En varias
ocasiones he citado a Tiqqun en este blog. Su pensamiento crítico me fascina
desde que leí por primera vez su “Teoría del Bloom”. Este grupo remite a una
línea que enlaza con una línea crítica que remite a los años sesenta y que se
encuentra ocultada por las transformaciones sociales posteriores. Tiqqun es el
enlace y la recuperación de esa línea.
Por eso publico este texto suyo, que es una parte de “Los hombres-máquina:
Instrucciones de uso.Lo podéis encontrar en http://tiqqunim.blogspot.com.es/2013/03/hombres-maquina-modo-de-empleo.html
El paciente
ya no es una parte del engranaje de la medicina convencional. Ahora forma parte
de un dispositivo integrado, en el sentido que lo entiende Deleuze. Es un
material imprescindible para las actividades productivas, un mecanismo de valor
monetario y un arquetipo individual necesario al poder que lo gestiona. No, ya
no se trata de la vieja medicina. La nueva realidad es otra cosa. Por eso
introduzco un texto de Tiqqun que no puede dejar indiferente a nadie. Cualquier
lectura del mismo es estimulante. En la mía aparecen numerosas cuestiones
nuevas, que nunca había pensado; confirma cuestiones que estaban en mi mente
difusas; suscita muchos interrogantes y dudas y abre algunas críticas. El
conjunto del texto remueve mi inteligencia. Espero que a algunas personas les
pueda estimular de la misma manera.
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El Espíritu
se proletariza. Cierto prestigio que todavía se asignaba a la “cultura” acaba
de romperse en pedazos. Una determinada lógica publicitaria de corto aliento
quiere que se continúe hablando de “poetas”, de “filósofos” y, a partir de
ahora con cualquier pretexto, de “artistas”, cuando desde hace mucho tiempo no
hay, en esos roles de figuración, sino Bloom que producen mercancías culturales
en cantidades inflacionistas. La proliferación contemporánea de escritos y
“obras” da la medida de la insignificancia a la que se ha reducido el género y
el gesto. En esta grotesca carrera, las mejores ventas se consiguen
regularmente con libros considerados, según diversos grados de falsificación,
como “crítica social”. Todo sucede como si, tras haber caído el curso de las
palabras al nivel más bajo, la virulencia y el quién-da-más pudieran compensar
por sí solos esta usura. Poco a poco, la “conciencia crítica” va ocupando un
lugar en la economía general de la sumisión, en la que ha tomado el relevo de
los antiguos signos de distinción social, que se han vuelto tan
desmesuradamente obscenos. En estas condiciones, las circunstancias necesitan
un sistema de dominación más próspero que nunca y en el que cada sujeto
se declararía en su fuero interno, y en proporción a su excelencia, hostil a la
“globalización”, al “neoliberalismo” o, más espontáneamente, a “esta sociedad
repugnante”; un orden que se mantendría mediante un perpetuo proceso de
autoimplosión. Es tan cierto que las sociedades no existen tanto por
aquellos que parecen excluir, como por aquellos que dicen
cuestionarlas.
Un cierto
régimen de la verdad ha pasado; es decir, todo discurso que no elucida con
claridad la relación en la que se encuentra con la vida, la vida tanto del que
lo enuncia como del que lo recibe, todo discurso que pretende permanecer en la
ignorancia de la práctica del mundo en la que necesariamente toma lugar,
se reduce a una forma de charlatanería y es como tal exasperante. La
publicación del texto “Hombres-máquina: instrucciones de uso” en el marco del
primer número de Tiqqun, órgano consciente del Partido Imaginario, no
dejaba apenas lugar para equívocos respecto a la perspectiva que en él se
expresaba. Su publicación por separado ha hecho necesario un cierto número de
añadidos, para que esta perspectiva no se pierda completamente.
