El paseo es
una actividad que trasciende lo físico. Es un encuentro con la naturaleza o
espacio urbano hermoso. Ver, desplazarse, oír, oler y tocar. El paseo es
fundamental, una deriva sin objetivo que constituye un placer para los
sentidos. En él se medita, se conversa,
en el caso de acompañantes, o se juega si se comparte con perros. Se trata de
un poderoso reconstituyente de lo físico y del espíritu, deteriorado por los
efectos de la vida urbana del presente, que genera un ambiente en el que esta
actividad está penalizada. La decadencia del paseo estriba en que las poderosas
corporaciones del ocio industrializado han creado actividades que pretenden
asemejarse al mismo, pero cuya significación es opuesta. Así las calles y lugares
que antaño albergaban a los paseantes
ahora son las vías de las distintas formas de deporte programado. El footing,
el trekking y otras variantes de marcha planificada por objetivos lo
sustituyen.
El paseo
convencional se ha transformado en otra cosa. Ahora son distintas modalidades
de marcha programada, que los dispositivos industriales del consumo inmaterial recodifican,
atribuyéndole sentidos diferentes a los de antaño. Se trata de una actividad
reinventada, con el objeto de mejorar el rendimiento del cuerpo, desarrollando
la musculatura y el equilibrio, quemando las calorías sobrantes y dotándolas de
un método. Una legión de médicos, entrenadores deportivos y otras profesiones
del cuerpo, se ocupan del mantenimiento y expansión de estas actividades. En
los últimos veinte años no dejan de crecer los contingentes del ejercicio
programado, ocupando los espacios públicos en los que se manifiesta como la
actividad dominante.
Los nuevos
espacios urbanos privilegian los grandes edificios, cuya inserción en el tejido
de la ciudad privilegia el acceso por automóvil, convirtiendo el entorno de los
conjuntos de edificios en un desolado paisaje, en el que entremezclan sórdidos
espacios atravesados por carriles bici y pasarelas para la constelación de
transeúntes por objetivos, intercalándose simulaciones de parque
inquietantemente vacíos, en los que solo son visibles los gladiadores del
cuerpo y la salud, laborando en busca de la excelencia corporal. La ciudad hipermercantil
del presente se reorganiza en torno a la fortaleza privada del hogar,
alimentado por máquinas de ver y comunicar, así como por el automóvil. En
coherencia con este cuadro se multiplican los gimnasios y los desplazamientos
entre edificios por los carriles. El espacio público deviene en una reserva
para las poblaciones con movilidad limitada. El paseo es imposible en este
contexto. La comunión entre los constructores, los arquitectos, las autoridades
y los usuarios encapsulados y rápidos es patente. La penalización de las
poblaciones de movilidad lenta, es la contrapartida de esta extraña
modernización de la movilidad. Recuerdo que estoy hablando de España, país en
el que la diferencia, también en esto, es manifiesta con respecto a Europa.
El
dispositivo del ejercicio físico, dota a estas actividades de unos códigos
comunes a los que gobiernan las
instituciones del presente, conformando así las coherencias con los preceptos
propios de la época. La marcha es construida como una actividad individual,
guiada por objetivos, sujeta a evaluación, que requiere esfuerzo y constancia,
y cuyos resultados se miden mediante la comparación con estándares establecidos
que regulan la competencia de los sujetos, a quienes se les trasfiere la
responsabilidad del estado de su cuerpo. El principio subyacente es ganar,
mejorar la posición relativa en el ranking con respecto a los competidores.
También la cuestión del futuro es esencial. Se trata de una actividad
incremental en el tiempo, regida por la disciplina en el comportamiento. En
este sentido no es una actividad lúdica, dotada del sentido del juego sin
competición. Su semejanza con la carrera profesional es evidente.
Existen
distintas formas de desplazamientos programados diferenciadas del paseo
convencional. Se puede identificar a la constelación del footing; los ciclistas
programados; los paseos planificados del trekking duro –objetivos secuenciados,
tiempos cerrados-; los marchantes para los que el ritmo intenso es lo
importante; aquellos esforzados que caminan por recomendación médica o para
disminuir su peso, así como otras variantes. Otros caminantes programados son
aquellos derivados del turismo. El viaje se transforma en una programación que
tiende a maximizar los resultados en términos de presencia física en muchos
lugares, pero con limitación temporal. Las interminables filas en espera de
llegar al lugar-objetivo, en el que paran un par de minutos para fotografiarse
y seguir el desplazamiento para la siguiente parada.
La expansión
infinita del turismo ha convertido, las costas, las ciudades, las montañas y
los lugares de belleza singular en un laberinto de carriles en los que la
actividad comercial invade el espacio. Cualquier itinerario playero convierte
la marcha en una actividad de compra. Las múltiples ofertas, gangas, productos
locales y otros objetos, interfieren a los paseantes sobreponiendo un universo
visual al natural. El año pasado escribí un post –Los círculos concéntricos dela fealdad- al respecto. Un paisaje
dotado de valor es reducido a imágenes estándar que lo empequeñecen. Estas se reiteran mediante los
dispositivos de información gráfica, de modo que para la mayoría el sentido del
viaje es confirmar su efímera presencia física en el lugar para fotografiarse,
sumando así una prueba más a su historial turístico. Así, la gran mayoría no
explora el entorno del lugar privilegiado. Se visita sucintamente economizando las fuerzas para cumplir con los siguientes objetivos
del viaje.
