Las terrazas
granaínas constituyen un espacio insólito que representa uno de los lados
ocultos de esta singular ciudad. El verano local propicia la huida del hogar al
anochecer para aliviarse en la calle tras las interminables horas en las que el
sol castiga a los edificios. La multiplicación de las terrazas es patente. Sin
embargo, estas presentan grandes diferencias con respecto a otras ciudades. En
Graná impera lo que en este blog he calificado como un sistema de capitalismo
incompleto. Junto a algunas estructuras económicas y jurídicas propias del
capitalismo del presente, sobreviven muchos elementos precapitalistas que se
encuentran desconectados del conjunto. Precisamente, las terrazas de verano se
encuentran regidas por una lógica que se corresponde con un pasado muy lejano,
en el que los servicios se encontraban en un estado embrionario y relegado.
Existen
distintos bares, restaurantes y establecimientos con terraza. En este post no
me voy a referir a los que he denominado como “comunitarios”, que se encuentran
en los barrios. Estos tienen una lógica en la que lo mercantil se encuentra
subordinado en el negocio. Los horarios son restringidos y los públicos que lo
visitan son los definidos por la vecindad. Allí impera una sociabilidad
restringida al mundo de los conocidos habituales. Nunca he comprendido que
estos negocios pongan una terraza, que cuesta mucho dinero, y no la maximicen.
Así se confirma la ley precapitalista de trabajar poco y ganar poco, que se
encuentra presente en muchas de las actividades locales. Estas se encuentran
regidas por el principio del lucro moderado proporcional al esfuerzo modesto, a
diferencia del lucro desmedido que rige el mercado inmobiliario u otras actividades
económicas.
En las terrazas del centro histórico y
comercial la situación es diferente. Los clientes son los turistas, los distintos
visitantes -principalmente por las distintas actividades económicas- o los
locales desplazados desde sus casas-fuerte de la periferia para hacer compras o
actividades de ocio. En este caso el negocio consiste en nutrirse del flujo de
visitantes. Todos los días entran en la ciudad distintos contingentes de
cuerpos que se distribuyen por los circuitos de los monumentos para terminar la
agotadora jornada en sus hoteles. Muchas de las terrazas están concebidas para
proporcionar un momento de descanso a los mismos, para reparar las fuerzas
debilitadas por los rigores climáticos y el sobrecargado programa diario de
actividades y visitas.
Sobre las
terrazas granaínas sustentadas en la captura de los visitantes perecederos se
hace presente el espíritu de la ciudad. Las actividades económicas que la
sustentan tienen como destinatarios a clientes efímeros definidos por su
movilidad: turistas y estudiantes principalmente. Estos son transformados en
inquilinos o huéspedes de hoteles. En ambos casos se encuentran de cuerpo
presente, pero siempre en un tránsito que excluye el mañana. Este factor
configura una oferta de servicios de unas calidades pésimas. En tanto que las
autoridades remodelan el espacio urbano que alberga los trayectos de los
visitantes, mediante la creación de un escenario adecuado al rango de los monumentos
visitados, los negocios de restauración y ocio no se corresponden con el mismo,
y, aún a pesar de los cambios de fachada, constituyen un refugio para el
espíritu inmanente de la ciudad.
Tras los
nuevos frontispicios se reproducen algunos elementos fundamentales del
imaginario tradicional de una sociedad preindustrial: el distanciamiento de los
forasteros, la austeridad radical de la
vida - en la que las excepciones son consideradas como “vicio”-, así como la
devaluación del concepto de servicio. De este modo, se conforma una extraña
contramodernidad en la que estas gentes “de montaña” se asientan sobre una
tierra con un patrimonio monumental insólito, ejerciendo de anfitriones de los
visitantes. Con todas las excepciones que se puedan identificar, este es el espíritu
granaíno que limita severamente las calidades de servicio.
