El pasado
mes de mayo fue investido como doctor honoris causa por la universidad de
Granada el cantante Miguel Ríos. En su discurso reivindicó para esta
institución la insigne función de formar ciudadanos críticos. He esperado
cuatro meses para responder desde una distancia que minimice los sentimientos
que suscitó en mí esta reclamación. Porque definir a la universidad como una
instancia que puede estimular la
conciencia crítica en el año 2016, es una veleidad superlativa. Mi
interpretación del desvarío de Don Miguel radica en que su biografía personal
se inserta en varios tiempos históricos muy diferenciados. La complejidad
resultante de esta realidad tiene efectos muy importantes en su visión del
mundo. En el tiempo de su investidura como doctor honorífico, no cabe duda de
que se halla inquietantemente extraviado, afectado por un sesgo asociado a su
biografía personal. Así se constituye en una enseña del devenir de su singular generación.
En los años
sesenta se produce una conmoción social de la que existen distintas interpretaciones.
Las político-centristas, tienen dificultades para comprender las dimensiones de
las transformaciones, que se ubican en la vida, las estructuras sociales, las
instituciones y las cosmovisiones. La irrupción del rock en los años cincuenta
es la primera señal de una gran mutación que se ubica mucho más allá de lo
musical. La alta productividad de la industria, sostenida en un conjunto de
tecnologías maduras, genera un consumo de masas sin antecedentes, que disemina
la abundancia material entre mayorías sociales. El pleno empleo es su soporte. Pero
el rasgo más importante del proceso de esta década es la erosión de las
estructuras e instituciones autoritarias tradicionales, que se asocian a una
vida regida por la severidad y frugalidad. Estas transformaciones dan lugar al
súbito incremento del poder de los jóvenes.
Tras las
emergencias musicales, que representan inicialmente los Beatles, late una
explosión de lo joven como paradigma del cambio en curso. Lo joven arrasa en
todas las esferas. El mercado, el arte, la música, el pensamiento, la cultura y
los medios registran este acontecimiento inédito. El poder social de la
generación emergente carece de antecedentes en cualquier época anterior. El
fundamento de este cambio tiene como referencia el incremento de los ingresos
de estos así como su capacidad de consumo y de proporcionar modelos a este. Las
mitologías, los símbolos y las culturas juveniles que acompañan este cambio
estimulan a las economías mediante la configuración de nuevos mercados.
Aunque en
España este proceso es muy diferente, en tanto que el atraso y la dictadura
determinan la centralidad política a la oposición, este poderoso movimiento
juvenil se hace presente proporcionando una energía muy importante. De este
modo, las nuevas músicas son un refuerzo imprescindible para acompañar a la
escuálida oposición y para contribuir a debilitar las estructuras e
instituciones autoritarias españolas, tan profundamente reaccionarias y arraigadas.
Entre ellas se encontraba la universidad de la época.
Este es el
mundo que vive una generación de músicos de ciclo largo entre los que se
encuentra Miguel. En sus comienzos, sus músicas representan un imaginario de
modernidad, en cuanto que, una vez desaparecidas las estructuras políticas del
franquismo, sus élites se perpetúan en las instituciones. Así se genera un
fenómeno peculiar: los músicos son algo más, representan una vanguardia en la
tarea de demoler las estructuras que fundamentan la vida cotidiana rigorista,
característica del viejo régimen. Así, su carisma excede la esfera de la
música. En no pocos procesos de cambio, sus canciones abren el camino a la
crítica y a la recuperación de la vida por parte, principalmente, de las nuevas
generaciones. Se trata del tiempo de oro fundante en los años setenta y
ochenta, en el que se conforman los carismas de una generación de músicos. La
conexión mágica del rock de Miguel con toda una generación se hace patente.
De este
modo, tanto los músicos como los artistas, representan en España un papel
insólito, concitando la legitimidad a favor de un cambio abstracto, pero
inserto en el imaginario colectivo en la década de los ochenta. Mientras tanto,
la novísima democracia española se encalla en lo político y en lo social. En
ese vacío se abre paso una vida cotidiana hedonista que remueve los obstáculos
históricos fijados por la iglesia y otras instituciones ultraconservadoras. Así,
las músicas quedan inscritas en los imaginarios, siendo evocadas en los años
siguientes hasta el presente en un contexto radicalmente diferente.
Pero la
revuelta musical-social de los sesenta y la generación que la protagoniza, es
absorbida por el mercado, instaurándose un nuevo tiempo en el que la renovación
cultural toca fondo. Las rupturas, las creatividades, los dinamismos y las anomias que los acompañan, son
integrados en el orden social del semiocapitalismo expansivo. El deterioro de
las músicas comercializadas y mediatizadas disuelve sus efectos renovadores.
Así se conforma una regresión creciente en la que se disipan los efectos
regeneradores de las revueltas musicosociales de los sesenta, para inscribirse
en un orden social que construye un ocio musical severamente mercantilizado y
compatible con una vida regida por la novísima disciplina laboral-educativa, la
aceptación de la dualización social, el distanciamiento de lo colectivo, la
explosión de una razón pragmática y acrítica y la sacralización del consumo. La
fiesta y las músicas que la acompañan son la excepción a una vida regida por la
rutina, el conformismo y la adaptación.
