Los exámenes
constituyen uno de los misterios prodigiosos de la educación. Desde los años
setenta tienen mala prensa y suscitan críticas compartidas por distintos
sectores. También desde los supuestos pedagógicos de las sucesivas reformas
educativas se anuncia su relegación. Pero la verdad es que no solo sobreviven a
la espiral de los cambios, sino que se intensifican en todas las esferas
educativas, acreditando su capacidad de perpetuarse y convivir con otras formas
de evaluación. Por eso, los exámenes terminan adoptando uno de los rasgos más
paradójicos de la época: en tanto que se encuentran devaluados en los discursos
de las élites, concitan la adhesión de sus múltiples beneficiarios. Así
adquieren el rango misterioso del coche y la televisión.
Las reformas
educativas sucesivas, que culminan con las de Bolonia, diseñan un sistema
basado en las competencias, que va en detrimento del examen y de la memoria. Su
pretensión es sustituirlos por la evaluación permanente basada en pruebas que
acrediten las capacidades diversas de los evaluados. Pero la verdad es que
siguen ahí, más vivos que nunca, exhibiendo su incompatibilidad con los
supuestos pedagógicos de las reformas. Tras una confusa acomodación con otras
pruebas, han resultado vencedores, reafirmando su papel y vaciando de contenido
a las pruebas competidoras.
Recuerdo los
tiempos en los que las clases y actividades académicas comenzaban en octubre y
se prolongaban hasta junio con las pausas de navidad y semana santa. El tiempo
de exámenes era junio y septiembre. El tiempo de clases era casi de siete
meses, alternando con dos de exámenes y tres meses de pausa vacacional. La
proporción era favorable a los períodos de producción. La aparición de los
exámenes de febrero fue la señal que indica el desencadenamiento de un cambio
radical que apunta a la ampliación de los tiempos de exámenes en detrimento de los
tiempos de producción, que se reducen considerablemente.
El
calendario de mi universidad el curso que concluye, sanciona como tiempo de
examen sin actividad académica, tres semanas en enero-febrero: cuatro semanas
en junio y tres semanas en septiembre. Son diez semanas a las que hay que
añadir casi tres semanas de exámenes de diciembre sin interrumpir la docencia.
Pero estos tiempos son estrictamente en los que se celebran pruebas. Las actas
y los procesos de corrección implican al menos una semana más en cada caso. Así
de facto estamos implicados en exámenes unas quince semanas al año. Los efectos
demoledores de este sistema irracional se pueden expresar en múltiples
acontecimientos. Por ejemplo, el segundo cuatrimestre empieza en febrero la
semana siguiente del fin del período de exámenes. Los estudiantes
hiperescrutados realizan una gran fiesta pública ese fin de semana para
dispersarse por sus lugares de residencia en estado de recuperación. Así
neutralizan la primera semana del cuatrimestre.
Pero en este
disparatado sistema el examen perpetuo coexiste con la evaluación permanente.
Una reforma siempre implica un proceso de transición en el que coexiste lo
nuevo y lo viejo. La reforma de Bolonia se ha hecho letra debido a la conexión
entre el complejo de fuerzas reformadoras externas a la universidad y las
autoridades universitarias. Pero la propuesta
de la reforma es reinterpretada por los profesores y estudiantes, que
guardan un silencio monacal al respecto, pero tienen la capacidad de desviar el
orden organizacional. Así se acepta la evaluación continuada, estableciendo un
conjunto de pruebas mecanizadas sin ningún valor pedagógico.
Pero esas
pruebas no se acumulan para abolir el examen, sino, por el contrario, se hacen
compatible con el mismo, al que se asigna un porcentaje relevante de la nota
final. La razón de este dislate, resultante de la congelación de la reforma, estriba
en que las pruebas de la evaluación continuada, así como las actividades que la
sustentan son triviales y carentes de un valor pedagógico. En este blog las he
denominado como “la fábrica de la charla”. En una situación así, las clases y
los exámenes representan simbólicamente lo duro del sistema asociado a su
identidad. De este modo sobreviven litúrgicamente en un medio insólito, en el
que coexiste una movilización permanente en torno a pruebas que no aportan
nada, con un estado de distanciamiento fatalista con respecto a las materias y
a la formación.
