martes, 26 de julio de 2016

SANTANDER Y LOS MIL PASEOS




El paseo es una actividad que trasciende lo físico. Es un encuentro con la naturaleza o espacio urbano hermoso. Ver, desplazarse, oír, oler y tocar. El paseo es fundamental, una deriva sin objetivo que constituye un placer para los sentidos. En él se medita,  se conversa, en el caso de acompañantes, o se juega si se comparte con perros. Se trata de un poderoso reconstituyente de lo físico y del espíritu, deteriorado por los efectos de la vida urbana del presente, que genera un ambiente en el que esta actividad está penalizada. La decadencia del paseo estriba en que las poderosas corporaciones del ocio industrializado han creado actividades que pretenden asemejarse al mismo, pero cuya significación es opuesta. Así las calles y lugares que antaño albergaban a los  paseantes ahora son las vías de las distintas formas de deporte programado. El footing, el trekking y otras variantes de marcha planificada por objetivos lo sustituyen. 

El paseo convencional se ha transformado en otra cosa. Ahora son distintas modalidades de marcha programada, que los dispositivos industriales del consumo inmaterial recodifican, atribuyéndole sentidos diferentes a los de antaño. Se trata de una actividad reinventada, con el objeto de mejorar el rendimiento del cuerpo, desarrollando la musculatura y el equilibrio, quemando las calorías sobrantes y dotándolas de un método. Una legión de médicos, entrenadores deportivos y otras profesiones del cuerpo, se ocupan del mantenimiento y expansión de estas actividades. En los últimos veinte años no dejan de crecer los contingentes del ejercicio programado, ocupando los espacios públicos en los que se manifiesta como la actividad dominante.

Los nuevos espacios urbanos privilegian los grandes edificios, cuya inserción en el tejido de la ciudad privilegia el acceso por automóvil, convirtiendo el entorno de los conjuntos de edificios en un desolado paisaje, en el que entremezclan sórdidos espacios atravesados por carriles bici y pasarelas para la constelación de transeúntes por objetivos, intercalándose simulaciones de parque inquietantemente vacíos, en los que solo son visibles los gladiadores del cuerpo y la salud, laborando en busca de la excelencia corporal. La ciudad hipermercantil del presente se reorganiza en torno a la fortaleza privada del hogar, alimentado por máquinas de ver y comunicar, así como por el automóvil. En coherencia con este cuadro se multiplican los gimnasios y los desplazamientos entre edificios por los carriles. El espacio público deviene en una reserva para las poblaciones con movilidad limitada. El paseo es imposible en este contexto. La comunión entre los constructores, los arquitectos, las autoridades y los usuarios encapsulados y rápidos es patente. La penalización de las poblaciones de movilidad lenta, es la contrapartida de esta extraña modernización de la movilidad. Recuerdo que estoy hablando de España, país en el que la diferencia, también en esto, es manifiesta con respecto a Europa.

El dispositivo del ejercicio físico, dota a estas actividades de unos códigos comunes a los que gobiernan  las instituciones del presente, conformando así las coherencias con los preceptos propios de la época. La marcha es construida como una actividad individual, guiada por objetivos, sujeta a evaluación, que requiere esfuerzo y constancia, y cuyos resultados se miden mediante la comparación con estándares establecidos que regulan la competencia de los sujetos, a quienes se les trasfiere la responsabilidad del estado de su cuerpo. El principio subyacente es ganar, mejorar la posición relativa en el ranking con respecto a los competidores. También la cuestión del futuro es esencial. Se trata de una actividad incremental en el tiempo, regida por la disciplina en el comportamiento. En este sentido no es una actividad lúdica, dotada del sentido del juego sin competición. Su semejanza con la carrera profesional es evidente.

Existen distintas formas de desplazamientos programados diferenciadas del paseo convencional. Se puede identificar a la constelación del footing; los ciclistas programados; los paseos planificados del trekking duro –objetivos secuenciados, tiempos cerrados-; los marchantes para los que el ritmo intenso es lo importante; aquellos esforzados que caminan por recomendación médica o para disminuir su peso, así como otras variantes. Otros caminantes programados son aquellos derivados del turismo. El viaje se transforma en una programación que tiende a maximizar los resultados en términos de presencia física en muchos lugares, pero con limitación temporal. Las interminables filas en espera de llegar al lugar-objetivo, en el que paran un par de minutos para fotografiarse y seguir el desplazamiento para la siguiente parada.

La expansión infinita del turismo ha convertido, las costas, las ciudades, las montañas y los lugares de belleza singular en un laberinto de carriles en los que la actividad comercial invade el espacio. Cualquier itinerario playero convierte la marcha en una actividad de compra. Las múltiples ofertas, gangas, productos locales y otros objetos, interfieren a los paseantes sobreponiendo un universo visual al natural. El año pasado escribí un post –Los círculos concéntricos dela fealdad-  al respecto. Un paisaje dotado de valor es reducido a imágenes estándar que lo  empequeñecen. Estas se reiteran mediante los dispositivos de información gráfica, de modo que para la mayoría el sentido del viaje es confirmar su efímera presencia física en el lugar para fotografiarse, sumando así una prueba más a su historial turístico. Así, la gran mayoría no explora el entorno del lugar privilegiado. Se visita sucintamente  economizando  las fuerzas para cumplir con los siguientes objetivos del viaje.

