MEMORIAS DE LA EXTRAVAGANCIA
Al final de
1983 fui contratado por el INSALUD en Santander, formando parte de un equipo
de técnicos que reforzaba a la dirección provincial en la implementación de la
reforma sanitaria. Nuestra llegada a la dirección provincial suscitó la
incomprensión y animadversión de los funcionarios. Un año después de la
victoria del pesoe en las elecciones de 1982, todos esperaban el advenimiento
del cambio prometido, que, dada su ambigüedad, era susceptible de múltiples
lecturas, despertando esperanzas y temores por igual. En este tiempo tuve que
esforzarme con varios funcionarios en clarificar que sociólogo y socialista
eran cosas distintas.
El director
provincial era Fernando Lamata. Era un psiquiatra muy joven, todavía no había
cumplido los treinta años, y había concluido sus estudios recientemente y se
encontraba en el paro cuando fue nombrado. Era un hombre inteligente, muy
voluntarioso, y detentaba varias virtudes poco frecuentes en las gentes que
arribaban a la administración en esa época. Tenía muy arraigada la idea del
cambio en la administración y trabajaba muy intensamente en esta dirección.
Recuerdo que se llevaba las tablas de las encuestas el fin de semana para
presentarse el lunes cargado de preguntas. Trabajaba sin descanso y ejercía de
director con todas las consecuencias. Recuerdo que tenía una relación personal
con casi todos los funcionarios, con los que despachaba individualmente para
conversar sobre su trabajo. Así
representaba una forma de dirección inédita e insólita. Con anterioridad, un
director provincial era una persona lejana a los funcionarios, distante,
encerrada en su despacho, y que se ocupaba de mantener en orden las cosas rutinarias,
mantener una buena relación con las élites médicas y de obedecer a las
directrices de eso que se llamaba “Madrid”, y que ahora en cada autonomía tiene
el nombre de su capital.
Los
prejuicios, los estereotipos y las ideas preconcebidas hacia él, que circulaban
entre los funcionarios, los administradores, los médicos y las enfermeras que
desempeñaban funciones de administración sanitaria, se fueron disolviendo ante
su estilo dialogante, presencia activa en todas las áreas y competencia
directiva. Así consiguió invertir la situación y lograr un respeto
incuestionable en la gran mayoría de funcionarios. Este se acompañaba de la
permanencia de los resquemores que configuraban un estado permanente de
sospecha, que se activaba cuando las actuaciones del gobierno eran percibidas
como amenazadoras para los intereses que se cobijaban en la administración.
Desde mi
larga experiencia de relación con directores de todas las clases imaginables,
Fernando Lamata era un director excepcional por su capacidad, voluntad y
cercanía a sus dirigidos. En esta época representaba una ruptura de gran
envergadura. Pocos años después marchó a Madrid y desarrolló una carrera ascendente.
Desempeñó distintos cargos de relevancia y llegó a ser consejero de salud de
Castilla la Mancha. Siempre conservó su vínculo con el conocimiento, siendo
profesor en la Escuela Nacional de Sanidad y participando en varios libros. Así
se convirtió en uno de los escasos directivos del área de salud del pesoe que
mantuvo una posición reflexiva acerca de la complejidad de la atención
sanitaria. También en eso fue una excepción, en tanto que la mayoría de sus
compañeros notables del partido se orientaron a convertirse en empresarios de
la multiplicación de los recursos terapéuticos, de los edificios que los albergan,
de los suelos que los soportan y de la relación privilegiada con las industrias que los
alimentan.
El inspector
médico de la Delegación Provincial era Don Miguel. Este era un médico de porte
aristocrático, dotado de una cabeza considerable, con la frente despejada y los
cabellos peinados hacia atrás. Tenía un gran parecido físico con Bárcenas,
ilustrando acerca de la importancia de los genes entendidos como un factor
biológico que se sobrepone al cambio social. Recuerdo su imagen distinguida, en
la que debajo de la bata, se mostraba una camisa y corbata impecables, acompañadas
por un pantalón minuciosame planchado, que ponían de manifiesto que el gusto
estético es un patrimonio hereditario. En Santander no pueden pasar
inadvertidos sus zapatos, siempre brillantes y de las máximas calidades. Don
Miguel sabía combinar todas estas piezas admirablemente, siendo organizadas en
torno a las corbatas, en un conjunto de colores perfectamente sincronizado.
