Las
biografías de las personas mayores en el presente se rigen por una extraña
lógica. En tanto que sus descendientes experimentan una vida en mejores
condiciones materiales, en la que los incrementos de las movilidades, las
experiencias vitales y las relaciones sociales son manifiestos, ellos son
apartados gradualmente, terminando en la mayoría de los casos segregados de la
vida social y almacenados en unas instituciones cuya apariencia las distingue de los antiguos
asilos, pero en la que no se puede ocultar el vínculo con estos. En estas la
función residencial se subordina a la de control estricto sobre una población
que no se puede evitar denominarla como los “internos”.
El declive
inevitable de los mayores produce una cruel paradoja: En tanto que han legado
un mundo mejor a sus herederos, son expulsados de los espacios domésticos para
ser recluidos en instituciones que los custodian y cuidan. De este modo, el
concepto organizador de estas sociedades, que se especifica en la idea de
bienestar, no es universal. El incremento de la esperanza de vida tiene un
efecto perverso: la configuración de una etapa para muchos ancianos de una vida
de encierro y una cotidianeidad privada de los afectos de antaño. Me impresiona
muchísimo contemplar los días de las elecciones a los ancianos movilizados y
desplazados a los colegios electorales, con sus sobres cerrados en sus manos y
custodiados por sus vigilantes. Esta es la penúltima utilidad en la que son
exprimidos.
La primera
reclusión de estas generaciones es la que se asocia a distintos ámbitos en los
que desarrollan sus vidas. El matrimonio estable; la vivienda en propiedad
financiada en tiempos largos; los trabajos fijos duraderos y las rutinas que presiden unas vidas
estructuradas en torno a los hijos y los nietos. Este es el sentido organizador
de la vida y del hogar, al que se encuentran subordinados todos los demás. Una
buena vida es el laborar por progreso de los descendientes. Así transcurren
largos periodos de tiempo, en el que las
actividades primordiales son inversiones
para mejorar el futuro del clan familiar. La impetuosa irrupción del consumo de
masas no altera la movilización familiar para el futuro de los hijos y de los
nietos, que se regula mediante el sacrificio, en mil versiones para esta
generación.
El segundo
encierro comienza tras la jubilación, la dispersión de los miembros de la
familia, el extrañamiento creciente del medio que les rodea, la reclusión
creciente en la viviendar y el distanciamiento con respecto a su entorno
inmediato. Hace unos meses escribí un post “Mayores en arresto domiciliario”,
en el que analizaba esta cuestión. En este periodo de reclusión doméstica
creciente, las visitas y las relaciones familiares se producen en intervalos de
tiempo cada vez mayores. Así instaura un proceso en el que se debilitan todos
los lazos sociales del pasado y se incrementa la presencia de la familia
pública, representada en un nexo creciente con los servicios sociales y de
salud.
Si bien el
signo de este proceso es de creciente introversión, debilitación de capacidades
para ejercitar las funciones de la vida cotidiana y dependencia progresiva, la
vida tiene lugar en un espacio que fue un hogar. Todos los objetos, los muebles
y los huecos representan la memoria de un pasado convivencial. Los seres
queridos están siempre presentes allí. La materialidad y las vivencias están
asociadas a la vivienda. El espacio es vivido desde su pasado, esplendoroso al
ser reavivado en la memoria selectiva. El sentido de la vida es la espera de
que comparezcan los ausentes. La promesa de la navidad, las felicitaciones por
los cumpleaños, la llegada de noticias sobre acontecimientos de los
descendientes o las visitas que terminan en salidas que se experimentan como
una protección confortable frente a la hostilidad creciente del miedo urbano.
La casa es
una fortaleza que alberga el espacio de la autonomía. El anciano come lo que le
gusta, recrea el mundo a partir de los contenidos de las largas sesiones de
televisión, decide los horarios y revive en soledad sus recuerdos. El declive
termina por reforzar su autonomía en la decisión de sus actividades cotidianas.
Se termina configurando como un solitario nostálgico, un robinson doméstico que
crea su mundo, gestiona sus pequeñas satisfacciones y decide las excepciones.
En el caso de presencia de animales domésticos desarrolla con estos una
relación muy intensa que palia su soledad. En el silencio del hogar lo acompaña
junto a sus nostalgias, sus sueños y sus amarguras en espera del siguiente
episodio familiar.
En muchos
casos los visitantes procedentes de la familia pública representan un alivio.
Les proporcionan una compañía fundamental en el ciclo del día, así como en sus
menguantes salidas. También las visitas a los médicos y enfermeras, que les
proporcionan la oportunidad de expresar afectos y sentirse respetados. Los
residentes solitarios que rememoran su pasado se proporcionan pequeñas
gratificaciones cotidianas en las largas horas de soledad. Así compensan el
dolor que en distintos grados los acompañan por su marginación familiar. El
futuro es la espera del efímero retorno de los suyos, sea en forma de llamadas,
de visitas o de noticias. El fin de semana tiene un sentido inverso al de la
mayoría. Para ellos es un tiempo de suspensión de lo social, en el que las
familias pública y privada se disipan.