Por esta razón siempre que me encuentro en zonas turísticas, termino por añorar a Santander e forma desmedida. En esta ciudad siguen existiendo varias clases de paseantes que acompañan a su formidable constitución urbana y el cuidado de la línea que la separa del mar. Junto a estas variantes de paseantes, también proliferan varias formas bárbaras de actividad física con fines deportivos, que concentra su atención en los objetivos, en las calorías consumidas u otras variantes, y que se aísla del entorno privilegiado para concentrarse en las mediciones y comparaciones. Pero en esta ciudad, muchas personas locales y visitantes, recorren trayectos urbanos con el fin de expansionarse. En Santander, los paisanos han consagrado varios itinerarios, que se comparten en fines de semana y otros tiempos específicos.

Santander es un paraíso para los paseantes. Toda su costa es una orgía visual. La clave es su paisaje, que, al estar ubicado en una hermosísima bahía, se modifica cada poco tiempo. Si partimos del embarcadero, a la derecha se encuentra Pedreña, en tanto que a la izquierda se encuentran los edificios del paseo de Pereda, que constituyen una excepción frente a las arquitecturas de la fealdad de la industrialización y las remodelaciones urbanas sucesivas que la acompañan. La clave del paseo radica en que cada pocos centenares de metros, se modifica el paisaje. De este modo el paseo es una sucesión de planos singulares. Cuando superado Puerto Chico y Castelar y tras subir la Cuesta del Gas se desemboca en el inicio de un nuevo paseo espectacular, en el que se pueden contemplar sucesivos planos de la playa de Somo y el Puntal enfrente u la playa de la Magdalena debajo.

Al llegar a Península de la Magdalena, tomando el camino de la izquierda y tras pasar por el logrado estanque de las focas y otros desafortunados lugares de distracción turística, se inicia el ascenso hasta el palacio con vistas espléndidas sobre el conjunto del Sardinero y el Faro. En la cima sobre un acantilado se inicia el descenso recuperando las vistas de la bahía y la ciudad. Siempre la clave es la misma: Cada pequeño tramo se renueva el paisaje. Otras ciudades marítimas que me gusta pasear no pueden homologarse a esta apoteosis visual. Solo San Sebastián puede compararse.

Después de la Magdalena todo sigue la misma pauta hasta el faro. De tal forma que en los tiempos que tenía el privilegio de vivir allí, un día de galerna era distinto contemplarla las olas desde Chiqui o desde los Jardines de Piquío. En cualquier día se pueden contemplar en esta ciudad paseantes en distintos tramos, convocados por el placer de fundirse con el paisaje. Estos comparten el espacio con las nuevas tribus bárbaras cronometradas. Pero en todos los kilómetros de paseo, no hay ni un solo chiringuito o puesto comercial. No puedo dejar de recordar con emoción el paseo que comienza al final de la segunda playa del Sardinero para ascender entre acantilados hasta la playa de Mataleñas. A la derecha se encuentra el Cantábrico y la costa de Somo y Loredo. A la izquierda un precioso campo de golf municipal insólito. 

Recuerdo una anécdota ilustrativa de este pequeño paraíso. Algunos corresponsales de periódicos norteamericanos llegaron a Santander en 1938. Venían conmovidos por las crónicas de la ferocidad de los combates entre las partes, narradas por los corresponsales de los grandes periódicos. Al desembarcar, se encontraron con los paseantes pausados característicos de la ciudad, lo cual les sorprendió desmesuradamente. Su desplazamiento al interior confirmó sus presunciones iniciales. Más allá de la ciudad, los contendientes no eran precisamente paseantes, como tampoco lo fueron en los momentos de confrontación.

También recuerdo mi papel de cicerone de la ciudad, en los primeros años de democracia, para algunos dirigentes del partido comunista de la época. Cuando les llevaba a los lugares en los que la vida común adquiere su condición esplendorosa, siempre asociada al paseo, algunos reaccionaban atribuyendo a los locales la condición de privilegiados. Recuerdo a un amigo en particular, que hoy es un empresario muy importante, que repetía incesantemente “No hay derecho a esto. Sois unos privilegiados. Los de Vallecas, Palomeras y otros barrios del sur vamos a entrar aquí a incendiar, saquear, devastar y destruir. Esto es una desigualdad intolerable”. Siempre terminábamos riéndonos de la privación de los madrileños en un medio ambiente en manifiesta desventaja.

Santander es el medio privilegiado en el que la ciudad ofrece mil paseos posibles no programados. La abundancia de posibilidades convierte a los paseantes en “libre-paseantes”. Siempre utilizo la expresión de “llevo mi cuerpo a”, pero en el caso de esta ciudad en los paseos tan gratificantes me llevo a mí mismo. He intercalado el paseo y la lectura en algunos días de primavera y otoño. Mis recuerdos de los paseos diarios con Carmen y mis perras constituyen lo mejor de mi vida. Siempre que estoy en lugares turísticos es inevitable movilizar mi nostalgia y mi memoria.


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