DERIVAS DIABÉTICAS
La cena es
una práctica cotidiana que suscita distintas y contradictorias significaciones
para los enfermos diabéticos. Los profesionales controladores de tan prosaica
enfermedad la entienden como una ingesta de carbohidratos, proteínas, grasas y
calorías que completa el ciclo diario de la nutrición, determinada por el
riguroso tratamiento. Esta remite a su relación con las magnitudes que expresan
el estado biológico de la enfermedad. Pero la cena no es siempre un acto
mecánico, programado y racionalizado. En la vida diabética, siempre en
cautividad insulínica, aparecen otras significaciones placenteras y sociales.
Así, la cena puede adquirir, en ocasiones, dimensiones tan gratificantes que
sustentan a una parte de las pequeñas maravillas de la vida. Así se invierten
los significados nutricionales y se puede convertir en un espacio en el que lo
patológico es relegado.
Pero la cena
mecanizada y sometida al imperativo supremo del tratamiento se corresponde con
la prescripción enunciada por los controladores profesionales. Estos obtienen
su conocimiento en una situación de laboratorio. El hospital y la
hospitalización es el espacio en donde el paciente es sometido a una situación
experimental en la que los científicos controlan todas las variables, de modo
que es posible programar “científicamente” las dosis cotidianas que conforman
el tratamiento. El laboratorio es la matriz del imaginario profesional de la
atención médica, el espacio que genera los supuestos y los sentidos de la
atención. En él habitan los profesionales que se encuentran en la cima de la
pirámide de profesiones que componen el dispositivo de los controladores de la
diabetes y sus víctimas.
Pero la
situación de laboratorio no es la misma que la de la vivencia de la enfermedad
en un contexto abierto de libertad vigilada, en el que entre control y control,
que significa inevitablemente el eterno retorno a la situación de laboratorio,
en tanto que el paciente es ubicado en el mundo de las pruebas, los resultados
y la supervisión subordinada al imaginario profesional. Las consultas de
revisión significan la estancia provisional en el mundo de la manufactura
terapéutica, en el que la vida se detiene en un paréntesis breve, para volver a
hacerse presente hasta el siguiente control.
Pero si para
el paciente la consulta de control es un momento de revivir el laboratorio,
para los profesionales del dispositivo controlador ocurre justamente lo
contrario. Para ellos es la vida quien puede comparecer fugazmente, aludida en
una conversación generada por el resultado de alguna de las mediciones, en la
que predomina el espíritu del laboratorio. Durante algún tiempo albergué la ilusión
de que los médicos generalistas o las enfermeras fueran portadores de modelos
asistenciales diferenciales al de los operadores de la factoría endocrinológica
del tratamiento de la diabetes. La verdad es que la hegemonía endocrina es absoluta. Estos especialistas son quienes
fijan sus estándares y los modelos de atención. Los protocolos de atención a
los diabéticos son escrituras endocrinas que los sistemas de información
imponen sin contrapartida.
La cena es
uno de los acontecimientos de la vida cotidiana que adquiere una naturaleza
fronteriza entre el mundo del laboratorio y el de la vida real. Porque la cena
no puede ser entendida desde la perspectiva de sus componentes nutricionales y
los cálculos del control metabólico. Se trata de una extraña ingesta de
alimentos que precede a las horas de la noche, que se entiende como un tiempo
muerto de reparación ubicado en el final de un día de luz, trabajo,
obligaciones y prácticas de atención a la enfermedad. Este tiempo antecede al
día siguiente rigurosamente inscrito en un ciclo temporal de ingestas sucesivas
para controlar las glucemias y gestionar sus altibajos.
Esta
perspectiva otorga a la cena una naturaleza que se puede sintetizar como
ingesta nocturna. Esta se encuentra determinada por las cantidades parcas de
alimentos y su composición ligera. Así, la cena es necesariamente una comida
austera, cuyo contenido remite a las proporciones de las calorías diarias y
otras magnitudes que detentan una preeminencia en el mundo de las
significaciones del laboratorio. En el mundo de lo biológico-medido no existen
excepciones. Todas las cenas son iguales, conformándose como ingestas de
alimentos en un ciclo horario inmutable y recurrente. Cuando el enfermo regresa
al laboratorio en la consulta de revisión, es frecuente la pregunta que alude a
la hora en que se realiza esta prosaica ingesta de alimentos. Es altamente
sugerente que los términos procedentes del laboratorio, tales como ingesta, no
tengan sinónimos.
