En los
últimos años se evidencia una revalorización de la salud positiva, la cual se
muestra en todos los espacios públicos por parte de una legión de conversos que
muestran su devoción a los sagrados preceptos que la inspiran. Pero esta
emergencia de la salud no es un fenómeno aislado o ubicado en este ámbito
parcial. Por el contrario, forma parte del paquete integrado que conforma las
nuevas sociedades postdisciplinarias y de control. La salud perfecta es una
parte sustancial de la creación de un sujeto que interioriza los imperativos de
tan condición, desarrollando una vida sana de la que se siente responsable y
protagonista. Tal vida implica la autovigilancia intensa y permanente; la
posesión de un cuerpo trabajado que funciona como un referente individual; la
adhesión a las normas de cuerpo y vida imperantes, y el desarrollo de un
repertorio de prácticas que favorezcan el estado de salud. Toda la vida cotidiana
se subordina a la gestión óptima de uno mismo y a su expresión social en el
espacio público.
La explosión
de la salud asociada a la vida buena saludable implica dependencias nuevas. Ya
no son solo los médicos convencionales, aún a pesar de su reconversión hacia la
asistencia al buen cuerpo, a la nutrición, al ejercicio y al mantenimiento del
mismo para retrasar el envejecimiento. Junto a estos, emergen múltiples
expertos en todas las áreas que conforman la nueva salud. Pero la dependencia
creciente en estos radica en que no es obligatorio acudir a sus servicios, de
modo que la relación con los mismos implica una secuencia de interacciones en
la que el experto debe conquistar y mantener su preponderancia en el vínculo. La
institución de la terapia se impone sobre la vieja medicina, detentando la
hegemonía en las relaciones orientadas a la maximización de la salud.
La
emergencia de la nueva salud se funda principalmente en la ocupación por los activistas
de todos los espacios públicos; en la exposición permanente en las televisiones
de los cuerpos trabajados de los adictos; en la adopción de las filosofías
positivas por parte de los especialistas que tratan a los enfermos graves,
banalizando lo patológico hasta extremos insólitos; en la condena moral a los
incumplidores, a los enfermos irreversibles y a los ancianos irrecuperables, y
también la reconversión terapéutica del estado postfordista. La salud perfecta
se inscribe en la narrativa de progreso que acompaña a estas sociedades. El
bienestar físico constituye el núcleo de la buena vida. El complejo de
industrias y profesiones que lo inspiran se desarrollan impetuosamente. Las bioindustrias
que producen los remedios adquieren un protagonismo incuestionable, así como
los científicos que trabajan en sus productos prodigiosos. Los médicos son
desplazados al segundo puesto en el ranking de la felicidad.
Pero, junto
al optimismo delirante derivado de la expansión de la salud perfecta, se
multiplican las enfermedades, las dolencias, las incapacidades y los
malestares. La sociedad enferma crece paralelamente a los atletas de la buena
salud. La asistencia médica se multiplica ante esta realidad sórdida. Los
malestares de los pacientes múltiples son ocultados en los medios frente a la
atención que suscitan los legionarios del cuerpo y la salud. Los políticos, los
empresarios de moda, los científicos de guardia, los actores de las series de
la seducción de hoy, así como otras especies que anidan en las pantallas,
muestran su estilo de vida sano. Las
marchas matinales televisadas del señor Rajoy adquieren un tono patético, al
ser tomadas como materiales de referencia para narrar la actualidad.
La nueva
salud imperativa requiere la adhesión activa a sus normas y prácticas. Así
conlleva un modelo de autodisciplina extrema y una renuncia a muchas de los
placeres de la vida, que son administrados y racionalizados como excepciones en
dosis minúsculas que garanticen la conservación de la salud, propiedad que es
imprescindible maximizar. Pero, junto al nuevo ascetismo asociado al sacrificio
de la novísima buena vida saludable, tiene lugar una explosión de su reverso
nocturno. En los tiempos de excepción de vacaciones y fines de semana se
constituyen espacios colectivos en donde los congregados compensan el rigorismo
de la buena salud con múltiples prácticas hedonistas que terminan en la
frontera de lo autodestructivo. Este mundo paradójico se expresa en los locales
nocturnos en los que está prohibido fumar, pero en los que el consumo de
alcohol adquiere una intensidad insólita, siempre acompañado de un repertorio
programado de estímulos y drogas que se recombinan entre sí en los climas
eufóricos en que se producen.
La explosión
de la buena salud desposee gradualmente a grandes contingentes de personas de
algunas de las cosas que hacían vivible la vida. Así, el tabaco, el vino,
algunos alimentos deliciosos, el sexo espontáneo y la calma cotidiana,
adquieren el estatuto de la sospecha o la condena. Pero la multiplicación de
los fundamentalismos asociados a la mística de la salud, no impiden que grandes
contingentes de personas experimenten gratificaciones que compensan los
estragos producidos en la vida por la epidemia de la salud. En particular la
motorización representa un momento en la vida diaria de repliegue a una cabina
cerrada en donde no rigen las normas sociales. Así se conforma un espacio de
huida a un lugar confortable que termina en una adicción compensatoria frente
al estado de movilización colectiva impulsado por la salud perfecta y su
repertorio de conminaciones y reglamentaciones.
