La cárcel es
una institución perversa que desempeña una función fundamental en el orden
social. De este modo es inseparable de la sociedad global. Las prisiones son
los contenedores en los que se almacena a la población efectivamente
penalizada. Esta resulta de una selección tenebrosa de aquellos que incumplen
distintos preceptos del código penal. Esta selección es realizada mediante la
concertación de varios dispositivos tales como la policía, los tribunales y las
instituciones penitenciarias, que clasifican y depuran a los imputados por
distintos delitos, una parte de los cuales termina en la prisión. Esta operación
de selección y tratamiento de la delincuencia constituye una verdadera apoteosis
de la desigualdad social, en tanto que muchos de los transgresores del código
penal no son perseguidos efectivamente.
He pasado
más de un año de mi vida entrando y saliendo de la antigua prisión de
Carabanchel en mi condición de preso político. Me he decidido a contar algunas
experiencias personales sobre la cárcel. La transición política y el
postfranquismo han generado varias paradojas. Una de ellas es la contraposición
entre el volumen de la población encarcelada por su defensa de la república o
la oposición a la dictadura y el escaso número de memorias o testimonios. Ahora
que ha muerto Marcos Ana se ha hecho patente este vacío. Otra es que una parte
muy importante de los presos políticos de los últimos años del franquismo se
han reciclado política y socialmente, de modo que han renunciado a
reivindicarse como tales, recompensados por las altas posiciones alcanzadas en
el nuevo régimen. Así se constituye un vacío de grandes dimensiones en la
memoria colectiva.
La
complejidad de la memoria histórica es manifiesta. Existen distintas cohortes
de presos y víctimas. La emergencia de los fusilados y asesinados múltiples
durante y después de la guerra ha suscitado una leve atención mediática y
social en los últimos años. También de aquellos resistentes en los años
cuarenta y cincuenta que cumplieron condenas tan largas. Pero, paradójicamente,
existen muchas sombras sobre los presos políticos de los últimos años. Los
factores que contribuyen a esta opacidad tienen que ver con las heridas
derivadas de las actuaciones de ETA, y también, con el protagonismo
incuestionable de los comunistas en la resistencia, cuyos comportamientos en todos
los tiempos de oposición se inscriben en lo heroico, contradiciendo el guion
del relato oficial acerca del origen de la nueva democracia. La convergencia de
estos factores construye una zona de sombra y desmemoria monumental. Por ilustrar esta afirmación, escribo este texto
sin citar los nombres de distintos compañeros de prisión en esos años, que han
alcanzado cumbres políticas, académicas, profesionales o empresariales, y que
tengo la convicción que no quisieran ser citados. Esta es una historia pues de
héroes por accidente y también de gentes que deniegan de una parte de su
pasado.
Mi primer
ingreso en la prisión de Carabanchel fue el 1 de febrero de 1968. El mes de
enero de ese año proliferaron huelgas y movilizaciones en los centros universitarios
que culminaron con una gran manifestación. Entonces era un activista muy
destacado en la Facultad de Económicas. La noche anterior a la manifestación,
la policía hizo una redada en los domicilios de varios dirigentes
estudiantiles. Fui tan poco precavido que dormí en mi casa y allí me detuvieron
a primera hora de la mañana. Fuimos arrestados así diez estudiantes. Horas
después de llegar a los calabozos de la Dirección General de Seguridad en Sol, empezaron a comparecer los detenidos en la
manifestación. En las celdas se congregaron decenas de personas que saturaban
las plazas disponibles. Después de tres días en los que nos interrogaron sin
mucha intensidad, nos comunicaron que
nos multaban con diez mil pesetas de las de entonces y que si no las hacíamos
efectivas inmediatamente nos ingresaban un mes en Carabanchel. No hubo opción a
responder a esa sanción administrativa.
Esta es la
primera vez que experimenté el desplazamiento custodiado desde la celda al
patio interior, donde nos concentraron
en el siniestro y oscuro furgón. El encuentro con los demás alivió el viaje, en
el que nos contamos los interrogatorios e hicimos pronósticos sobre nuestra
estancia en la cárcel. Desde el interior del furgón no veíamos nada. Un tiempo
después se detuvo y escuchamos las voces de los guardias hablando con los de la
cárcel. Entonces comenzó el catálogo de ruidos que distinguen a la prisión. Los
sonidos de las cerraduras y las puertas llegaban a nuestros oídos por primera
vez y no nos abandonarían hasta la salida. Al salir nos encontramos en una
sórdida instancia iluminada tenuemente por luces amarillentas. Así se hizo
presente la debilidad de la luz, que junto con los sonidos conforman el
ecosistema carcelario.