Pero la vida
diaria es otra cosa completamente distinta. En las sociedades del presente la
vida se ha escindido en dos períodos temporales contrapuestos. La estabilidad
de los días laborales contrasta con el tiempo del fin de semana, que es
gobernado por otras lógicas muy diferentes a la del cálculo racionalizado. Voy
a decir una cosa muy impertinente para los médicos que lean este texto. Lo hago
con la intención de que puedan reflexionar al respecto. Llevo casi veinte años
de vida en compañía de la insulina. Pues bien, nunca, nunca me ha preguntado
nadie por el fin de semana. Las preguntas en las consultas-laboratorio sobre la
vida son tan rigoristas, que conforman este tiempo excepcional como un área
extraña a la atención a la enfermedad. Desde hace muchos años pregunto a otros
pacientes al respecto y todos compartimos la misma experiencia. El fin de
semana es el largo tiempo vital que denota la separación de la atención médica
y de la vida. Porque la pregunta a otro paciente en cualquier encuentro es
¿cómo te apañas el fin de semana?
El fin de
semana altera los patrones horarios, las prácticas cotidianas y las relaciones
sociales ordinarias de las prevalentes en los tiempos organizados por el
trabajo y la obligación. La cena es un acontecimiento social, en la que
concurren amistades, experiencias y emociones. En este encuentro se consumen
alimentos especiales gobernados por el placer, que conforman un espacio de
experimentación culinaria. Las cenas largas de los finde no son la antesala del
descanso reparador de las noches ordinarias sino el comienzo de un tiempo
activo que conforma el paradigma de lo nocturno, que despliega muchos posibles.
Este tiempo vivo, gratificante para los cuerpos y los espíritus, se ubica en
una frontera escarpada con la salud. Pero es un intervalo en la vida que no se
encuentra regido por la racionalidad y el cálculo, sino por los sentidos, las
sensibilidades, las pasiones y las subjetividades liberadas de
racionalizaciones. Las sociabilidades que resultan del finde se asocian a
climas eufóricos y celebrativos de la vida en distintos grados.
En este
mundo polifónico del fin de semana se inserta la vida de los diabéticos. La
incompatibilidad de los rigores del tratamiento con el ambiente social y sus
requerimientos adquiere su máximo valor. La cena rutinaria deviene en múltiples
cenas posibles. Las amistosas, las celebrativas, las asociadas a eventos
mediáticos, las amorosas, las de exploración del gusto y otras muchas. En estas
condiciones se suscita el problema de cómo puede un paciente negociar con su
ambiente y los microacontecimientos que aparecen en su vida. Desde el
laboratorio no hay respuesta a esta cuestión. Ni siquiera aparece en la
conversación pautada en la consulta, ni en los protocolos, ni en las
referencias profesionales.
Entonces
¿debe abstenerse el paciente en el tiempo de finde y configurarse como un ser
solitario asocial? ¿en el caso de integrarse en su mundo social, debe detentar
un estatuto especial? ¿es posible eso? ¿la mejor solución es la creación de
guetos diabéticos de los finde? Estas
preguntas, ajenas al mundo del laboratorio que entiende la cena como un acto de
ingesta regido por el cálculo, ni siquiera están problematizadas en el mundo
profesional. Se trata de un espacio mudo sin discursos que cada enfermo oculta.
El estatuto
de subordinación de los pacientes en el mundo del laboratorio de las consultas
de revisión y los reingresos hospitalarios determina que la vida, que se
presenta en estado de esplendor en las cenas especiales, sea desplazada al
interior de cada cual y se conforme como un espacio vital no socializado.
Termino aludiendo a una prescripción que me hicieron en el hospital, cuando
estuve ingresado por cetoacidosis diabética. Me insistieron acerca de la
importancia de pesar los alimentos en crudo para controlar las cantidades. Los
dos primeros años de vida en cautividad insulínica lo hice. Un insigne
diabético se rió mucho de mí cuando se lo confesé. Ahora me pregunto acerca de
la incompatibilidad de los pesos pequeños y las cenas sociales y sus climas del
fin de semana. Estas son cosas disparatadas derivadas del espíritu del laboratorio.
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