Nosotros,
metafísicos-críticos, somos un contagio que tiene por objetivo extenderse cada
vez más lejos, bajo formas más irreconocibles. No consentiríamos en escribir si
no fuera para encontrar hermanos. Nuestros textos esbozan la base sobre
la que el encuentro, la amistad y la cooperación vuelven a ser, más allá de
toda mutilación, posibles. El anonimato es el más ordinario de los medios que
utilizamos para desbaratar las insospechadas tentativas de dominación
desplegadas contra nosotros. Otro consiste en el rechazo constante al rol de
rebelde o de sublevado, que en nuestros días se distribuye tan
complacientemente. Como regla general, al Partido Imaginario le repugna
considerar a esta “sociedad” como un enemigo a su altura, por la buena razón de
que esta “sociedad” no existe. Como mucho, es un ectoplasma producido
por la doble conminación del biopoder a integrarse o cuestionarla. La fracción
consciente del Partido Imaginario que formamos no está ni “a favor” ni “en
contra” de esta “sociedad”, ni dentro ni fuera de ella: trabaja en las
fronteras para extender el contagio. Sin embargo, si tuviéramos que
designar un enemigo —pues con seguridad hay uno—, sería la dominación
mercantil, definida como relación de complicidad entre dominantes y
dominados mediada por la mercancía. En otras palabras, nos hemos establecido en
la implosión de todas las relaciones sociales. Y es en este espacio peligroso
donde nos es preciso construir con nuestros hermanos el Contra-Mundo, el “mundo
de verdad”, cuya sola existencia anulará por corrosión este “mundo de
mentiras”, volviendo insostenible la menor veleidad de participación en su
nada. Dejando aparte toda cobardía, no hay por qué “buscar una alternativa al
capitalismo” —vivimos siempre-ya en la única alternativa al capitalismo que es
su infatigable modernización—, sino que hay que edificar hic et nunc el
mundo del que somos portadores. Como se ve bastante bien, nuestra perspectiva
es puramente práctica.
La
Asombrosa Hipótesis
“La
‘Asombrosa Hipótesis’ es la de que ‘ustedes’, sus alegrías y sus penas, sus
recuerdos y sus ambiciones, su sentido de la identidad y del libre albedrío,
todo esto no es en realidad más que el comportamiento de una vasta reunión de
células nerviosas y de las moléculas que están asociadas a ellas. Como habría
podido no más de seis meses, por la persona amada durante al menos cuatro horas
al día y a la cual no conocieron bíblicamente.” El resultado de estos análisis
viene a asentar definitivamente la evidencia de que los enamorados no son más
que una subespecie ignorada de los obsesos compulsivos: ambos grupos tendrían
un porcentaje de serotonina un 40% inferior a la norma.
Hizo falta
la conjunción de un analfabetismo emocional a partir de ahora general y de una
pobreza de mundo que se endurece año tras año, para que los hombres lleguen a
devorar semanarios en los que se puede leer que, en caso de penas amorosas, las
lágrimas son aconsejadas de manera encarecida ya que “contienen una gran
cantidad de neurohormonas de estrés” pero que, si llorar es una operación
demasiado compleja para nosotros, podemos dirigirnos a una tabla de chocolate
“porque contiene PEA, cafeína, magnesio y glucosa” (Quo, julio de 1999).
O más aún, para perfeccionar el delirio, que “para las mujeres, engañar a su
pareja es útil para que se pongan a competir los espermatozoides de varios
hombres con el objetivo de que el más competente y robusto se imponga; […] la
prueba de esto es que las mujeres son mucho más infieles en el momento de la
ovulación, esto es, en el momento en el que son fecundas”. (Ibid.)
Pero la
pseudonaturaleza a la que la “ciencia moderna” se propone reintegrarnos no es
más que una suerte de animalidad sin instinto, con seguridad la prisión más
humillante y abstracta que se pueda imaginar. Y de hecho, esta
naturaleza existe tan poco que los científicos, apoyados por toda la artillería
fina de la dominación, están obligados a trabajar sin descanso en su
construcción. Sexólogos, nutricionistas, genetistas, pedagogos, investigadores
y “especialistas” de todas las confesiones están involucrados a millares en una
minuciosa empresa de desfamiliarización de nuestra fisiología, nuestros
sentimientos y nuestra vida. Cada sensación debe pasar —el placer, por
supuesto, no es una excepción— por la mesa de disección del “experto”, quien
nos dirá lo que uno siente verdaderamente y qué consecuencia puede tener sobre
nuestra “salud”.