Allí fuimos
registrados y cacheados. Entonces se confirmó un hecho que me iba a acompañar
en los años siguientes. Tanto en los arrestos como en los tránsitos es
inevitable escuchar la frase que ha quedado grabada en mí “Saca todo lo que
tengas en los bolsillos”. Esta es la señal que indica que eres ingresado en una
institución total, en la que eres despersonalizado mediante la desposesión de
tus cosas para reforzar la uniformización.
Tras el cacheo fuimos ingresados en las celdas de un módulo de ingreso
en el que se tienen tres días a los recién llegados. La comida era horrorosa.
Cada cual tenía un plato y una cuchara metálica para sus comidas. En estos días
fuimos aliviados por la visita de los abogados que traían noticias de las
familias que no habían sido informadas de nuestra reclusión. Mi madre tuvo que
acudir a Sol a vagar por varias dependencias hasta que se enteró de mi nuevo
domicilio.
Transcurridos
los tres días fuimos trasladados a la tercera galería. Entonces los presos
políticos estaban en la mítica sexta galería. Esta fue testigo de múltiples luchas
en las que los habían logrado mejorar las condiciones de su reclusión. Algunas
de estas fueron huelgas de hambre muy duras. Esta fue la primera vez que un
grupo de “políticos” fue a la tercera, en donde fueron concentrados desde
entonces la gran mayoría de los mismos. Las autoridades penitenciarias dejaron en
la sexta a una élite selecta de internos. Allí estaban algunos dirigentes
comunistas, recuerdo a Horacio Fernández Inguanzo, así como los sindicalistas
de comisiones obreras del célebre proceso 1001.
Cuando regresé en julio del año siguiente la tercera registraba una
concentración de presos políticos muy importantes, que habían mejorado
sustancialmente sus condiciones de vida.
En esta
estancia compartíamos el patio y todas las instalaciones con los presos
comunes, pero existía una barrera muy espesa entre ellos y nosotros. Muy pronto
recibimos la visita semanal de nuestras familias que nos enviaban ropa, comida
y dinero para comprar en el economato. Las arquitecturas carcelarias son
panópticos deplorables. Me impresionan mucho las construcciones universitarias
de los últimos treinta años que comparten patrones con las mismas. Las celdas,
los pasillos, las duchas, las escaleras, el patio, la biblioteca, que en
realidad era una sala en la que había una televisión que era frecuentada a
última hora. Un día a la semana había cine y los domingos misa. Me llamó la
atención poderosamente el comportamiento de la planta baja que acogía a presos
mayores. Muchos de ellos se vestían con corbata los domingos y paseaban
celebrando un día de fiesta, como en el exterior en esos años en los que el
domingo agotaba todo el fin de semana, en el que el sábado era un día mixto de
trabajo y fiesta.
La rutina de
la vida era muy rigurosa. Apertura de las celdas para el recuento, aseo y
desayuno, trabajos de limpieza, patio, visitas, comida, celda, patio, cena y
reclusión en las celdas. Este era un ciclo cotidiano recurrente. Tras unos días
de adaptación comprendimos la importancia del ejercicio físico, la lectura y el
mantenimiento de un alto nivel de conversación e intercambio del grupo. Tuvimos
que aprender solos en ausencia de presos experimentados que nos podían enseñar
muchas cosas, tal y como ocurrió en mis siguientes estancias en la tercera. Como
he dicho anteriormente no quiero revelar los nombres de mis compañeros, pero
uno de ellos es un catedrático muy relevante de sociología con una gran
proyección política y social. Otro es un periodista económico de élite, que ya
entonces destacaba por su gran inteligencia y preparación. También otros de
este grupo han sido triunfadores en el postfranquismo. La vida de grupo fue
buena con alguna excepción derivada de las diferencias políticas entre nosotros.
En algún caso aparecieron comportamientos sectarios por parte de alguna persona
que fueron reconducidos.
La esencia
de la prisión son sus sonidos. Al despertar se abren las celdas para el
recuento en una orgía de cerraduras y ruidos secos. Los cerrojos y las puertas
conforman una gama de sonidos que se acrecientan en los tiempos vacíos y en la
noche. El silencio es interrumpido por las voces de las comunicaciones entre
funcionarios. El concierto de los candados se refuerza por los ecos de las
galerías. Es en esos momentos cuando se hace patente la ausencia de los sonidos
buenos de la vida: los de la naturaleza, los pájaros, las músicas, las risas,
las conversaciones amables y los murmullos, jadeos y susurros que acompañan a
las relaciones amorosas. Los ruidos metalizados de las cerraduras confirman el
estado de reclusión. La ausencia de sonidos amables se corresponde con unas
relaciones cotidianas con los funcionarios en las que la cordialidad está
excluida. Cada cual es un número que se comprueba varias veces en el gran acto
de los recuentos.