En este
contexto se prodigan las terrazas en los territorios de tránsitos de los
visitantes. Estas constituyen microsistemas sociales divorciados del
macrosistema social, en el que el valor económico del turismo representa una
cuota muy importante. Con excepciones tales como bares del centro histórico
cuyos clientes son preferentemente locales, o los nuevos bares abiertos
principalmente por extranjeros, dirigidos a los erasmus y la nueva humanidad
que circula estimulada por la globalización de los máster, el modelo cultural
que describo es generalizado en distintos grados. La convergencia del espíritu
de la ciudad con la precarización española salvaje, tiene las propiedades de
una fusión nuclear en cuanto a sus efectos sobre el servicio.
Con
distintas variaciones horarias el microsistema social de las terrazas granaínas
se puede sintetizar así. La recepción es fría. En ocasiones parece como si el
recién llegado estuviera incomodando al personal. Puede pasar un tiempo en el
que el camarero fluye por las mesas sin enviar una señal a los nuevos clientes.
Pero el elemento más trascendente de este mundo radica en su temporalidad. Todo
discurre a un ritmo lento y pausado que no tiene equivalencias con la agitada
vida exterior. Sentarse en una mesa implica someterse a un tiempo bloqueado.
Así, el ciclo --ocupación de la mesa/ser atendido/registrar el pedido/servir el
mismo/pedir la cuenta/cobrar/ dar las vueltas—se hace eterno al estar sometido
a una secuencia de pausas.
Pero todo
empeora cuando existe alguna diferencia que tiene que resolverse mediante el
acuerdo con el camarero o se hace una petición de segunda ronda. Entonces la
respuesta se hace más lenta y se genera tensión si se solicita su presencia
mediante gestos o tonos de voz. Las segundas rondas son penalizadas. Parece
como si el establecimiento no tuviera la capacidad de modificar la cuenta registrada
en un dispositivo informático. En este
caso el pasado se hace presente. El modelo subyacente es el de una boda, en el
que el menú está estandarizado y la magnitud de los comensales restringe el
servicio y limita las excepciones. La boda es la institución por excelencia en
la restauración granaína.
En este blog
he contado mi odisea cotidiana para que me sirvan un desayuno compuesto por
–café cortado en taza con sacarina, tostada de pan integral con muy pocamantequilla--, en la casi totalidad de los establecimientos esta demanda es
considerada como una frivolidad, de modo que me tengo que someter a la ración
común de mantequilla, que es excesiva y significa una compensación de los
tiempos de antaño en los que el déficit de calorías era la norma obligada. En
las terrazas se hace patente la homogeneidad. Por poner un ejemplo. En algunas
ocasiones pido mi tostada con pan de molde, siempre que en la carta se ofrezcan
sandwichsws. En la mayoría de los casos
recibo moderadas reacciones de desaprobación porque me salgo de la norma.
El tiempo
lento, el castigo a segundas rondas, la presión a la uniformidad, la deficiente
atención personal entre otros elementos, conforman un servicio ubicado muy por
debajo de los estándares imperantes en la atormentada hostelería, siempre en
busca del cien por cien de ocupación. Puedo contar experiencias inverosímiles.
Siempre que llego a Madrid experimento una sensación de alivio por la
expectativa de servicio. En casi todos los sitios que visito me siento bien
recibido y soy atendido en un tiempo razonable. Cuando cojo el autobús para
retornar a Graná, me invade un sentimiento de pesadumbre en espera de mi
próxima contienda hostelera.
Parece
extraña la situación que estoy describiendo. Un negocio de restauración con
terraza en el capitalismo vigente depende de la rotación rápida de las mesas y
de la intensidad de los consumos. Lo que interesa a la empresa es que cada mesa
sirva de soporte a cuantos más servicios sea posible. Todo el negocio tiene que
estar movilizado para el fin de imprimir un ritmo vivo. De esta cuestión
depende el volumen de los ingresos. Entonces ¿cómo es posible que las terrazas
granaínas tengan un ritmo tan lento y obstaculicen segundas rondas?