Se trata de
un moralismo fisiológico de masas que se organiza bajo el auspicio del
biopoder. Ya no se trata del “pecado”, sino de hacer tal cosa que es buena para
la salud o de no hacer tal otra lo que constituye un gesto de lesa majestad
hacia nuestro cuerpo, esa concesión extraña que se nos hace de manera temporal
y cuya responsabilidad tendríamos que asumir. Y es ese cuerpo
glorioso el que, habiéndose separado de nosotros en una instancia
independiente, en un espectro, nos gobierna actualmente en fragmentos
contradictorios. Quiere cremas para no envejecer, pues nuestros ojos se cubren
de arrugas. Reclama un gel para nuestras piernas, puesto que ya nos pesan. Tal
producto le hace falta para broncearse, tal otro para no quemarse y aquél,
sobre todo, para mantenerse firme. Sólo nos queda reunir la profusión de
decretos así emitidos y después ejecutar las órdenes, todo por nuestro
bienestar. Hasta tal punto llega esta tiranía que sus esclavos necesitan
creerse los amos: “No le dejo hacer nada, lo controlo todo el tiempo, siempre
soy dura con él”, dice la top model Carla Bruni de su cuerpo, creyendo ocultar
así las proporciones de su servidumbre. La astucia consiste en transformar toda
verdadera intimidad con uno mismo en comportamiento de riesgo, en daño
potencial para nuestra “salud”, que sólo nos pertenece, por supuesto, cuando
hay que preservarla. La enfermedad figura entonces como un justo castigo.
“Me doy
cuenta —se inquietaba ya La Mettrie— de todo lo que exige el interés de la
sociedad. Pero sin duda sería deseable que los únicos jueces fueran excelentes
médicos. Sólo ellos podrían distinguir al criminal inocente del culpable” (El
hombre-máquina) El brazo armado del poder que viene es la medicina. Es
ésta, a partir de ahora, la que decide sobre la muerte y la vida, último
vestigio de una soberanía que ya no encontramos por ningún lado en la política
clásica. Se prepara una revolución que trata de impedir toda revolución futura.
Trata de hacer de nuestro cuerpo un agente exclusivo de separación; quiere que
cada uno se convierta en la excepción a una regla médicamente definida.
Nosotros seremos entonces los pacientes, los anormales.
La medicina
en gestación es una medicina genética, en absoluto terapéutica. Es una técnica
que sabrá establecer qué enfermedades podríamos padecer, sobre la base
del análisis del ADN. Por esta vía, la relación entre presente y pasado se
encontrará invertida, tras haber decidido ya todo en nuestro lugar la
combinación única de genes que nos constituye. Será una medicina de la
culpabilidad, la certeza y la separación. La enfermedad, en todo lo que ha
tenido de confortable y de imprevisible, desaparecerá, dando lugar a la responsabilidad
que cada uno acarreará por el peso de su sufrimiento. Y como “más vale prevenir
que curar”, nuestras enfermedades potenciales se alinearán en un siniestro
cortejo de precauciones a tomar en el camino de la existencia.
Habrá de un
lado la comunidad de “sanos” y del otro la de los “enfermos”. Prestando
atención al Nietzsche más dudoso, la primera huirá de la segunda como de la
peste. La vida de los sanos estará constelada por los plazos de un
ineludible calendario de prevención, pero los sanos serán los sumisos, los
pacientes eternos que llevarán una vida de enfermos para no serlo. Los
enfermos, por su parte, serán “los que lo quisieron”. Pues, una vez dados todos
los consejos, cada uno se encontrará frente a su deber, hacia sus
cónyuges, hacia sus amigos, hacia sus médicos. Y habrá que elegir un bando.
Adivinos sin
misterios, los médicos tendrán un papel de una omnipotencia inquietante,
pretenderán conocerlo todo y, especialmente, preverlo todo. Ya no serán
la inquietud y la duda las que envenenarán nuestra alma, sino la dura certeza
de la predisposición, la ley inmutable de lo hereditario. La potencia de los
males que nos acechan servirá para acabar de raíz con cada uno de nuestros
gestos, para minar de entrada todos nuestros actos.