Así se va
conformando una regresión social en la que los jóvenes se encuentran integrados
en un orden social que les relega severamente. Su integración en el sistema
productivo es extraordinariamente larga, y sus salarios y condiciones laborales
extremadamente deficientes. Los jóvenes son marginados mediante la
precarización, la mediatización y la amenaza del endeudamiento. Estos carecen
de voz y son silenciados eficazmente mediante su desplazamiento al paraíso de
cartón piedra del finde, poblado por las distintas músicas que sustentan un
mercado de masas próspero.
En este
nuevo contexto, los músicos sobrevivientes del tiempo de la edad de oro, como
Miguel y otros, devienen en triunfadores sociales en el mercado. En sus
conciertos, se rememoran las viejas canciones del origen, revitalizando las
significaciones asociadas a la memoria de un tiempo que es pasado. Estas élites
conservan la idea de que el tiempo presente resulta de una evolución positiva
del proceso que nace en los sesenta. No. Ahora está naciendo una sociedad
radicalmente dual definida por desigualdades de gran calado, así como una nueva
sociedad de control que se funda en un poder inédito, caracterizado por su alta
productividad. La generación de la transición en España no comprende esta
cuestión fundamental. Se puede afirmar que se ha producido una ruptura con
respecto a las sociedades keynesianas. De esta solo van quedando los
conciertos. De ahí el sesgo de los músicos devenidos en triunfadores del
mercado y críticos culturales simultáneamente, que alimentan el imaginario de
progreso que se funda en el principio de la evolución. En tanto que avanza
inexorablemente una sociedad neoliberal avanzada, los artistas comparecen
cíclicamente como portavoces de causas sociales.
En este
tiempo de transformaciones múltiples, la universidad representa un símbolo
inequívoco. Esta conserva como es común a todos los tiempos un distanciamiento
sideral con respecto a la sociedad. Se involucra en lo tecnológico-industrial y
se disipa radicalmente en lo convivencial, lo político y lo ético. Los años de
postfranquismo representan un silencio de gran densidad de la universidad. La
deliberación respecto al proceso social queda encerrada en la producción de las
disciplinas. En este tiempo representa el grado cero del compromiso. Así se
estimula la imago del progreso mediante el incremento de las cegueras respecto
a los procesos sociales que no se pueden inscribir en el progreso. Algunos
amigos ingenuos me preguntan por los posicionamientos en las aulas con respecto
a los dramas contemporáneos. La respuesta es cero, nada, ni un gesto, ni un
átomo crítico. Así la universidad comparte esta ausencia clamorosa con otras
élites culturales presentes en los medios, emancipadas de sus propios
escenarios históricos.
Esta
ambigüedad en la definición del tiempo histórico, así como el predominio de la
idea evolucionista simple, constituye las cartas de navegación de las élites
musicales nacidas en los sesenta y setenta. Por eso son especialmente patéticas
las significaciones del acto de investidura de Miguel. Allí estaban algunos de los mejores de esta generación: Iñaki
Gabilondo, Serrat, Víctor Manuel y otros, celebrando el hito de la aceptación
del rock en el sagrado recinto académico. La percepción de progreso era
exultante. En ese entorno Miguel propone que la institución forme ciudadanos
críticos. Pero, en realidad, lo que se estaba escenificando es su propio éxito
como héroes de un nuevo mercado definido por su gran valor económico. Eso sí
que es “poner en valor” a esta generación. Lo de integrar el rock en la
venerable institución, como un nuevo contenido de la disciplina “musicología”,
constituye una fantasía fundada en el sesgo de esta generación.
Mientras
tanto, en las aulas, ajenas por completo al mundo presente y sus dramas tan
intensos, impera la cadena de montaje de la facturación de méritos para la
selección social, en la que cada uno tiene que responder a la programación de
las actividades y las tareas que conforman el taylorismo académico. El aula es
convertida en una instancia carente de cualquier dimensión social. Es una
fábrica de selección de los recursos humanos necesarios para la producción
inmaterial, al tiempo que un sistema de eliminación de residuos humanos y
reciclaje de los mismos. Esto es así, Miguel.
Cuando
comencé como profesor universitario en 1990, un amigo que no había podido
estudiar pero que tenía una sólida posición económica por su carrera entre los
comerciales de empresas, decidió matricularse en la universidad con sus
cuarenta años cumplidos. Me decía que nunca es tarde para aprender y preguntaba
por los debates. Tras un mes de presencia en las aulas su perplejidad fue
alcanzando niveles de éxtasis que precedían a un estado de ira. Lo que más le
impresionó fue la terrible rutina de las clases, la preponderancia de los
apuntes y el distanciamiento de sus compañeros con respecto a él mismo. Terminamos
discutiendo acerca de la significación de las clases. Él las definía en torno a
la palabra “dictar”. Su frustración ilustra el sesgo de mi generación incapaz
de comprender los procesos sociales en curso. Cuando preguntaba sobre los
equivalentes a Aranguren, Muguerza, Gustavo Bueno y otros, causaba mi
hilaridad. De esa generación subsiste principalmente Fernando Savater, que no
es ya un filósofo, sino un empresario cultural arraigado en tan próspero
mercado. El sesgo biográfico es implacable.