Por esta
razón siempre que me encuentro en zonas turísticas, termino por añorar a
Santander e forma desmedida. En esta ciudad siguen existiendo varias clases de
paseantes que acompañan a su formidable constitución urbana y el cuidado de la
línea que la separa del mar. Junto a estas variantes de paseantes, también
proliferan varias formas bárbaras de actividad física con fines deportivos, que
concentra su atención en los objetivos, en las calorías consumidas u otras
variantes, y que se aísla del entorno privilegiado para concentrarse en las
mediciones y comparaciones. Pero en esta ciudad, muchas personas locales y
visitantes, recorren trayectos urbanos con el fin de expansionarse. En
Santander, los paisanos han consagrado varios itinerarios, que se comparten en
fines de semana y otros tiempos específicos.
Santander es
un paraíso para los paseantes. Toda su costa es una orgía visual. La clave es
su paisaje, que, al estar ubicado en una hermosísima bahía, se modifica cada
poco tiempo. Si partimos del embarcadero, a la derecha se encuentra Pedreña, en
tanto que a la izquierda se encuentran los edificios del paseo de Pereda, que
constituyen una excepción frente a las arquitecturas de la fealdad de la industrialización
y las remodelaciones urbanas sucesivas que la acompañan. La clave del paseo
radica en que cada pocos centenares de metros, se modifica el paisaje. De este
modo el paseo es una sucesión de planos singulares. Cuando superado Puerto
Chico y Castelar y tras subir la Cuesta del Gas se desemboca en el inicio de un
nuevo paseo espectacular, en el que se pueden contemplar sucesivos planos de la
playa de Somo y el Puntal enfrente u la playa de la Magdalena debajo.
Al llegar a
Península de la Magdalena, tomando el camino de la izquierda y tras pasar por
el logrado estanque de las focas y otros desafortunados lugares de distracción
turística, se inicia el ascenso hasta el palacio con vistas espléndidas sobre
el conjunto del Sardinero y el Faro. En la cima sobre un acantilado se inicia
el descenso recuperando las vistas de la bahía y la ciudad. Siempre la clave es
la misma: Cada pequeño tramo se renueva el paisaje. Otras ciudades marítimas que
me gusta pasear no pueden homologarse a esta apoteosis visual. Solo San
Sebastián puede compararse.
Después de
la Magdalena todo sigue la misma pauta hasta el faro. De tal forma que en los
tiempos que tenía el privilegio de vivir allí, un día de galerna era distinto
contemplarla las olas desde Chiqui o desde los Jardines de Piquío. En cualquier
día se pueden contemplar en esta ciudad paseantes en distintos tramos,
convocados por el placer de fundirse con el paisaje. Estos comparten el espacio
con las nuevas tribus bárbaras cronometradas. Pero en todos los kilómetros de paseo,
no hay ni un solo chiringuito o puesto comercial. No puedo dejar de recordar
con emoción el paseo que comienza al final de la segunda playa del Sardinero
para ascender entre acantilados hasta la playa de Mataleñas. A la derecha se
encuentra el Cantábrico y la costa de Somo y Loredo. A la izquierda un precioso
campo de golf municipal insólito.
Recuerdo una
anécdota ilustrativa de este pequeño paraíso. Algunos corresponsales de
periódicos norteamericanos llegaron a Santander en 1938. Venían conmovidos por
las crónicas de la ferocidad de los combates entre las partes, narradas por los
corresponsales de los grandes periódicos. Al desembarcar, se encontraron con
los paseantes pausados característicos de la ciudad, lo cual les sorprendió
desmesuradamente. Su desplazamiento al interior confirmó sus presunciones
iniciales. Más allá de la ciudad, los contendientes no eran precisamente
paseantes, como tampoco lo fueron en los momentos de confrontación.
También
recuerdo mi papel de cicerone de la ciudad, en los primeros años de democracia,
para algunos dirigentes del partido comunista de la época. Cuando les llevaba a
los lugares en los que la vida común adquiere su condición esplendorosa,
siempre asociada al paseo, algunos reaccionaban atribuyendo a los locales la
condición de privilegiados. Recuerdo a un amigo en particular, que hoy es un
empresario muy importante, que repetía incesantemente “No hay derecho a esto.
Sois unos privilegiados. Los de Vallecas, Palomeras y otros barrios del sur
vamos a entrar aquí a incendiar, saquear, devastar y destruir. Esto es una
desigualdad intolerable”. Siempre terminábamos riéndonos de la privación de los
madrileños en un medio ambiente en manifiesta desventaja.
Santander es
el medio privilegiado en el que la ciudad ofrece mil paseos posibles no
programados. La abundancia de posibilidades convierte a los paseantes en
“libre-paseantes”. Siempre utilizo la expresión de “llevo mi cuerpo a”, pero en
el caso de esta ciudad en los paseos tan gratificantes me llevo a mí mismo. He
intercalado el paseo y la lectura en algunos días de primavera y otoño. Mis
recuerdos de los paseos diarios con Carmen y mis perras constituyen lo mejor de
mi vida. Siempre que estoy en lugares turísticos es inevitable movilizar mi
nostalgia y mi memoria.
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