DERIVAS DIABÉTICAS
La relación
médico-paciente está regulada por un régimen de excepción desde la perspectiva
de la vida cotidiana. Esta significa un momento en el que se invierten todos
los códigos de la vida corriente. El paciente se encuentra cara a cara con un
experto que interviene sobre el estado de su cuerpo tomando decisiones fundadas
en un saber técnico que se referencia en supuestos extraños a lo que es vivido
como lo normal. En este mundo de la consulta, el paciente se encuentra en una
posición de subordinación, que determina
su comportamiento pautado por la institución médica, que apenas deja márgenes
para la discrecionalidad. Pero cuando la consulta concluye, el paciente
recupera su posición en la vida cotidiana, en la que tiene un margen de potestad
en sus comportamientos muy considerable.
El paciente
es un ser vivo, que en la vida diaria puede esquivar las conminaciones procedentes
de los distintos campos expertos, uno de ellos es el de la medicina, así como
las determinaciones que como ser social le imponen las estructuras sociales y
culturales del mundo social al que pertenece. La vida cotidiana es un campo de
posibilidades de hacer y pensar, que pueden traspasar las fronteras de lo que
es considerado como normal. La trasgresión siempre es una posibilidad
estimulante que deviene en un ingrediente de la buena vida. Las fiestas y otros
acontecimientos colectivos significan tiempos de suspensión del comportamiento
normal impuesto por los sistemas expertos y los sistemas sociales.
El paciente
no es el ente mecánico que se hace presente en las consultas, sino un ser
distinto, que posee una perspectiva “interior”, compuesta por elementos cognitivos
y subjetivos influidos por su contexto social, que se basan en
racionalizaciones con distintos grados de consistencia. En su vida ordinaria
elabora una perspectiva particular, que es una síntesis de sus pensamientos, imaginaciones,
saberes, experiencias y relaciones, en la que los expertos solo son fuentes que
mezcla él mismo. Las prescripciones de los profesionales son procesadas por los
sistemas sociales informales que conforman el mundo del paciente. Pero este es
un ser activo que vive en una encrucijada de saberes y preceptos, dependiendo
de la influencia de sus redes cotidianas, pero conservando un margen personal
para decidir sobre sus actuaciones.
En este blog
he comentado la perspectiva de Michael de Certeau, que muestra a las personas
en sus contextos cotidianos movilizando sus astucias para neutralizar la
superioridad de los profesionales. Se trata de una resistencia tejida de
prácticas múltiples, pero carente de un
discurso organizado, así como de una racionalización que la sustente. El arte
de la resistencia se funda en la erosión del poder experto mediante tácticas
sofisticadas y chapuceras, así como la movilización del poder que confiere la
recepción selectiva, donde cada uno hace su lectura de los discursos
procedentes de fuentes oficiales.
Esta
perspectiva del paciente puede ser comprendida desde la obra de uno de los
escritores más sugerentes para entender la vida diaria y el papel que
representan las personas liberadas de los poderes expertos. Es el escritor
egipcio Naguib Mahfuz, premio nobel de literatura en 1988. En algunos de sus
libros muestra esplendorosamente las capacidades de las personas para
constituir su mundo intersubjetivo, generando significaciones autónomas de las
definiciones oficiales. Me fascinan las lúcidas descripciones de El Cairo de
los años sesenta, en las que viven distintas clase de personas que construyen
significados a través de sus propias experiencias, creando micromundos llenos
de vigor y energía. Así se configuran distintas microsociedades que se asientan
en la calle, que son habitadas por gentes vivas que construyen su vida desde su
perspectiva autónoma a los sistemas expertos, muy débiles en esta época.
Los
personajes de Mahfuz son inteligibles desde su perspectiva interna, que resulta
de la metabolización de sus experiencias y sus prácticas. Lo más significativo
es que sus ideas, creencias y valoraciones, se funden generando una visión
particular desde la que se vive el mundo. En El Cairo de estos años los
sistemas expertos son manifiestamente raquíticos, de modo que influyen poco en
las personas y los contextos tan activos como los que describe. Estos
personajes presentan una alta capacidad para activar su percepción y la
interiorización de las informaciones que resultan de sus propias vivencias. En ausencia de la ciencia, así como de las
visiones que genera, se producen mundos sociales formidables, fundados en las
valoraciones de los participantes sobre su propio mundo. La vida es
reconstituida desde la experiencia. En esa consistente visión resalta la
importancia de lo sentido y lo narrado.
