Existe una
confusión considerable acerca de la situación política española actual, así
como del proceso que la ha generado. Las distintas interpretaciones se realizan
desde la perspectiva de los esquemas referenciales convencionales, acrecentados por la inmediatez derivada de los
formatos periodísticos que la definen, que contribuyen así a la progresiva
pérdida de inteligibilidad de la situación general. Mi posición al respecto es
que la convergencia de varios acontecimientos ha desatado una revuelta mediática
contra las vetustas instituciones políticas nacidas después del franquismo.
Esta revuelta se ha localizado en las
televisiones y las redes sociales, generando sucesivos estados críticos en la
opinión pública. Pero esta conmoción carece de la capacidad de alumbrar cambios
sociales e institucionales. El resultado es que el cambio político imaginario
fraguado en los platós, es escasamente
viable en el mundo real, en donde se encuentra fortificado el poder
autoritario.
El origen de
la revuelta mediática remite al final de la última legislatura de Zapatero, en
la que la explosión de la burbuja inmobiliaria, combinada con los efectos de la
crisis financiera global, disemina sus impactos catastróficos por el tejido
productivo, poniendo de manifiesto su debilidad. La gran crisis remodela súbitamente
el mercado de trabajo, minimizando el estado de bienestar y abriendo camino a
una estructura social dual. Esta reestructuración productiva y política se realiza mediante métodos
autoritarios, en los que los recortes impuestos son secuenciales y
acumulativos. Este proceso desvela la fragilidad de las instituciones
representativas, y la izquierda en particular, que se muestra incapaz de
comprender la dirección y la envergadura de los cambios. Así, grandes sectores
sociales son desplazados al exterior de la representación política. Sus intereses
no son considerados en el parlamento, ni en la secuencia de decisiones que
implementan las nuevas políticas públicas. En conjunto se puede entender como
una gran recesión histórica.
Este proceso
desata una respuesta en forma de un acontecimiento político que adquiere la
forma de terremoto. Es el 15 M, que explota en el subsuelo y se extiende por
todos los espacios. Este adquiere la forma de lo múltiple y lo inespecífico,
pero no se limita a vindicar la representación política de los numerosos
huérfanos políticos, sino que ensaya una nueva forma de sociabilidad política
configurando las bases de una contrainstitución que excluye lo jerárquico y los
poderes expertos. Como todo acontecimiento, tras diseminar su energía por la
sociedad, el 15 M se bifurca en múltiples direcciones. La iniciativa “Rodea el
congreso” constituye su final, que adquiere un perfil manifiestamente vanguardista.
El impacto
del 15 M en las vetustas instituciones políticas es casi nulo. Solo el PP
percibe el peligro de la movilización de los expulsados del paraíso de la
representación, implementando un arsenal de leyes y políticas que tienen como
objeto detener el conflicto social definiéndolo en términos penales. La escalada
autoritaria represiva se conjuga con lo que en este blog denominé como “el ensañamiento"a la
realización de su proyecto, que vacía de contenido la democracia.
Sobre este
vacío de las instituciones, y sobre los vértigos de los sectores sociales
infrarrepresentados, aparece una chispa en las televisiones que propicia la
generación de un estado de expectación en la opinión pública. El grupo fundador
de Podemos comparece en los platós replicando al poder autoritario y
rehabilitando simbólicamente a los penalizados. Así ejerce la oposición con una
energía insólita, reemplazando a la oposición parlamentaria de baja intensidad.
Las audiencias registran el impacto de los discursos de los recién llegados.
Algunos periodistas, que viven en el interior de las audiencias movilizadas, se
contagian de la energía generada en el ecosistema comunicativo postmediático,
que se constituye en oposición de facto, heredando el papel que desempeñó el 15
M.
La tormenta
mediática se articula sobre las sinergias producidas entre varios programas de
televisión, algunas redes sociales interconectadas y un grupo nutrido de
columnistas que escriben en varios medios digitales progresistas. La revuelta
catódica se comporta como todos los fenómenos que forman parte de la opinión
pública. Tras su nacimiento se expande con gran celeridad e intensidad, para
estabilizarse y comenzar el declive de su energía. En este tiempo aparece una
punta de lanza que anima la revuelta. El grupo de dirigentes de Podemos
desempeña un papel primordial. Junto a ellos, la emergencia de distintos frikis
que experimentan una súbita visibilidad mediática: una monja como sor Lucía que
introduce la voz de los de los expulsados del bienestar; un político como Revilla,
que alfabetiza el imaginario histórico del crecimiento español, desde el final
del franquismo hasta el tiempo de la burbuja, ahora amenazado por las reformas
neoliberales que suscitan temores; un juez expulsado tras ejercer contra las
élites bancarias; algunos economistas providenciales que cuestionan el relato
del poder , y algún periodista afectado por el exceso de corriente.
