por error ha aparecido publicado en el post anterior
ResponderEliminarQué bonito, Juan. Me han encantado las luces y los ruidos, y la música silbada. La evocación de la primavera, claro. Y a Inda como Billy El Niño. Y que no silbes a tu perro.
El proceso de Burgos, mi primera huelga. Tenía catorce años, nos llevaba en un Simca mi aita al colegio y los huelguistas debíamos reunirnos en el exterior de la Tabacalera, en el camino al colegio. Que cediera a mi exigencia de parar el coche para que yo descendiera fue su proeza. Y mi orgullo, de caminar hacia los otros huelguistas en silencio, aunque habían visto que aquel tipo de la boina dejaba a su hijo allí, a pesar del temor a las fieras. Joseba Elosegi era parte de nuestro paisaje urbano y sentimental.
Recuerdo que años más tarde ya no silbabas en las celdas, cantabas con letra y tó.
Un abrazo. Que la primavera nos lleve a un buen sitio.
Silbar, yo soy argentina y silbo como actitud, modo cultural por la calle, pienso a veces que es una forma d eliberación de ansiedades y presiones, me gustó elr elato Juan. Muchas grcaias. Quisiera hacer una pregunta, ¿por que no utiliza el concepto de ciudadnía? aCASO NO ES la ciudadnía educada y potente para ejercer su capacidad de juicio en un marco institucional estable y abierto a lo inesperado, la forma de contribuir al aseguramiento de una vida en común libre. No sé, entiendo que las condiciones son muy rejodidas, pero el caso argentino es peor, si no partimos de la ciudadnía a qué nos agarramos.
ResponderEliminarsaludos fraternos, Noelia.
Gracias Noelia por tu comentario. Me siento halagado porque una argentina comente en este blog. Elñ tema de la ciudadanía, que parece una cuestión evidente, es escabroso. Soy muy crítico con quienes pronuncian el término de ciudadano como si no ocurriera nada. Pero en el tiempo presente existen varios dispositivos destinados a intervenir en los procesos de formación de la voluntad política. Los principales son los mediáticos, que ocultan las realidades y las sustituyen por simulacros. Cualquier deliberación es desviada a una actividadaltamente trivializada. También las instituciones nuevas que producen procesos de precarización de las relaciones de las personas con sus iguales. En estas condiciones hablar de ciudadanía parece una temeridad. Ser ciudadano hoy implica liberar un territorio personal de estas instituciones.
ResponderEliminarNo estoy seguro de haber sido todo lo claro que pretendo ser. En caso contrario seguimos.
Saludos fraternos
Ser ciudadano hoy implica liberar un territorio personal de estas instituciones. No entiendo. La ciudadnía crítica desde abajo puede organizar, responder, desobedecer y transformar realidades, autorganizandose, ayudándose,
ResponderEliminarsaludos
Gracias por la precisión. El término "desde abajo" es la clave. Se puede ser ciudadano desde los márgenes de los movimientos sociales, ong u otras excepciones. Pero no "desde arriba", es decir desde las instituciones satelizadas por los grandes intereses económicos y por las maquinarias institucionales que las sirven.
ResponderEliminarSaludos