Pero la
verdad última de esta extraña forma de funcionar radica en que si la evaluación
continua descansa en pruebas fundamentadas, que aporten verdaderamente a la
formación, la exigencia de tiempo y esfuerzo, tanto para los docentes como para
los alumnos, es un requerimiento imprescindible. Así se produce el acuerdo
cultural implícito de vaciar las pruebas de rigor y convertirlas en un
simulacro. Esta es la razón por la que se sigue manteniendo el examen y su
expansión en el calendario. El tiempo de examen pone fin al tiempo de
simulación en el que las clases se reducen, cediendo su lugar a las falsas
actividades de la fábrica de la charla. No hay nada más cansino que las
actividades sin sentido. Estas pruebas permanentes de falsas prácticas agotan a
todos los participantes. El tiempo de exámenes es percibido como final de la
simulación y acercamiento al descanso liberador del sinsentido académico de
este sistema congelado que no es ni una cosa ni la otra.
El ciclo de
vida de la institución se compone de los cuatrimestres, tiempos cortos de
actividades ligeras, los exámenes correspondientes y el descanso
psicológicamente reparador. Este ciclo se reproduce dos veces al año. De ahí la
importancia de la movilidad que rompe con los malestares derivados de esta
actividad sin formación, instaurando otros sentidos regeneradores en términos personales.
La movilidad es la forma de huir durante algún ciclo temporal de la rueda recurrente
de los cuatrimestres. El malestar de los estudiantes y profesores es patente,
aunque no se articula en ningún discurso. Los universitarios de esta época son “los
héroes del silencio”. En este blog he recurrido varias veces al término
“deseducación” de Chomsky.
Pero, dada
la importancia que adquiere la movilidad como posibilidad de huida provisional
de esta maquinaria, comienza a interferir gravemente el sistema. Me refiero a
la incompatibilidad entre los calendarios. Algunos de mis alumnos están
inscritos en programas de movilidad en países que comienzan el curso en el
final de agosto. Este curso, que yo sepa, tengo casos en Lituania, Perú o
Chile. Entonces estos viajeros plantean que si suspenden en la convocatoria de
junio, deben ser examinados, dada su ausencia en septiembre, en el mes de
julio, porque en agosto la universidad está cerrada por razones de recortes
económicos. La lógica del proceso de la institución implica fatalmente ampliar
el tiempo de pruebas y exámenes.
De una institución
así resulta un arquetipo individual marcado por la vulgaridad, que no ha podido
profundizar en nada ni desarrollarse, y cuya competencia esencial es adaptarse
a situaciones absurdas. La universidad de la era neoliberal es un desastre
creciente que se produce por debajo del cartón piedra de sus fachadas fundadas
en la excelencia. En ellas se encuentran bien acomodadas las burocracias
académicas, los traficantes de méritos, los mandarines que reinan en los
grandes departamentos, las dinastías y los falsificadores de méritos. El
mercado compensa a estas categorías.
Las víctimas
de esta regresión son las numerosas categorías de profesores proletarizados y
los estudiantes damnificados por esta sin razón. La vieja universidad tenía un
rendimiento bajo, pero no causaba daños a las personas que pasaban por ella.
Esta sí instituye un principio de destrucción. Un tipo inscrito en primero
tiene que realizar en cuatro años centenares de actividades que no le aportan
nada, pero que impiden su formación. Sometido al ritmo inexorable de los ciclos
y las actividades, termina por ser severamente dañado. Es una víctima de una no
experiencia continuada.
Por eso
termino haciendo una propuesta constructiva. Se trata de construir un nuevo
centro que se podía denominar como “el palacio de los exámenes”. En él se
realizarían actividades de evaluación las 24 horas del día y los 365 días del
año. Sus secciones más importantes serían los exámenes, las distintas pruebas
de competencia, la compatibilidad entre los programas, homologación de títulos, acreditación y otras.
Así se podrían afrontar con éxito las incompatibilidades temporales de los
viajeros del espacio-mundo. También sería un gran edificio que suscitaría
distintas opciones de localización, contribuyendo a generar dinámicas de suelo
después de su ubicación definitiva. Este palacio sería el símbolo de la era
de los exámenes perpetuos.
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