En los
mundos de Mahfuz la vitalidad comunitaria es manifiesta. Pero los mundos vivos que muestra son
relegados en las ciencias sociales modernas, que optan por el paradigma de la
modernización, entendida como la multiplicación de esferas funcionales
autónomas regidas por la racionalidad científico-técnica de sus expertos. Este
proceso ha desembocado en una expertocracia creciente que redefine a sus
participantes en términos de usuarios, inevitablemente inferiores en los
códigos que rigen estos sistemas funcionales. El mundo de los sistemas expertos
relega la vida corriente. El avance de estos determina la aparición de
tensiones y de espacios sociales que recuperan la vida entendida más allá de la
racionalización. La formidable explosión del finde en los últimos años, supone la creación de un mundo liberado de lo experto-racional,
así como una inequívoca réplica a este.
En una de
las novelas menores de Mahfuz, El Mendigo, se narra la crisis de Omar, un
abogado acomodado que experimenta una crisis personal que lo paraliza,
sumiéndolo en un estado inquietante de
desinterés por la vida. En esta situación comparece un médico con el que
dialoga en búsqueda de una solución. Me parece fascinante este encuentro, en
tanto que el médico no encuentra una relación entre la grave situación personal
y su universo de diagnósticos. Así, remite el mal al carril de lo psicológico,
en el margen de lo biológico. Omar se
interroga sobre el sentido de la vida, pregunta que desborda a las
racionalizaciones de la medicina.
Así el
médico, cuando es requerido a responder acerca del sentido de la vida,
pronuncia una frase antológica que ilustra su concepto de la salud, la
enfermedad y la vida. Dice “No tengo tiempo para esas cosas, continuamente
estoy al servicio de los que me necesitan, para mí esa pregunta no tiene
sentido”. Los que lo necesitan tienen necesidades biológicas definidas por la
medicina. Ese es el núcleo de los supuestos y sentidos subyacentes en la
biomedicina: Curar lo que sea posible, paliar problemas insolubles y conservar
a aquellos que sea factible en un estado
de vida orgánica. Toda la acción y la investigación se inscribe en ese cuadro
de finalidades. La vida es reducida a la dimensión del funcionamiento de su
cuerpo. La ciencia biológica impone su perspectiva, que relega las emociones y
las prácticas diarias que no tienen una finalidad insertada en la reproducción
de la máquina biológica.
Por el contrario,
los pacientes somos personas que vivimos nuestras largas vidas. La cronicidad
complica esos procesos. En este devenir vital, nuestras prácticas diarias se
amparan en un catálogo de sentimientos y emociones que van más allá de lo
racional. Pero estas no son reconocidas por la institución de la medicina que
actúa sobre nuestros cuerpos en el vacío de lo sentido. Muchas prescripciones
se ubican en un territorio imposible de cumplir, en tanto que se asientan en un
territorio vital que se asemeja al concepto de limbo. En estas coordenadas se
privilegia lo funcional en detrimento de la vida diaria.
Los
pacientes somos personas simbólicas con capacidad de sentir e imaginar. Así la
ficción representa un ingrediente imprescindible en lo vivido. Nuestras
actuaciones tienen un vínculo con el pasado, rememorado permanentemente las
experiencias gratificantes almacenadas en la memoria. En mi caso particular, el
mundo del dulce de mi infancia, con los pasteles, las tartas, la bollería y el
chocolate-rey, siempre es rememorado y activado por acontecimientos. La
prohibición se entremezcla con la fantasía y la añoranza de un paraíso perdido
que reaparece inevitablemente en el mitológico postre. Lo mismo el tabaco, un
placer añorado por el recuerdo de los mejores cigarrillos tras las comidas
copiosas y llenas de ricos sabores.
La ciencia
se ubica en el más allá de la vida diaria, que Mahfuz presenta en personajes
inconmensurables, que inventan, viven, sienten y sueñan en los márgenes de lo
que la moderna sociología entiende como posiciones sociales. Este esplendor
contrasta con la vida anestesiada que nos propone la biomedicina, que nos
propone ser sujetos racionalizados calculadores de calorías y gestores de un
orden rígido en nuestras vidas, en las que las excepciones son desterradas, en
tanto que su sentido es pasar los sucesivos controles cumpliendo los
estándares. No, ese no puede ser el sentido de una buena vida. Cada paciente
tiene que negociar con su mal para inventar una vida que pueda esquivar a la
racionalización terapéutica total y recuperar excepciones que compensen los
rigores de los tratamientos.
Me acuerdo
inevitablemente del escritor austríaco Thomas Bernhard, enfermo crónico durante
la mayor parte de su vida, por lo que tuvo una relación intensa con los
médicos. En un texto de su autobiografía comenta críticamente la visión congelada
de esta institución y cuestiona su
confinamiento de la vida. Bernhard afirma que “quería vivir y vivir mi vida”.
Esto es justamente la lo que aspiramos los condenados a tratamiento perpetuo.
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