Pero Don
Miguel se encontraba en un estado profesional de ruina manifiesta. Era de esas
personas que tras sus estudios de medicina había sido “colocado” en la
burocracia médica, en un puesto seguro, conseguido mediante la movilización de
su capital social familiar. Tras unos años de presencia en la inspección,
conocedor de los reglamentos y de las rutinas, no había vuelto a estudiar nada
ni reciclarse. Esta situación siempre conduce al estancamiento, que es la
antesala de la inevitable degradación. Este es el estado en que se encontraba,
en tal grado, que todos los funcionarios y muchos de los atribulados pacientes
podían percibir inequívocamente.
Don Miguel
era de esos funcionarios de abolengo que manifestaban su alto estatus mediante
su incorporación tardía al trabajo. En tanto que los funcionarios de niveles
intermedios y bajos se incorporaban a las ocho, los detentadores de estatus
altos comienzan a llegar a partir de las diez. Pero tras enfrentarse a las
tareas mecanizadas y a los papeles del día, hacía una pausa y bajaba a
desayunar. Después recibía a los afligidos pacientes que exponían sus problemas
burocráticos. Pues bien, el problema radicaba en la compleja relación de Don
Miguel con el alcohol. Cuando se incorporaba tras el desayuno, su estado era
patético. Los comentarios indignados de muchos pacientes y de los funcionarios
eran de alto voltaje. Los chismes y las chanzas
son la forma de resarcirse en cualquier organización jerarquizada. Las
leyendas que acumulaba nuestro héroe eran inusitadas.
Recuerdo los
gritos que acompañaban a los conflictos que se producían en la inspección
médica, el enfado monumental de muchos pacientes que hacían gestiones en otras
unidades tras pasar por él y los comentarios de los funcionarios. Pero él no se
sentía afectado y denotaba un distanciamiento aristocrático de los demás. Su
forma de estar allí era pétrea. Recuerdo que en una ocasión tuve que recurrir a
él para solicitar una información. En ese momento estaba haciendo una encuesta
con un equipo de encuestadoras que eran auxiliares de enfermería. Me hizo un
comentario digno de encontrarse ubicado
en el antiguo régimen que antecedió a la revolución francesa de 1789. Entendía
mi situación como la de un propietario de un conjunto de cuerpos inserto en la
imaginaria trata de encuestadoras.
El inspector
detentaba un grado cero de carisma entre los funcionarios y los profesionales.
Nadie esperaba nada de él y todos confiaban en la buena voluntad de los
pacientes para no generar conflictos abiertos. Pero él ahí estaba, detentando
el estatuto de intocable. Para el grupo de técnicos contratados entre los que
me encontraba, solicitados para contribuir a remover obstáculos derivados de
situaciones similares a las de Don Miguel, este caso era percibido como una
paradoja. Nadie objetaba nada abiertamente contra él. Era entendido como parte
de una realidad inmutable e inaccesible. Este caso, junto con otros, suscitó
mis primeras dudas acerca de la reforma sanitaria implementada por unos grupos
carentes de poder efectivo.
Pero el
factor más relevante radica en los lenguajes cotidianos de los seres hablantes
que habitamos esas organizaciones. Porque las palabras nunca son inocentes.
Así, todos llamábamos Fernando a Lamata y Don Miguel al inspector. El acuerdo
en la valoración profesional sobre ambos era total. Todos considerábamos a Lamata
un director muy cualificado y excepcional, y al extraño inspector como un
incompetente total, que se aprovechaba de la situación de impunidad. Sin
embargo, uno era designado con el don y el otro era rebajado a la categoría de
un compañero. Este hecho ilustra acerca de un contrato semántico que determina
el acuerdo en torno a unas significaciones arraigadas en las organizaciones que no siempre son visibles.