En 1988
Moncho Alpuente publicó un libro en Arnao Ediciones, que con el título “Solo para fumadores”,
incluía varios trabajos que expresaban la resistencia ante la gran explosión de
la salud, que invadía todas las esferas de la vida mediante un catálogo de
prescripciones salubristas fundados en la condena de los “factores de riesgo”, siempre
asociados a distintas prácticas sociales. Su obra expresa la resistencia de los
desahuciados por el vendaval de la salud. Uno de los trabajos se denomina
precisamente “Más limpios, más sanos, más tontos”. Reproduzco una parte del texto en tanto que
desde la perspectiva que otorga el presente puede estimular la reflexión y las
distintas interpretaciones susceptibles de definir este fenómeno epidémico.
“ El joven del año 2000 correrá al menos una
vez al mes en multitudinarias maratones populares; se alimentará de salvado,
avena, alfalfa y otros piensos naturales; beberá zumos de frutas y derivados
lácteos; acudirá al trote ligero a su centro de trabajo; será monógamo,
abstemio y no fumador, y en sus ideas políticas se mostrará moderado,
pragmático, conservador y liberal.
Detestará las emociones fuertes y los
cambios de ritmo imprevistos; tendrá los dos pies sobre el suelo, y cultivará
con celo su cuenta de ahorros. La salud y el dinero serán sus valores supremos;
en el sexo preferirá la fecundación in vitro y los embriones congelados; será
narcisista e individualista dentro de un orden, firme partidario de los
mecanismos de control social; amará la regla frente a la excepción; desconfiará
de los rebeldes y de los profetas, y rendirá culto a los sondeos y pleitesía a
las estadísticas.
El éxito profesional será su meta, y
su carrera hacia la cumbre la realizará en solitario y mostrando los dientes a
sus adversarios; no tendrá compañeros sino competidores, y su participación en
movimientos de tipo reivindicativo se limitará a la defensa del salario y puesto
de trabajo siempre amparado en el anonimato de una mayoría confortable. Será
tibio en cuestiones religiosas, ambiguo en temas políticos, agnóstico en
materias sexuales y ecléctico en gustos artísticos, que obedecerán a los
criterios mayoritarios”.
El texto
evidencia la relación de la salud positiva con el paquete en la que se
encuentra integrada. Se trata de la fabricación de un sujeto que entienda la
vida como un conjunto de programaciones articuladas mutuamente, todas ellas
sujetas a la observación y medición, lo cual permite su control. No he podido
evitar una sonrisa al transcribirlo, pues yo mismo, ahora en 2017, estoy
tomando germinados de alfalfa en mis ensaladas. Los momentos desprogramados y
placenteros de la vida diaria, en los que las pequeñas maravillas de la vida
pueden aparecer, dando lugar a sorbos de bienestar, son reintegrados en una
programación racionalizada cuyo objetivo es la optimización de la salud.
El título
del texto, que equipara el cuerpo limpio forjado por obligaciones y la salud
suprema con la condición de tontos, me parece sugerente. Los contingentes de
jóvenes de distintas generaciones que conforman el núcleo de la movilización
por la salud positiva, se encuentran desplazados a una educación forzada de
temporalidad sin fin que antecede a su relegación laboral. Se trata de un grupo
crecientemente marginado en las empresas y las organizaciones. Las tasas de
subempleo y desempleo, así como sus condiciones de vida representan un
retroceso con respecto a las de las generaciones anteriores.
Un requisito
para que este retroceso social sea efectivo es la multiplicación de los tontos
que es la consecuencia del paquete integrado de la sociedad emergente de la
salud perfecta y el nuevo control social. En este
el sujeto (sano) se emancipa de lo colectivo, representado por un conjunto de
instituciones, que pierden su generalidad para transformarse en haces de
relaciones en las que participa directamente. La disolución de las viejas instituciones es la condición necesaria
para la individuación de la que resulta el sujeto sano y relegado en cuestiones
fundamentales de lo común y colectivo. En esta situación, aquellos que agotan
sus energías en la gestión óptima del sí mismo liberándose de lo colectivo,
devienen inevitablemente en una rica gama de tontos. Mi sentencia es favorable
a la propuesta de Moncho Alpuente: Sí,
más limpios y sanos, pero más tontos.
Vivo entre
portadores de cuerpos sanos ajenos a las instituciones. Por eso es inevitable
el recuerdo de Moncho Alpuente. En este mismo libro, uno de sus textos “Pesadilla
light” describe agudamente algunas personas y contextos de la nueva salud
incompatibles con cualquier inteligencia. Como paseante empedernido me
encuentro con los caminantes programados múltiples, en cuyas marchas ha
desaparecido cualquier dimensión gratificante asociada a los sentidos. Son los
cronometrados, los que cuentan calorías, pasos y otras especies. Me inquieta
interrogarme acerca de sus mentes.
En las palabras de Moncho " Alrededor de la zona acotada pupulaban niños rubios y adolescentes esbeltas, atletas musculosos, amas de casa con atuendo deportivo y jubilados sonrientes de trotecillo corto y sonrisa beatífica; grupos de disciplinados gimnastas repetían infatigablemente sus tablas de ejercicios bajo la supervisión de monitores expertos, se escuchaban a través de altavoces cuidadosamente disimulados entre las frondas que, a breves intervalos, repetían las consignas del Ministerio de SAlud Pública --nadie quiere a los gordos, Aprenda a respirar correctamente. Salud es belleza. Un cuerpo para toda una vida...--".
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