Lo imaginario de Disneylandia no es
ni verdadero ni falso, es un mecanismo de disuasión puesto en funcionamiento
para regenerar a contrapelo la ficción de lo real. Degeneración de lo
imaginario que traduce su irrealidad infantil. Semejante mundo se pretende
infantil para hacer creer que los adultos están más allá, en el mundo “real” y
para esconder que el verdadero infantilismo está en todas partes y es el
infantilismo de los adultos que viene a jugar a ser niños para convertir en
ilusión su infantilismo real.
Baudrillard.
Cultura y simulacro.
La última
campaña electoral ha concluido. Los actos partidarios en los que se muestran
las adhesiones de los convencidos se encuentran en recesión frente al
incremento constante de lo mediático, que se produce mediante saltos. Los
mismos actos partidarios son diseñados como escenarios para la producción de
las imágenes y sonidos que aparecerán en las pantallas, conformando el menú del
día en los informativos. Lo real ofrece oportunidades a las cámaras para
seleccionar fragmentos visuales que componen el espectáculo mediatizado de la
contienda electoral, que es constituida en el espacio de la hiperrealidad.
El
simulacro, en la versión de Baudrillard, entendido como la producción de una
suprarealidad con los signos de lo real, en el que la imitación pretende una construcción de otra realidad que
sustituye a esta, se extiende a todos los formatos mediáticos, proliferando las
imágenes y las simulaciones. Los antaño ciudadanos son convertidos en unidades
muestrales de las simulaciones estadísticas, al tiempo que espectadores en el
gran juego que se representa, en el que los egos adquieren un protagonismo
incuestionable en detrimento de los contenidos programáticos.
En las
últimas semanas, la hiperrealidad producida por el complejo de los partidos y
los medios, ha desplazado al exterior los fatales cuatro años de gobierno del
pepé. Lo paradójico resulta, de que, los
escándalos de corrupción, mal gobierno, abuso de poder y prácticas autoritarias,
han seguido emergiendo sin cesar hasta ayer mismo, confirmando las pautas
seguidas en estos años de gobierno. Sin embargo, en el simulacro mediático
resultante de la producción del complejo político-mediático, esta acción de
gobierno, manifiestamente nefasta, ha sido desplazada por un conjunto de
simulaciones y producciones audiovisuales que privilegian la presentación de
los líderes en el espacio privado, así como la formación de coaliciones en una
realidad presentada como conflicto de egos en la búsqueda del éxito. En este
sentido entiendo que esta campaña ha registrado un salto de gran alcance en la coproducción
de la hiperrealidad política.
Esta se ha
producido como un puzzle de palabras, imágenes y fragmentos de texto
descontextualizados que se recomponen a cada momento ante la mirada del
espectador. Pero lo más relevante es que la hiperrealidad conforma un mundo
autónomo emancipado de la realidad, que produce unos sentidos diferentes. La
centralidad de los videos es manifiesta. Estos sustituyen a las discusiones
racionalizadas. Así se conforma un magma emocional que moviliza los
sentimientos de cada cual, resignificando las valoraciones del acontecimiento
político, que es vaciado de sus contenidos convencionales. La trivialización en
la hiperrealidad es enorme, así como la distorsión.
En esta ocasión la campaña electoral ha sido
una versión novedosa de lo que me gusta denominar como la batalla de los
sensatos. Los líderes han comparecido glosando la sensatez para hacerla
compatible con sus formatos programáticos. La sensatez es un terrible principio
de realidad que se puede sintetizar afirmando que cualquier cambio tiene que
respetar los intereses establecidos. Así, lo sensato es definido como un factor
de inmovilidad política y social, o como límites precisos a los cambios. Añoro
el tiempo del 15 M en el que la abundancia de gentes que soñaban con otra
realidad era patente. Años después la sensatez ha recuperado la centralidad en
los discursos. Esta campaña la ha sancionado contundentemente. El bloque
político del “no se puede”, que sustenta la gran coalición, ha recortado el
contenido al “sí se puede”, convirtiéndolo en un lema cargado de sensatez, y
por consiguiente de escasa factibilidad.