De
sujetos a pacientes
1. La
enfermedad es un lenguaje
2. El
cuerpo es una representación
3. La
medicina es una práctica política
Bryan S. Turner, The body and the society
Así, bajo
los escombros de las democracias gastadas del siglo XX y de su subversión
abortada, vemos surgir ahora una nueva forma de dominación, una relación de complicidad
inédita y perversa entre dominantes y dominados: el biopoder. Este poder
alcanza a lo que hay de más expuesto y al mismo tiempo más oculto en nosotros,
la nuda vida, que ha producido una formación social donde todo lo que excede al
dominio abstracto de “la economía” no participa de nada. El Bloom es el
nombre de esta vida sin defensa, sin valor, sin forma y, sinceramente, por
debajo de lo humano. Lo que se juega aquí no es indigno de nuestra atención:
implica tal devastación del sujeto occidental que lo político mismo se ha
vuelto radicalmente imposible, en su forma clásica. La ausencia de este sujeto,
que había habitado tanto la filosofía como las ciencias y la política, ha
dejado un lugar hiante que el Bloom es. Con él, tenemos que vérnoslas
con una vida humana disminuida, con una criatura incapaz de deseo, voluntad y
autonomía. Lo político sólo puede ser trágicamente denegado a tal criatura,
cuyo destino es el de una espera sin fin ni objeto. Por último, esta
sociedad se asemeja a un hospital donde cada enfermo estaría poseído por el
único deseo de cambiar de cama.
La
dominación ya apenas nos exige ser más que pacientes, en el doble
sentido del término: habríamos de soportar y sufrir pasivamente su desastre sin
exigir nunca reparación y, al mismo tiempo, tolerar ser dependientes de ella,
no como se podría depender de un padre o un empleador —relaciones que siempre
reservan la posibilidad de una emancipación—, sino como un paciente depende de
su médico, es decir, en una relación cuya interrupción provoca la muerte del
paciente mismo. Patior, en latín, significa generalmente sufrir,
pero de la misma raíz deriva también pasión. Ahora bien, la pasión,
cuando implica unas relación activa con la vida, se opone a la paciencia
como a su contrario. Es precisamente esta relación activa lo que la dominación
ha hecho desaparecer poco a poco, por el “bien” de los sujetos, es decir, para
que hagan de buenos sujetos dependientes de ella para sobrevivir, en una
suerte de encarnizamiento terapéutico a escala mundial. Y mientras que los
cuerpos humanos invaden el planeta en una proliferación sin precedentes,
garantizada por los “progresos” de la medicina, el espíritu termina por
abandonar esos cuerpos desapasionados, que se han vuelto extraños, ajenos a sí
mismos y al otro, mientras que la realidad se aplana en una trama contingente,
donde todo habla de todo salvo de nosotros y nuestro destino.
Entre
nosotros y nosotros mismos se ha abierto un abismo de extrañeza que debe ser
colmado de cualquier manera por esas figuras expertas que pretenden enseñarnos
cómo servirnos de nosotros mismos. Tal es la política por venir de la
dominación, la biopolítica: una política que gestiona los cuerpos como
continentes de almas. Se trata de hacer que nos reduzcamos a aquello con lo
cual el poder nos sujeta. ¿Y qué hay más necesario, más inmediato, qué hay más
inalienablemente nuestro que nuestro cuerpo? Todo lo que somos, todo lo
que hacemos, se desarrolla en los límites de nuestro cuerpo. Nuestra alma está,
decíamos, enclavada en él. Es aquello que nos pone en comunicación con el
mundo, con los demás, también es lo que nos separa irremediablemente. Pero
sobre todo, es por el cuerpo por lo que somos “individuos”, sujetos
distintos, seres identificables, y es precisamente esto lo que sirve
como blanco privilegiado para toda opresión. Dicho de otro modo: NUESTRO CUERPO
ES PRISIONERO DE UN ALMA PRISIONERA DEL CUERPO.
