DERIVAS DIABÉTICAS
Vivo desde
hace 19 años en cohabitación con la insulina. Ahora atravieso una crisis con
esta extraña pareja que invade inevitablemente mi cotidianeidad. Es evidente
que sin ella no hubiera podido vivir. Su funcionalidad para los diabéticos le
otorga un prestigio acreditado, siendo considerada como una estrella del reino
de los medicamentos. Pero sus contrapartidas y efectos perversos sobre la vida
diaria de sus receptores constituyen lo que me gusta denominar como un “espacio
mudo”. Este es un espacio vacío, en el que la ausencia de discursos autónomos
de los enfermos es reemplazada por los discursos profesionales ajenos a la
vida. El paciente comparece como una extensión delegada de los profesionales y
los medicamentos. Esta es la razón por la que escribo mis derivas diabéticas.
El envés de
la insulina radica en que uniformiza muy agresivamente la existencia, de modo
que las excepciones son castigadas inmisericordemente. Si aparece una situación
vital nueva, en la que su protagonismo es desplazado a segundo plano, termina
pasando una factura desmesurada, recordando que ella es la copropietaria
ineludible del cuerpo en el que se inserta. Así se conforma como la excepción a
la regla de lo licuado enunciada por Bauman. En este caso, este líquido
adquiere una preponderancia insólita deviniendo en una realidad
insoportablemente sólida. Además, transforma la piel en un campo experimental
para las agujas. Las distintas zonas corporales son castigadas sin piedad todos
los días sin excepción, instalándose como un instante desagradable e inevitable
en la cotidianeidad. El cuerpo es cartografiado y convertido en el valle de las
agujas que le sirven.
La insulina
invade el primer pensamiento del día al
despertar. Esta intromisión es una impertinencia que soporto de mala manera.
Desde siempre valoro mucho ese primer momento en el que mis sentidos y mi
cerebro se ponen en marcha. Es importante estimularlos mediante las imágenes
gratificantes de los buenos momentos cotidianos que están esperando su turno en
el desarrollo de la jornada. En los últimos años me encuentro al despertar con
el cuerpo de mi perra Totas, que, sin excepción, me hace sus carantoñas
celebrando el nuevo día, en espera de un detalle de reciprocidad. En ese
momento, en el que busco una música que ayude a mi espíritu y mi cuerpo a
incorporarse, la insulina hace su primera intrusión, remitiéndome al cálculo
acerca del estado de mi glucemia, remitiéndome a las actividades del día, que
influyen en el cómputo de la cantidad que me voy a inyectar en el segundo
pinchazo, en tanto que el primero es un castigo a uno de los dedos para conocer
cómo estoy.
La apelación
a la buena vida, referenciada en los sentidos y los estados corporales,
mentales y emocionales, es asediada por la racionalización asociada a la
administración de este líquido y al repertorio de agujas que lo acompaña. Tras
el inicio de la jornada, siempre estará presente en las distintas fases del
día, adoptando la forma de un recordatorio o de una amenaza latente. El
inapelable aserto que define un buen estado de control a la relación entre la
dieta, el ejercicio físico y la cantidad de insulina inyectada, se proyecta a
todos los momentos constituyendo un sujeto cuya vida siempre está determinada
por la autoobservación y cálculo. Así se
contrapone a las pequeñas maravillas de la vida, que aparecen inesperadamente
en cualquier momento, no siempre asociadas al cálculo o programación.
El
medicamento líquido inyectable es atravesado por una paradoja, que me gusta
denominar como “la paradoja de la insulina”. Esta radica en que, cuando se
obtiene un resultado de glucemia recomendado por la autoridad profesional, en
torno a 120, el cuerpo comienza a protestar disminuyendo todas las
intensidades. Es el estado de bajas energías que limita todas las actividades
posibles. Además, estar bajo moviliza la memoria de las hipoglucemias. Esta es
la peor experiencia personal de la enfermedad. Entonces, un paciente diabético
estabilizado es inevitablemente un ser condicionado. Los estándares
profesionales, que remiten a una hemoglobina glicosilada inferior a 7 como
paradigma del buen control, estableciendo el umbral del 8 como intolerable,
implican una vida que minimiza muchas de las actividades que la hacen
gratificante. Esta paradoja está siempre presente en la mente del paciente, en
tanto que la vida inevitablemente limitada que recomiendan los profesionales del
control, colisiona con cualquier idea de lo que es una vida aceptable. Estar
bajo es una situación problemática que establece una frontera inaceptable. Este
es el gran secreto de la enfermedad vivida.
La
consecuencia es que el estado de alerta por déficit o exceso de este líquido
milagroso se hace omnipresente. La vida adquiere una dimensión
impertinentemente cronometrada. Con el paso de los años se confirma la
importancia de los tiempos entre el pinchazo y la comida. Las insulinas rápidas
son mortíferas. Veinte minutos después de su ingestión manifiestan sus efectos
devastadores. El desencuentro entre los usos sociales en las tierras de tapas
en las que habito, donde se come socialmente con lentitud acompañados de
conversación y otros rituales, es patente. Un paciente bien controlado tiene
que renunciar a la vida social en los tiempos de acción de las insulinas rápidas,
constituyéndose en un ser eventualmente solitario.