Así se
configura un ser social solitario, marcado por la pérdida cotidiana de los
suyos y la constatación de las señales de su propio declive físico, pero soberano en su hogar, en donde ejerce su
autonomía mediante sus prácticas y decisiones de alivio de su soledad. La casa
termina por ser un refugio en donde un ser soberano compensa sus adversidades y
gestiona las relaciones menguantes con sus familias privadas y públicas. Así
ejerce el control cotidiano sobre distintos aspectos de su vida. Las largas
horas de soledad lo convierten en un activo oyente de la radio o en un voyeur
televisivo. Sus carencias cognitivas y afectivas lo configuran como un
damnificado por la comunicación audiovisual que recrea ficciones que se
sobreponen a sus austeras vidas.
Un día
aparece una señal nueva en términos de un accidente, un episodio de salud
negativo, un estado psicológico percibido como deplorable, un examen de los
peritos de la vida dictaminadores de riesgos o un acontecimiento familiar
inesperado. Esta desencadena un proceso de decisión conjunta de sus familiares
y los sistemas expertos que concluye en su ingreso en una institución de
custodia. Así se inicia su tercer encierro o confinamiento final. La distancia
entre el la etapa de reclusión abierta doméstica y la residencia es enorme.
Representa una situación nueva en la que es convertido en un interno,
despojándolo de las ventajas que conservaba en la etapa de clausura doméstica
aliviada.
La
residencia es inequívocamente una institución total en el sentido definido por
Goffman. La función de control se sobrepone a todas las demás. Se trata de
instituciones en las que reina el imaginario médico, que convierte a cada interno
en un ente físico que es preciso conservar, así como la de las psicologías
fundadas en el supuesto de que las emociones, las relaciones humanas y los
entornos se pueden constituir artificialmente, mediante medios equivalentes a
las prótesis. Estas instituciones son espacios segregados de la sociedad, donde
se impone la lógica de una vida cotidiana estrictamente reglamentada que no
admite excepciones. Este orden organiza toda la vida cotidiana. No existen
tiempos o espacios en los que los internos dispongan de discrecionalidad. El
territorio personal que representaba la antigua vivienda se disipa y la
intimidad desaparece.
El
internamiento suscita un conjunto de pérdidas traumáticas, que los expertos de
esta “industria conservera” de los ancianos no alcanzan a comprender. Las
ventajas de la segunda reclusión, las he expuesto anteriormente. El choque al
aterrizar en la institución total es terrible. En muchos casos se producen
resistencias, pero el estado de debilidad determina que estas se quiebren y el
interno sea reducido al pragmatismo de que esa es su realidad. Así termina por
asumir su propia identidad de persona disminuida. En un tiempo corto su yo
debilitado es drásticamente remodelado. La sumisión e infantilización son
promocionadas y recompensadas institucionalmente. Es inevitable que acepte finalmente
ser un ser encerrado, alimentado, vigilado, medicado, escrutado, entretenido,
alimentado afectivamente por pequeñas dosis intermitentes y objeto de ficciones
amistosas. No ignoro que existen excepciones, pero la perspectiva de la
gerontología es lamentable.
Unas vecinas
mías muy mayores y en muy mal estado de salud fueron finalmente ingresadas en
una residencia hace unos años. Una de las razones de la decisión familiar fue
vender su casa en un buen momento del mercado inmobiliario. Estas vecinas
resistieron la institucionalización manteniendo su rebeldía, a pesar de que
perdían una a una todas las batallas. Entonces consiguieron fugarse. Fue su
último acto creativo y vivo. Solo pudieron mantenerse un par de horas fuera de
la residencia y fueron localizadas por la policía y devueltas al internado.
Algunas veces he imaginado una fuga de internos y su comparecencia en el centro
de la ciudad.
La fuga
denota la naturaleza del encierro y el grado en el que es constituido como un
inválido en grado supremo. Una amiga mía que canta en un coro en Madrid, llegó
a dejarlo tras vivir la experiencia de actuar en varias residencias. La suma
del declive y el cese de la resistencia propicia un cuadro insoportable para
cualquier sensibilidad. El clima artificial de ocio celebrativo encubre la
realidad de reducción de la vida a su
conservación. Desde hace años busco imágenes que ilustren este encierro. No me
he atrevido a añadirlas aquí.
Entiendo
perfectamente que el declive físico y mental es inevitable y que no es viable
que sus costes recaigan en las familias. Pero una sociedad tan poderosa, en la
que el desarrollo tecnológico y la producción de objetos y servicios se
sustenta en una inteligencia y una creatividad formidable, se muestra incapaz
de invertir una parte de estas en inventar una alternativa al encierro en
instituciones totales. En este caso oculta las realidades críticas y asume que
la última etapa de la vida tiene que representar un equivalente al misterioso
purgatorio, confirmando la metáfora del valle de lágrimas.
¿no se puede
explorar otro camino? ¿es inevitable este sufrimiento? y ¿podemos definir como
progreso el curso de estas sociedades desentendiéndose de estas y otras víctimas? Mi respuesta es no. Se encuentran disponibles mejores armas, medicamentos, máquinas de uso individual y otros objetos. Pero la gente se muere en instituciones totales después de ser extirpada de su propio medio. Eso no es aceptable.