Todo ha sido
dispuesto, desde que el platonismo reina en los lugares comunes, para hacernos
incapaces de comprender que no tenemos un cuerpo, como tampoco somos
uno. Y en efecto, ¿cómo reconocernos en ese “envoltorio carnal”, en esa masa
intrincada de órganos y de funciones? ¿Cómo sustraernos de él? Esta doble
imposibilidad la experimentamos en la vergüenza. La vergüenza es la prueba
dolorosa de nuestra impotencia para liberarnos de la determinación física.
Nuestra mente, que se complace tanto en concebir el infinito, ni siquiera
consigue concebirse a sí misma como unida a la “carne”. Peor aún: toma su única
posibilidad de existencia como una limitación que le vendría del exterior.
Elevándose
sobre dos milenios de perfeccionamiento continuo de las técnicas de opresión,
el biopoder extrae la conclusión de nuestra debilidad; se arroga toda
competencia sobre lo que tenemos de más íntimo: nuestros sentimientos, nuestras
“pulsiones”. La luz excesivamente cruda de la realidad podría, dice, herirnos.
¿Y quiénes somos, después de todo, para pretender que sabemos conducirnos? ¿El
hombre moderno no es, según Kant, un niño que no puede caminar sin su andador?
En esta
existencia, nos limitamos sin comprendernos. El oráculo de Delfos recitaba su
“conócete a ti mismo” y, curiosamente, la primera cosa que nos evocan estas
palabras, es el conocimiento de nuestro “yo”, de nuestra “personalidad” y no de
nuestra persona viviente, en carne y hueso. ¡Tenemos un imaginario de
horóscopo!
Pasados los
tiempos del cristianismo, del alma y sus pecados, no faltan aventurados
encubridores, razonables profetas para despejar la vía de un nuevo callejón sin
salida: esa neoespiritualidad sincrética que se encuentra en venta al por menor
en las secciones “New Age”. Gimnasia igualmente beneficiosa para el ama de casa
y para el gerente, el conocimiento del “aliento encantado” que nos dio la vida
presenta en primer lugar el interés de no ofrecer salida practicable
fuera de las redes del poder que nos mutila, que nos sueña como “paquetes de
neuronas” y que tanto ha deformado nuestra imagen ante nuestros propios ojos
que ya no conseguimos reconocernos en ningún espejo. Llenar nuestra prisión de
flores y velas no nos ayudará más a evadirnos que analizar la composición del
cemento de sus muros.
Viagra,
biopolítica y placer de saber
¿Por qué el
Viagra? ¿Qué más decir sobre esta nueva frontera de la aberración que la
humanidad acaba de franquear?
Lo que ha
sido dicho sobre el Viagra ha arrojado una luz púdica sobre su historia y a
veces, entre estadísticas y palabras ingeniosas, afloró en ella la realidad
presente; aunque uno nunca se haya aventurado más allá. No se ha realizado
ninguna tentativa para revelar las razones profundas de su aparición: sobre lo
que el capitalismo avanzado ha hecho de la vida humana y sobre la forma que
ésta debe tomar para mantenerse, la omertà fue efectiva. Que la
humanidad por venir esté afligida de impotencia —o crea estarlo, lo que viene a
ser lo mismo—, o que lo estén nuestros contemporáneos, la gente con la que nos
cruzamos en la escalera o en el supermercado, tal no es la cuestión. Tampoco
nos incumbe más preguntarnos si la impotencia que afecta a la población
masculina de los países industrializados corresponde a una astucia
schopenhaueriana de la especie para provocar la extinción de esa parte de ella
misma que se ha hundido más profundamente en la abyección y la desgracia. Lo
importante no es tanto la mutación antropológica que opera el Viagra, como el
terreno preexistente a su aparición, desde hace mucho tiempo colonizado por las
formas más insidiosas de la opresión.