La tarde es
el momento mejor para la vida de un insulino-dependiente. Es un tiempo largo en
el que el estado corporal es más aceptable, debido principalmente a los efectos
de la comida. La energía amortiguada de la mañana se torna en un acrecentado
vigor que proporciona una buena experiencia percibida. Siempre que he podido
imparto las clases en la tarde, que es una transición pausada entre la mañana
limitada y la noche liberada de insulina rápida. En este tiempo, la paradoja de
la insulina, consistente en la inviabilidad vital del modelo profesional
propuesto, se atenúa. Este es el momento para realizar actividades físicas de
paseo, gimnasia o bicicleta. También de esperar el tiempo de la noche, en el
que la insulina lenta facilita las relaciones sociales y las distintas
actividades vitales que proporcionan sentido a la vida.
La
programación profesional de la vida diabética es sencillamente imposible para
un paciente activo. Las seis comidas son inviables en cualquier secuencia
cotidiana. Al principio iba con la media manzana envuelta en papel albal con la
esperanza de rescatar un momento de intimidad para consumirla. Recuerdo las
sesiones en la EASP, en las que tenía que aprovechar el descanso para devorar
la manzana en un escondite. La búsqueda de espacios de invisibilidad es una de
las actividades asociales vinculadas a la condición de consumidor de insulina.
La búsqueda de escondites es una competencia esencial.
El fin de
semana es un tiempo de excepción en el que se modifican los horarios y los
ciclos de actividades vitales. En este caso
es necesario acomodarlos a la administración de las insulinas. Es en
este tiempo donde se ponen de manifiesto más impertinentemente los límites que
imponen el líquido y las agujas. Así se conforma una tiranía escasamente dulce
que hace patente las limitaciones. La estabilidad de los horarios es un
requisito de la condición de enfermo. La
secuencia de actividades y tiempos del fin de semana se hacen presentes
el lunes de modo inexorable.
Pero lo peor
de la tiránica insulina es que impone su presencia protagonista en todas las
relaciones sociales. Cualquier relación amorosa deviene inevitablemente en un
trío, haciendo compatibles las caricias y los besos con los pinchazos,
imponiendo una experiencia corporal que se funda en los contrastes. Lo mismo en
cualquier grupo amistoso, que se encuentra interpelado para adaptarse a la
excepción del “insulota”. Los tiempos precisos, las prohibiciones latentes, las
incompatibilidades y otros factores erosionan la espontaneidad, limitan los
posibles y reestructuran las actividades comunes para hacer respetar la
diferencia.
Todo termina
en la noche. En las horas del lecho la extraña dama se hace presente en los
sueños. En una situación de prehipoglucemia el inconsciente hace explotar todas
las imágenes de los placeres dulces prohibidos. Esta es la señal de que la
frontera de la hipoglucemia se ha convertido en realidad. Al despertar las
alertas se disparan, pero, de nuevo paradójicamente, contrasta con la debilidad
de las fuerzas. La cabeza se encuentra en estado de lentitud exasperante y los
brazos no tienen fuerza. La busca de soluciones tiene que ser inmediata, para
experimentar la última paradoja: todo termina en una subida que requiere del
arte de incrementar la dosis de insulina para volver a la estabilidad. En
ocasiones se puede tardar dos o tres días en conseguir doblegar las subidas y
bajadas.
La vida
cotidiana de un diabético estriba en conseguir maximizar las gratificaciones vitales
sin afectar a la estabilidad. Esta cuestión, que parece tan sencilla, es un verdadero
desafío que requiere inteligencia, capacidad de aprendizaje y una voluntad
acreditada. En este proceso el sujeto diabético tiene que aprender a confiar en
sus propias fuerzas, pues es casi imposible obtener ayuda profesional para esta
cuestión. El sistema profesional se orienta a controlar la enfermedad, quedando
la vida, bien en segundo plano o bien en las áreas secretas que acompañan a las
consultas orientadas a la patología y sus estándares. La finalidad del paciente
es, por el contrario, conseguir elevar el techo de una buena vida. Ahí estriba
la soledad irremediable del paciente diabético.
En estos
días atravieso una crisis derivada del mal estado de la enfermedad. El origen
de la crisis se remite a la vida, que ha sido desestabilizada por una excepción
que la patología no tolera. Ha pasado su factura. Pero el tratamiento de la
nueva situación se polariza a una reestructuración de las insulinas. El
dispositivo médico-industrial me administra una nueva maravilla, la Tresiba,
insulina de nueva generación que viene acompañada de la promesa de la
estabilidad eterna. Se supone que mis hipoglucemias remitirán con el nuevo
tratamiento insulínico, con relativa independencia de mi vida., que se entiende
como un proceso mecanizado de ajuste entre los tres factores influyentes En
tanto que la nueva dama que se asienta en mi cuerpo tiene la pretensión de estabilizarme,
yo tengo la obsesión de experimentar una vida diaria lo mejor que sea posible. Me pregunto acerca de si un día podré liberarme de las agujas y de esa intrusiva y dominante señora.