Otro aspecto
invariante en la prisión es el frío perpetuo. Las bajas temperaturas se
apoderan de toda la vida diaria y se incrustan en los cuerpos. Es una sensación
incesante que no presenta ningún momento de excepción. Las congeladas celdas,
galerías, duchas y patios se entrelazan para conformar un entorno hostil. La
mala calidad de las ropas de entonces contribuía a confirmar el estado corporal
de frialdad perpetua. Esto fue paliado en mis siguientes estancias en las que
había hornillos eléctricos en algunas celdas. La revolución tecnológica de las
fibras ha contribuido a la aparición de una nueva generación de ropas, abrigos,
mantas y edredones que palían el frío reduciendo considerablemente su impacto.
Pero lo peor
de la prisión fue para unos señoritos progresistas como nosotros fue
enfrentarnos a la realidad de la población efectivamente penalizada en la
cotidianeidad. Entonces esta población se correspondía con la sociedad española
de la época. Se trataba de la parte más débil de los inmigrantes a la ciudad
hacinados en chabolas que no habían logrado ingresar en las fábricas de esa
época. Junto a la sociedad local del delito blando, tales como carteristas o
estafadores, una buena parte de ellos se encontraban condenados por delitos de
violencia dramática que se correspondía con sus condiciones sociales de pobreza y
marginación extrema representada en los poblados de chabolas e infraviviendas.
Entre ellos,
los denominados presos comunes, y nosotros, existía un muro infranqueable que
se expresaba en la ausencia de relaciones. Parecía que ni siquiera nos veíamos,
pero la verdad es que todos nos encontrábamos en un campo visual común. El
encuentro más cercano tenía lugar en la sesión de cine semanal, en la que
compartíamos el espacio en una sala lúgubre en la que nos encontrábamos
hacinados. La proyección se demoraba por la llegada secuencial de reclusos
desde distintas plantas, sometidos a la
lógica de ser contados. En los minutos que antecedían a la proyección podíamos
contemplar sus modos de estar y sus relaciones.
Sin ánimo de
construir estigmas, se me han quedado grabados para siempre varios episodios de
relaciones entre los fuertes y los débiles que tenían lugar ante nuestras
miradas. Recuerdo una persona con una discapacidad intelectual moderada que era
objeto de un trato despiadado. Cuando estaba buscando un lugar para sentarse un
tipo con aspecto duro de matón de gueto le saludaba a voces. Al llegar donde él
le pegaba un tortazo en la cabeza que emitía un sonido inquietante coherente
con el medio de la sinfonía de los cerrojos. Tras su queja el matón le avasallaba
diciéndole que eso no era un golpe sino un saludo afectuoso. Después le
propinaba otro tortazo acompañado de palabras cordiales pronunciadas en un tono
durísimo. El miedo del agredido se hacía patente, al tiempo que el sadismo del
agresor, que disfrutaba de su superioridad. La oscuridad y la ficción de la
pantalla terminaba con el sórdido espectáculo de la vida en estado de encierro
que acrecienta el drama de los más débiles.
Los últimos
días eran esperanzadores, en tanto que ya habíamos internalizado un mecanismo
institucional de las instituciones totales, que es el tiempo. Cada día
contábamos los que quedaban y hacíamos cábalas, cálculos y pronósticos. Lo he
vivido en múltiples instituciones. La apoteosis del tiempo muerto que atenaza a
los involucrados en instituciones, viajes y otros acontecimientos. El tiempo
vivido se transforma en unidades de tiempo muerto que se cuentan incesantemente
y organizan la cotidianeidad.
Cuando volví
en julio del año siguiente de nuevo a la tercera, esta albergaba una comunidad numerosa y variopinta de presos políticos, en la que
coexistían los transeúntes que venían desde provincias a juicios; los
cuantiosos presos de ETA,; los comunistas; los sindicalistas; los
pertenecientes a grupos de origen maoísta o trotskista; los estudiantes, así
como algunos profesionales o intelectuales. Esta comunidad había transformado
el medio y se encontraba eficazmente autoorganizada, de modo que sus
condiciones de vida eran manifiestamente mejores. Pero el efecto principal de
esta comunidad era el apoyo afectivo a los moradores de esos establecimientos
en los que en las noches se seguía escuchando la sinfonía de los cerrojos.