domingo, 26 de junio de 2016

RAJOY Y LOS SIMULACROS MEDIÁTICOS



Lo imaginario de Disneylandia no es ni verdadero ni falso, es un mecanismo de disuasión puesto en funcionamiento para regenerar a contrapelo la ficción de lo real. Degeneración de lo imaginario que traduce su irrealidad infantil. Semejante mundo se pretende infantil para hacer creer que los adultos están más allá, en el mundo “real” y para esconder que el verdadero infantilismo está en todas partes y es el infantilismo de los adultos que viene a jugar a ser niños para convertir en ilusión su infantilismo real.
Baudrillard. Cultura y simulacro.

La última campaña electoral ha concluido. Los actos partidarios en los que se muestran las adhesiones de los convencidos se encuentran en recesión frente al incremento constante de lo mediático, que se produce mediante saltos. Los mismos actos partidarios son diseñados como escenarios para la producción de las imágenes y sonidos que aparecerán en las pantallas, conformando el menú del día en los informativos. Lo real ofrece oportunidades a las cámaras para seleccionar fragmentos visuales que componen el espectáculo mediatizado de la contienda electoral, que es constituida en el espacio de la hiperrealidad.

El simulacro, en la versión de Baudrillard, entendido como la producción de una suprarealidad con los signos de lo real, en el que la imitación pretende  una construcción de otra realidad que sustituye a esta, se extiende a todos los formatos mediáticos, proliferando las imágenes y las simulaciones. Los antaño ciudadanos son convertidos en unidades muestrales de las simulaciones estadísticas, al tiempo que espectadores en el gran juego que se representa, en el que los egos adquieren un protagonismo incuestionable en detrimento de los contenidos programáticos.

En las últimas semanas, la hiperrealidad producida por el complejo de los partidos y los medios, ha desplazado al exterior los fatales cuatro años de gobierno del pepé.  Lo paradójico resulta, de que, los escándalos de corrupción, mal gobierno, abuso de poder y prácticas autoritarias, han seguido emergiendo sin cesar hasta ayer mismo, confirmando las pautas seguidas en estos años de gobierno. Sin embargo, en el simulacro mediático resultante de la producción del complejo político-mediático, esta acción de gobierno, manifiestamente nefasta, ha sido desplazada por un conjunto de simulaciones y producciones audiovisuales que privilegian la presentación de los líderes en el espacio privado, así como la formación de coaliciones en una realidad presentada como conflicto de egos en la búsqueda del éxito. En este sentido entiendo que esta campaña ha registrado un salto de gran alcance en la coproducción de la hiperrealidad política.

Esta se ha producido como un puzzle de palabras, imágenes y fragmentos de texto descontextualizados que se recomponen a cada momento ante la mirada del espectador. Pero lo más relevante es que la hiperrealidad conforma un mundo autónomo emancipado de la realidad, que produce unos sentidos diferentes. La centralidad de los videos es manifiesta. Estos sustituyen a las discusiones racionalizadas. Así se conforma un magma emocional que moviliza los sentimientos de cada cual, resignificando las valoraciones del acontecimiento político, que es vaciado de sus contenidos convencionales. La trivialización en la hiperrealidad es enorme, así como la distorsión.

 En esta ocasión la campaña electoral ha sido una versión novedosa de lo que me gusta denominar como la batalla de los sensatos. Los líderes han comparecido glosando la sensatez para hacerla compatible con sus formatos programáticos. La sensatez es un terrible principio de realidad que se puede sintetizar afirmando que cualquier cambio tiene que respetar los intereses establecidos. Así, lo sensato es definido como un factor de inmovilidad política y social, o como límites precisos a los cambios. Añoro el tiempo del 15 M en el que la abundancia de gentes que soñaban con otra realidad era patente. Años después la sensatez ha recuperado la centralidad en los discursos. Esta campaña la ha sancionado contundentemente. El bloque político del “no se puede”, que sustenta la gran coalición, ha recortado el contenido al “sí se puede”, convirtiéndolo en un lema cargado de sensatez, y por consiguiente de escasa factibilidad. 