La
explicación radica en el tipo de propietarios de las mismas. En general son
personas con economías domésticas mixtas, en la que los beneficios del negocio
suman a otras partidas. De este modo no están interesados en explotar
integralmente su negocio hostelero. Porque acelerar los ritmos de modo que se
estimule a incrementos de consumo y a la rotación de las mesas implica la
colaboración activa de los camareros. La única forma de lograrlo es
incentivarlos económicamente, de modo que su interés coincida con el de la
empresa. Estimular la producción, aumentar los ingresos y distribuir los
beneficios para todas las partes. Este es el modelo de lo que aquí se
sobreentiende como capitalismo. Pero los propietarios son más bien pequeños
señores feudales que se conforman con un beneficio moderado y ausencia de
riesgos. Así legan a sus negocios la naturaleza de los cortijos del pasado.
Los negocios
de hostelería que despliegan sus terrazas se fundamentan justamente en lo
contrario de una empresa de servicios. Sus cimientos son los salarios bajos de
los empleados, así como sus condiciones de trabajo pésimas. Sobre el mercado de
trabajo miserable se desarrollan estos negocios de baja productividad. La
precariedad salvaje es la sustancia que los constituye. Así, un camarero
sometido a estas condiciones laborales infames, termina por desarrollar la
única respuesta posible: la instauración de un tiempo sosegado y flemático que
se inscribe en la antesala del sabotaje. Los negocios de hostelería basados en
la coacción laboral producen un servicio de baja calidad. Eso sí, un
establecimiento de estas características no presenta riesgos. De este modo se
reproduce el aspecto esencial de la clase dirigente granaína: beneficios bajos
pero seguros. Alquiler de pisos, venta de inmuebles y servicios para los
forasteros. Todos exentos de riesgos. Son lo que aquí se denominan como
cortijillos.
Para muchos
de los lectores de este texto puede parecer tan inverosímil como que la mayoría
de bares y cafés se encuentren cerrados hasta después de las siete de la tarde.
Este es el misterio consustancial a la ciudad: el chavico inmanente. Cuando se
prodigan discursos que aluden a la innovación y la tecnología en Graná, siempre
recuerdo a los empresarios de las actividades seguras y a los trabajadores
semiesclavos sobre los que se sustentan. Muchos de mis alumnos han sido y son
el material humano sobre el que sostienen muchos de estos negocios. Entonces
sonrío y pienso en la paradoja de que, en tanto que algunos pedigüeños
callejeros exhiben carteles con letras confeccionadas en un ordenador, muchos
de los rótulos de establecimientos del centro y de barrios acomodados los
presentan escritos a mano y con un desprecio monumental por la estética.
Lo dicho:
las terrazas como microsistema social representativo del alma de la ciudad, que
se contrapone al espíritu de la época, que es el espíritu del capitalismo donde
hasta los productos pretenden ser servicios. Se trata de la perpetuación de los cortijos, ahora asentados también en el medio urbano.
Hace unos 16 años pasé un par de días del mes de Mayo en Granada y aunque mis recuerdos son ya escasos pues mi memoria es la que es, que diría Mariano, me ha sorprendido gratamente que coincida punto por punto con tu relato, pensé en aquel momento que en vez de estar en Andalucía con su “presupuesta” alegría, estaba en un velatorio en el que mi presencia y la de mi amiga no eran bien recibidas, luego fuimos a Sevilla y terminó el luto anterior.
ResponderEliminarAhora entiendo mejor después de leerte porqué pasaba lo que pasaba, que entonces no me acababa de explicar.
¡¡Estamos apañaos¡¡ aunque seguro que Susana y Cs lo van a arreglar a base de cursos de formación centrados en mejorar la actitud del personal contratado con empleo precario y mentalizándoles de que “de la antesala del sabotaje” también se sale, posiblemente aprendiendo a votar.
Saludos Juan y como siempre un placer leerte.
Gracias Futbolín. Al sentarte en muchas terrazas tienes la sensación de ser mal recibido. En un lugar turístico es lo último. Saludos
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