Entonces, en
la hiperrealidad resultante de los simulacros mediáticos que han alimentado la
campaña, se difuminan las responsabilidades de la corrupción, el mal gobierno y
el castigo cruel a los sectores sociales perdedores en la gran reestructuración
neoliberal. Rajoy, responsable de las políticas que penalizan a los expulsados
del mercado de trabajo, de los precarizados y los endeudados, comparece ante
las cámaras como un señor campechano que frecuenta las caminatas mañaneras. Sus
partidarios ensalzan su normalidad. En algún momento alguno de sus rivales le
puede reprochar ante las cámaras haberse beneficiado económicamente de la
corrupción, pero este es un instante que va a ser reinsertado en el conjunto de
imágenes que incluyen sus caminatas, sus máximas de sentido común y su vida
privada tan corriente.
De esta
forma, la hiperrealidad configura un pseudomundo invertido con respecto al
mundo real. Se trata del espectáculo total, tan bien definido por Débord. En
los conceptos de este autor, el espectáculo no es el mundo artificial
constituido, sino “una relación social entre las personas mediatizadas por las
imágenes”. Esta es la razón principal por la que los espectadores terminan por
no atribuir responsabilidades a Rajoy, así como a los múltiples líderes
partidarios involucrados en los años negros de la democracia española. El
espectáculo hiperreal convierte en espectadores a sus receptores, dando lugar a
una mirada distante a un mundo externo que no se puede modificar.
Rajoy, una
persona totalmente coherente con su concepto del uso del poder político, que en
los meses transcurridos desde las últimas elecciones, ha manifestado sin ambigüedades
su forma de comprender los pactos, que entiende como una rendición sin
condiciones de los coaligados. Sin embargo en el mundo hiperreal, esta
intransigencia es mezclada con los ingredientes de lo privado-público, de lo
que resulta una realidad dispersa y opaca para tan distanciados espectadores.
Así, el ínclito presidente es liberado de los juicios racionalizados a su
gestión.
Me ha
impresionado la comparecencia de Rajoy en el programa de Pablo Motos. Los
cuatro años de sufrimiento de los expulsados del sistema productivo, los
jóvenes superfluos, los endeudados y las
poblaciones marginales múltiples, determinados por las decisiones implacables
de una maquinaria política sin alma, se disipan en este medio. En la pantalla
del Hormiguero o la de Bertín, comparece en una versión con rostro humano. La
imagen amable del deportista, del padre comprometido, del hijo fiel, del hincha
moderado, del gallego dotado de morriña perpetua, del hombre insignificante en
su vida, contrasta con el de capitán de una maquinaria política que toma
decisiones que tienen consecuencias fatales para distintas poblaciones. También
como piloto de un grupo que se apropia de una parte sustancial de los recursos
públicos a la vez que desposee a numerosos sectores sociales. La verdad es que
hace falta ser un tipo muy duro para estar en esa posición. Que imaginen los
lectores los requerimientos personales de un jefe de ese conglomerado.
Miro hacia
atrás y me imagino en el Hormiguero al director de un campo de concentración nazi,
o de un homólogo soviético de un campo del Gulag, pasando un día de risas con
Susana Griso, trivializando su vida cotidiana, para mostrarse como una persona
corriente. También imagino a un general argentino de la era Videla cocinando un
asado para Ana Rosa Quintana, en el que cuenta los avatares de su matrimonio y
lo que le han ayudado los nietos a ser más humano y vivir la vida más
verdaderamente. Salvando las distancias esto es lo que está ocurriendo en la
escalada de la hiperrealidad. Este tiempo es fatal para la ética.
Siento
decirlo tan claramente pero creo que no se puede renunciar totalmente a la
verdad y a la ética. Muchas decisiones políticas en el presente no pueden ser
liberadas de sus dimensiones éticas. En congruencia con esta afirmación, lo
político y lo social no pueden ser gobernados en exclusiva por el principio de
la sensatez, que resulta de mantener el estado de cosas vigente. La explosión
de la hiperrealidad es un factor que amenaza el equilibrio de las sociedades y
los procesos de toma de decisiones. Una sociedad de espectadores, en el sentido
enunciado por Debord, es una sociedad detestable, en tanto que el gobierno
adquiere un grado de invisibilidad insólita, que conforma una regresión. El
espectador producido por los simulacros es severamente infantilizado. De ahí la
referencia a Dysneylandia que abre este post.