El Viagra no
es el resultado de una investigación científica empujada por manifestaciones
públicas a favor del sexo-por-fin-accesible-a-todos, y sería erróneo analizar
su historia desde “la base”, desde el punto de vista de sus usuarios. En
efecto, los consumidores del Viagra no son verdaderos consumidores, o mejor
dicho, lo son en la medida en que compran el efecto, la consecuencia de la
mercancía, y no la mercancía misma; pero este efecto, por primera vez, no es ni
una sensación privada de consumir más o menos colectivamente, ni la condición
preliminar de nuevas relaciones (un hermoso coche, unas vacaciones donde
conocer eventuales compañeros sexuales, etc.). La desmaterialización de la
pornografía y la prostitución, su devenir-metafísico, ya las había llevado a
colarse en nuestros teléfonos a través de las líneas eróticas, pero todavía no
se deslizaban entre nuestras sábanas. Con el Viagra, los hombres compran la modalidad
de la relación y su condición de realización; su único dominio de
elección —el compañero, el otro— pasa automáticamente a la sombra, pues en
verdad no han comprado nada más que la intercambiabilidad humana potencial.
La
biopolítica, como la definió Foucault, es el “poder de hacer vivir y dejar
morir” y se aplica no solamente a cada uno en particular, sino también al
cuerpo múltiple y policéfalo de la población, instalando “mecanismos de
seguridad referentes a todo lo que hay de aleatorio en cada población de seres
vivos” con el fin de “optimizar un estado de vida”, de “colocar la vida bajo
gestión” (Hay que defender la sociedad).
Nuestra
sexualidad, antes de habernos aparecido como insuficiente o patológica, ya
había sido medicalizada, no sólo en sus aspectos desviados, sino en cuanto tal,
“como si fuera una zona de fragilidad patológica particular en la existencia
humana”. Somos nosotros mismos quienes adoptamos el estilo farmacéutico,
quienes interiorizamos la norma médica y la aplicamos a todo lo que es humano.
Nos
encontramos definitivamente movilizados como “fondos”, sobre todo en nuestras
actividades lúdicas y eróticas, donde de otro modo nos arriesgaríamos a
encontrarnos con la imagen descolorida de nosotros mismos y de nuestra libertad
perdida desde siempre. Es justamente aquí donde la dominación instala
sus espejos deformantes. Y todo aquello que habla verdaderamente de nosotros,
nuestra carne y nuestros sentimientos, nuestros deseos y nuestros dolores, todo
aquello que en nosotros es pasión y no pasividad, nos es extraño como un empleo
que no hemos elegido: “Si el poder concierne a los cuerpos, no es porque haya
sido en primer lugar interiorizado en la consciencia de las personas. Existe
una red de biopoder, de somatopoder que es ella misma una red a partir de la
cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural al interior de la
cual nos reconocemos y nos perdemos al mismo tiempo.” (Foucault, Las
relaciones de poder penetran en los cuerpos)
“Una buena
erección comienza con el relajamiento del músculo eréctil que constituye el
tronco del pene. Este relajamiento facilita la dilatación de las arterias, y
por tanto el aflujo sanguíneo en el cuerpo cavernoso, lo cual permite al
miembro endurecerse. Es aquí que interviene el Viagra.” (Cosmopolitan,
julio de 1995)
Aun no
teniendo recuerdos de tal crudeza, ni siquiera en nuestros libros de ciencias
naturales del colegio, no debemos sorprendernos de encontrarla en los diarios y
semanarios, con su aspecto inquietante, unheimlich, a la vez extraño y
familiar. En nuestra época, el ars erotica se ha convertido en una scientia
sexualis que, para comprender, necesita clasificar: una erección en sí
puede ser “buena” o “menos buenas”, y lo que medirá su valor será la “cantidad
de gozo” que se podrá obtener de ella.
Siglos de
alienación nos separan de la sencilla sabiduría de Rufo de Éfeso, que señalaba
en su tratado de medicina: “Lo mejor para el hombre es el entregarse a las
relaciones sexuales cuando es acosado a la vez por el deseo del alma y por las
exigencias del cuerpo.”