Este caso
remite inequívocamente al concepto de casta. El dominio de distintas castas es
un factor que evidencia los límites de los cambios políticos y sociales. Porque
mi experiencia en los treinta años siguientes es la de la permanencia de las
castas tradicionales y el advenimiento de nuevas castas progresistas. No pocos
de los arribados a la ola del cambio terminaron por constituirse en nuevas
castas. Muchos de los acontecimientos del presente pueden ser interpretados
como efectos de la confrontación de las castas
Las castas
se constituyen sobre unas estructuras mentales que les confieren un soporte imprescindible.
El caso de Don Miguel no es excepcional. Ilustra acerca del predominio de la
combinación entre el dinero y el gusto para designar posiciones sociales que
tan bien definió Pierre Bourdieu en el concepto de “distinción”. Las
valoraciones compartidas que las constituyen, otorgan un papel relevante a la
educación entendida como la capacidad de vestirse y calzarse de modo
sofisticado, así como un saber estar que guarda estrictamente las distancias
con los subordinados. Así se configura un señor. Esta figura concede una
importancia definitiva al dinero, pero sobrepone a la profesión la capacidad de
gestionar el patrimonio. Esto se evidencia en el caso que nos ocupa.
Así,
Fernando, una persona de reconocido prestigio profesional no es un señor completo.
Me encontré con él años después en Granada y seguía vistiendo igual. Muchas de
las personas de origen humilde que han desarrollado carreras profesionales
exitosas adoptan el uniforme de las castas tradicionales. Así exponen sus
marcas de clase, porque no hay nada peor que una corbata cutre, una camisa
inadecuada o unos zapatos inapropiados. Con el uniforme de las castas se
degradan estéticamente, mostrando su naturaleza de señores incompletos. He
podido presenciar múltiples casos en los que el vestuario era un factor de
discriminación.
En 1988 el
que salió del INSALUD fui yo y Don Miguel se quedó para mostrar la perpetuidad
de las castas en España. Por todos los sitios que he transitado se me han hecho
visibles las distintas castas. En mis tránsitos por los hospitales y los
centros de salud observo las ropas y los calzados que se encuentran bajo las
batas blancas. Así he elaborado una hipótesis acerca de la relación entre la
precarización de los mir y sus atuendos y calzados. Esta es una señal inequívoca
de la inexorable estratificación de la profesión médica. La complejidad estriba
en que se han complejizado los mercados del vestido y calzado de los jóvenes.
Ahora los mir pertenecientes a una casta familiar calzan zapatillas informales
cuyos precios son astronómicos. Estoy concluyendo un ensayo sobre calzado,
posición y carrera profesional. Porque existen nuevas versiones de don migueles y fernandos, que ahora se producen mediante nuevas formas.
¿Mediante qué nuevas formas se producen hoy esos Dones?
ResponderEliminarGracias, ana
Hasta hace unos años los de alta cuna desarrollaban la estrategia de ocupar las posiciones altas de la administración y sus cuerpos de élite. En el presente se abre un nuevo yacimiento como es el derivado de los mercados que están naciendo de la privatización de la sanidad, la educación y los servicios sociales. Los señores se desplazan a las áreas donde puedan controlarlos. Esto los hace más dinámicos y audaces en los negocios. También se hacen presentes en la trama de agencias que se organiza en torno a la evaluación. Estas desempeñan un papel primordial en el nuevo orden neoliberal. Los señores se abren paso en ellas. El nuevo Don es un ser más dinámico pues se mueve en una situación incierta que exige de su anticipación.Estas dos componen la versión dura.
ResponderEliminarAl tiempo está surgiendo lo que Manolo Delgado en su último libro denomina "el ciudadanismo", que moviliza a muchos sectores universitarios, periodísticos y de la cultura. Aquí se encuentra el núcleo de una nueva generación de señores.
Saludos