Entonces, en la hiperrealidad resultante de los simulacros mediáticos que han alimentado la campaña, se difuminan las responsabilidades de la corrupción, el mal gobierno y el castigo cruel a los sectores sociales perdedores en la gran reestructuración neoliberal. Rajoy, responsable de las políticas que penalizan a los expulsados del mercado de trabajo, de los precarizados y los endeudados, comparece ante las cámaras como un señor campechano que frecuenta las caminatas mañaneras. Sus partidarios ensalzan su normalidad. En algún momento alguno de sus rivales le puede reprochar ante las cámaras haberse beneficiado económicamente de la corrupción, pero este es un instante que va a ser reinsertado en el conjunto de imágenes que incluyen sus caminatas, sus máximas de sentido común y su vida privada tan corriente.

De esta forma, la hiperrealidad configura un pseudomundo invertido con respecto al mundo real. Se trata del espectáculo total, tan bien definido por Débord. En los conceptos de este autor, el espectáculo no es el mundo artificial constituido, sino “una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes”. Esta es la razón principal por la que los espectadores terminan por no atribuir responsabilidades a Rajoy, así como a los múltiples líderes partidarios involucrados en los años negros de la democracia española. El espectáculo hiperreal convierte en espectadores a sus receptores, dando lugar a una mirada distante a un mundo externo que no se puede modificar.

Rajoy, una persona totalmente coherente con su concepto del uso del poder político, que en los meses transcurridos desde las últimas elecciones, ha manifestado sin ambigüedades su forma de comprender los pactos, que entiende como una rendición sin condiciones de los coaligados. Sin embargo en el mundo hiperreal, esta intransigencia es mezclada con los ingredientes de lo privado-público, de lo que resulta una realidad dispersa y opaca para tan distanciados espectadores. Así, el ínclito presidente es liberado de los juicios racionalizados a su gestión.

Me ha impresionado la comparecencia de Rajoy en el programa de Pablo Motos. Los cuatro años de sufrimiento de los expulsados del sistema productivo, los jóvenes superfluos, los endeudados y  las poblaciones marginales múltiples, determinados por las decisiones implacables de una maquinaria política sin alma, se disipan en este medio. En la pantalla del Hormiguero o la de Bertín, comparece en una versión con rostro humano. La imagen amable del deportista, del padre comprometido, del hijo fiel, del hincha moderado, del gallego dotado de morriña perpetua, del hombre insignificante en su vida, contrasta con el de capitán de una maquinaria política que toma decisiones que tienen consecuencias fatales para distintas poblaciones. También como piloto de un grupo que se apropia de una parte sustancial de los recursos públicos a la vez que desposee a numerosos sectores sociales. La verdad es que hace falta ser un tipo muy duro para estar en esa posición. Que imaginen los lectores los requerimientos personales de un jefe de ese conglomerado. 

Miro hacia atrás y me imagino en el Hormiguero al director de un campo de concentración nazi, o de un homólogo soviético de un campo del Gulag, pasando un día de risas con Susana Griso, trivializando su vida cotidiana, para mostrarse como una persona corriente. También imagino a un general argentino de la era Videla cocinando un asado para Ana Rosa Quintana, en el que cuenta los avatares de su matrimonio y lo que le han ayudado los nietos a ser más humano y vivir la vida más verdaderamente. Salvando las distancias esto es lo que está ocurriendo en la escalada de la hiperrealidad. Este tiempo es fatal para la ética.

Siento decirlo tan claramente pero creo que no se puede renunciar totalmente a la verdad y a la ética. Muchas decisiones políticas en el presente no pueden ser liberadas de sus dimensiones éticas. En congruencia con esta afirmación, lo político y lo social no pueden ser gobernados en exclusiva por el principio de la sensatez, que resulta de mantener el estado de cosas vigente. La explosión de la hiperrealidad es un factor que amenaza el equilibrio de las sociedades y los procesos de toma de decisiones. Una sociedad de espectadores, en el sentido enunciado por Debord, es una sociedad detestable, en tanto que el gobierno adquiere un grado de invisibilidad insólita, que conforma una regresión. El espectador producido por los simulacros es severamente infantilizado. De ahí la referencia a Dysneylandia que abre este post.



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