Ahora es el
tiempo de la “farmacología cosmética” (Le Monde, 4 de septiembre de
1998), en el cual los medicamentos fortifican los tejidos, detienen la
calvicie, vuelven esbelto y borran los estigmas del tiempo. “Ciertamente
—afirma Richard Friedman, director de la clínica de psicofarmacología del
hospital de Nueva York— el límite no es evidente: si usted es impotente o calvo
y esto se vuelve una obsesión, lo que no es más que un simple síntoma puede
transformarse en enfermedad”; y Marian Dunn, directora del centro de estudios
de sexualidad humana en la Universidad Estatal de Nueva York, añade: “la
impotencia se transforma pronto en un círculo vicioso. Es un factor de
depresión que puede tener consecuencias graves sobre el comportamiento y el
trabajo” (Le Monde, 14 de octubre de 1998). Los seres humanos por venir
tienen que ser funcionales, y funcionar en todos sus aspectos, incluso
si a veces oponen resistencia a la penetración masiva del control en la vida
privada, como en el caso de aquellos financieros de Wall Street, tan reticentes
a tomar un folleto que los publicistas tuvieron que recurrir a hombres-anuncio
que enarbolan carteles con la inscripción “¿Es usted candidato al Viagra?”,
seguida de un número telefónico, lo que supuso inmediatamente la prescripción
de centenares de recetas al mes (Ibid.).
Segundo en
ventas después del Prozac, el Viagra —cuyo nombre ha generado ya numerosas
leyendas (surgiría de la unión de “viril” y “Niágara”, o provendría del
castellano “Vieja agradecida”)— habría sido así bautizado por su connotación
“vigorosa y todo-terreno, ni masculina ni femenina, internacional y no
exclusivamente médica” (Ibid.). Por sí solo acaba de escribir un nuevo y
aflictivo capítulo de la historia de la sexualidad en la civilización
occidental, en la cual cuarenta y cinco millones de parejas lamentan “la
imposibilidad de una vida sexual normal”.
Para retomar
la expresión de Michel Foucault, es nuestra insaciable “voluntad de saber” la
que nos abre las puertas de esos penosos dormitorios donde reina la
“normalidad” —¡y cómo!—, cifrada en dos relaciones sexuales por semana, que
“por fortuna” 41% de las parejas consiguen consumar.
Estas
cifras, en verdad, no se limitan a satisfacer la curiosidad mórbida de los
lectores de revistas o a servir de indicador de un control social generalizado
de las costumbres, sino que están al servicio de una nueva empresa de
inquisición de la miseria humana.
Los seguros
médicos estadounidenses1, que corren con parte del gasto en
medicamentos cubiertos, se han situado fácilmente del lado de la Iglesia y
colaboran con urólogos y médicos generalistas para someter a interrogatorio a
quien se declare impotente. Así, se han apresurado a prescribir controles y
verificaciones minuciosas, exigiendo saber cuándo y cuántas veces ha aparecido
el problema, si se ha manifestado antes o después de la puesta en el mercado
del medicamento, para después, sobre la base de una norma promedio
estimada en ocho veces al mes, restituir a los desgraciados un “placer en
píldoras” artificial y racionado. Pero, a pesar de sus interrogatorios, los
médicos no logran establecer con certeza quién miente y quién dice la verdad,
de modo que “para Pfizer, las exigencias son contradictorias: el interés del
laboratorio consiste a la vez en desbordar, por razones comerciales, la
clientela de enfermos ‘serios’, y en mantener oficialmente una línea estrictamente
médica para convencer a las diversas compañías de seguros de salud de proceder
al pago del fármaco” (Le Monde, 14 de octubre de 1998). Además, los
ricos están dispuestos a pagar por las enfermedades de los pobres, pero
ciertamente no por su placer; la estructura social no está todavía preparada
para redistribuir las nuevas cargas asociadas a la gestión de los dolores y los
ocios, como lo exige de hecho la dominación. Así, algunas compañías privadas de
seguros de salud rechazan cubrir el gasto, y la poderosa asociación
estadounidense de jubilados, la AARP, se indigna de que el gobierno federal
haya pedido a los Estados que cubran el coste del Viagra para los más pobres a
través del régimen público de seguridad social.
Y sin
embargo, el Estado estadounidense debe, “en este nuevo sistema de confusión de
las esferas privada y pública en que los asuntos relacionados al sexo se
vuelven asuntos relacionados al Estado” (Ibid.), promover nuevas
inversiones para sus pacientes, sobre todo para aquellos que han estado más
sometidos a su disciplina, cuyos cuerpos se han vuelto más eficazmente dóciles
y dispuestos a la obediencia. De ese modo se han desbloqueado cincuenta
millones de dólares para reerotizar a golpe de Viagra los cuerpos tanto de las
tropas de los Estados Unidos como de los militares retirados.