Esta
revuelta adquiere una centralidad incuestionable en los últimos años. De la
misma resultan jergas, discursos, retóricas visuales y otros componentes, pero,
sobre todo, como todos los fenómenos de opinión pública, concita un clima en el
que se disparan las expectativas. En el magma de las enunciaciones se confirman
horizontes compartidos de esperanza que van desplazando las movilizaciones y las
iniciativas locales. En esta burbuja de las ilusiones compartidas confirman su
presencia creciente los expertos de las encuestas, que sondean a los públicos
involucrados para generar pronósticos que retroalimentan las esperanzas y
expectativas compartidas. Según el clima
mediático sube de tono se confirma el decrecimiento de las movilizaciones y los
movimientos sociales. Todos esperan una solución derivada del ascenso de los
nuevos comandantes mediáticos providenciales.
Pero la
verdad es que, en todo este tiempo, junto a la expansión acelerada de la
revuelta mediática, el poder autoritario va ganando uno a uno todos los
litigios en el mundo real de la
economía, el estado y las instituciones. En el escabroso territorio judicial
detiene los sumarios más comprometidos, logra la libertad provisional de casi
todos los afectados, aisla las gestiones sumariales y dilata los procesos
sometidos a una temporalidad eterna. La impunidad de facto se sobrepone al
clima crítico de la opinión pública. Sus extensiones mediáticas aprenden el
arte de la defensa de los responsables del saqueo en las televisiones. Del
mismo modo, consigue cerrar con éxito la reducción de la población con trabajo
con derechos, consolidando la precarización, al tiempo que consuma las reformas
educativas, sanitarias y de los servicios sociales. El éxodo de muchos de los
jóvenes que sustentaron el 15 M se hace patente.
La revuelta
mediática ha alcanzado un punto de saturación, de modo que los nuevos episodios
de corrupción o mal gobierno no suscitan las reacciones de antaño. Los
promotores de los motines catódicos alcanzan la representación en el parlamento
y sus discursos son absorbidos por el sistema político-mediático. Los
contenidos que aparecen en la primera fase de la revuelta –segunda transición,
modificación de la constitución, definición de casta y otros- se disipan a
favor de un consenso discursivo imprescindible para los platós en la fase de
estancamiento de las expectativas, que inevitablemente es la antesala a un
estado de depresión colectiva.
El resultado
de este proceso se hace evidente en las últimas consultas electorales. La
burbuja de las expectativas decrece manifiestamente, en tanto que el poder
autoritario se recupera en todos los terrenos. En el tiempo transcurrido se
multiplican las corrupciones periféricas al gran saqueo, afectando a varios
sectores progresistas. Algunos telepredicadores de izquierdas, como Ramoncín y
otros, resultan afectados por casos que permiten a la contra mediática del pepé
recuperar argumentos.
El fin de la
revuelta mediática y la normalización implica la desaparición de los
protagonistas. Estos son expulsados de los platós o reconvertidos a
autoridades. Los discursos críticos se reducen a mínimos compatibles con el
poder autoritario. Pero el aspecto más negativo radica en el creciente
protagonismo en la contra mediática de destacadas figuras de la prensa de tonos
claros, entre el amarillo y el rosa, tales como Ana Rosa Quintana o Susana
Griso, que neutralizan a los protagonistas de la revuelta mediante su inserción
en el orden simbólico de las televisiones generalistas. Tras la derrota de
junio, Pablo Iglesias era requerido por Ana Rosa en un directo. Con voz apagada
le recordaba que no llevaba la corbata que le había regalado porque hacía mucho
calor. Parece preciso revisar los manuales de política para establecer que la
última ratio del nuevo sistema global se encuentra en los líderes mediáticos
blandos.
Así se hacía patente el precio desmesurado que
habían pagado por estar presente en el mundo de las pantallas. Se les pide no
ser ellos mismos, renunciando a cualquier radicalidad. Así se desactiva la
posibilidad de cualquier cambio que afecte a estructuras. Las expectativas
generadas por la burbuja mediática, en la que predominan los juegos de énfasis,
distorsiones de imágenes y caricaturas, han llegado a su fin. Lo que pretendía
ser el juego de coleta morada ha terminado radicalmente, cortándole la coleta.
En analogía con Sansón le han extirpado su punto fuerte. En este juego ha
resultado ser más astuto el sistema mismo, superando a los aspirantes.
Tras la
disipación de la revuelta se pone de manifiesto la dispersión de las fuerzas
del cambio y su insignificancia en la sociedad real. En esta reina la impunidad
de los Pujol, Rato, Blesa y asociados. Solo los conductores de programas
televisivos y los segmentados mundos de las redes sociales exigen
responsabilidades. Pero los movimientos sociales, las asociaciones que
representan los intereses de los penalizados por la reestructuración, los
sindicatos u otros similares se encuentran en estado de ruina. Han apostado por
un cambio que no dependía de ellos mismos, desactivando su propia energía.
Mientras
tanto, tras la revuelta mediática, Rajoy invierte la situación y pasa a la
ofensiva en el mundo real. El desenlace es insólito, en tanto que su argumento
se funda en la lealtad de su base electoral anclada en el mundo real, en
contraste con los desilusionados partidarios del cambio mitológico imaginario
realizado en el mundo de las muestras y las audiencias. Así puede ser
beneficiario de las próximas elecciones. Solo queda esperar al próximo acontecimiento,
esperando que se asemeje más a lo de las
plazas que a lo de los platós.
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