Realmente
extrañas resultan las entrevistas que leemos en los diarios, en las que se nos
da a conocer la edad, el oficio, el estado civil y el número de hijos de
simples desconocidos llamados Marius o Patrick, tras lo cual se nos suele
introducir clandestinamente en sus miserias más íntimas. No conocemos sus
casas, tampoco el color de sus ojos o el rostro de su mujer, pero lo sabemos
todo de sus hábitos sexuales, de sus trastornos y sus patologías; sabemos si un
urólogo se los ha tomado o no en serio, nos enteramos de las frustraciones
resultantes de sus penetraciones llenas de frustración. Creeríamos encontrarnos
mirando esas fotos pornográficas en las que se puede distinguir el mínimo
detalle del pene o la vagina de los personajes representados, pero cuyas
miradas nos disimula un irónico rectángulo, que nos oculta la visión de su ser
propio y prohíbe así la irrupción de todo aquello que trasciende dolorosamente
lo físico. Nos encontramos aquí en el dominio indistinto donde la intimidad y
la extrañeza se desbordan la una a la otra, en una confusión por la que el
Bloom pasea una existencia mutilada entre ambigüedad y curiosidad.
“Se suele
decir que no hemos sido capaces de imaginar placeres nuevos. Al menos inventamos
un placer distinto: el placer de la verdad del placer, placer de saberla, de
exponerla, de descubrirla, de fascinarse al verla, al decirla, de cautivar y
capturar a los demás por medio de ella, de confiarla al secreto, de dilucidarla
con astucia; el placer específico al discurso verdadero sobre el placer.”
(Foucault, La voluntad de saber)
Naturalmente,
las víctimas de esta guerra química declarada a la ineficiencia sexual, de esta
cruzada por el sexo a cualquier precio, no se han hecho esperar: el 26 de
agosto de 1998, la Food and Drug Administration cuenta sesenta y nueve “muertos
del Viagra”; todos, entre cuarenta y ocho y ochenta años, sufrían
afecciones cardiovasculares, tomaban regularmente uno o varios medicamentos y,
podemos añadir, aspiraban además a “una vida sexual normal”.
En su
discurso que nosotros no soportamos escuchar, nuestro cuerpo, definitivamente
separado de nosotros, nos remite solamente a nuestra insoportable ausencia
respecto a nosotros mismos.
Cada
“disfuncionamiento” representa una carencia de eficacia que debe ser corregida,
cada somatización no es sino un obstáculo molesto a superar. La enfermedad es
un caso particular del mal funcionamiento de este sistema de comunicación en el
que se ha convertido nuestro organismo, un proceso de desconocimiento o de
transgresión de los límites del aparato estratégico que constituye al sí mismo.
No podemos
concebirnos como un “organismo” del que la suma de las partes no igualaría
jamás al todo.
La medicina
mecanicista nos explica que todo síntoma conoce su tratamiento propio, que no
es indispensable buscar la causa de un trastorno puesto que nuestra enfermedad
está a partir de ahora privada de sentido y de raíces, a imagen del Bloom que
sufre de ella; basta pues con aprender de memoria, como una letanía profana, la
lista de los efectos secundarios y, si olvidamos rendir homenaje al biopoder
que nos domina con su presencia inquietante en nuestros cuidados cotidianos,
recibiremos la muerte como esos diabéticos que soñaban con volver a ser capaces
de hacer el amor.
Texto
sintético cuyos caracteres no conseguimos descifrar, nuestro cuerpo debe
ofrecerse dócilmente a la hermenéutica de los “especialistas”: no estamos
llamados a leerlo, sino solamente a reescribirlo.
El peligro
que tiende a conjurar este dispositivo articulado de expropiación reside en
esto: todo aquello que nuestro cerebro de esclavo consigue tolerar, nuestro
cuerpo, insuficientemente dócil, lo rechaza, porque en él algún residuo
ancestral del instinto de rebelión se oculta todavía; ¿pero dónde? He aquí lo
que los conquistadores de la industria farmacéutica se han jurado
descubrir pronto.