jueves, 12 de mayo de 2016
LAS CONSULTAS-SUBMARINO
DERIVAS DIABÉTICAS
La consulta médica es una instancia rigurosamente definida según un diseño institucional en la que se produce un encuentro entre el médico y el paciente orientado a resolver un problema del mismo, mediante la intervención del profesional que moviliza sus recursos y saberes. El paciente es un consultante, pero en la enfermedad crónica, y la diabetes en particular, la consulta de revisión está polarizada a la actualización del estado de la enfermedad, que determina la confirmación o revisión del tratamiento, o bien a la aparición de algún problema específico que requiera el dictamen de un especialista. En una situación así la preponderancia del médico es incuestionable.
En este contexto, la vida puede ser apelada en la conversación, pero tiene un estatuto de subordinación al estado de la enfermedad. En general, en el ciclo de consultas, algunas cuestiones de la vida comparecen en la conversación, pero no se encuentran registradas y son resueltas mediante su reducción a estereotipos generales. De ahí resulta una rutinización en la conversación, que, en la mayoría de los casos, induce al paciente a no plantear sus problemas de forma abierta. Esto significa una renuncia implícita que tiene una gran importancia. La limitación del tiempo contribuye a la construcción de lo que me gusta denominar como “el muro de la vida”.
La vida cotidiana es el contexto en el que se instala la enfermedad, que es inexorablemente vivida mediante la comparecencia de múltiples microacontecimientos cotidianos que requieren respuestas. La conducción de la vida cotidiana con la mochila de la enfermedad es una cuestión delicada, que requiere renovar las decisiones incesantemente. El proceso de la vida cristaliza en estados personales que se remiten a equilibrios inestables, en los que los sentimientos y emociones se alternan y suceden. No me gusta decir estados psicológicos, porque si los enfermos crónicos son relegados por la medicina, en el caso de las psicologías se encuentran con una descalificación descomunal, de la que resulta un sujeto en estado de sospecha permanente que tiene que ser rigurosamente dirigido en detrimento de su autonomía personal.
Para un diabético, la vida es una sucesión de situaciones que dificultan el cumplimiento de las prohibiciones. Estas nunca se resuelven y las situaciones críticas se renuevan cíclicamente. La intensidad de estas depende de lo activa que sea la vida. Pero la enfermedad se encuentra siempre presente, amenazando el equilibrio de la vida y estimulando los temores a los riesgos derivados de los incumplimientos. La diabetes impone una dictadura permanente sobre la vida, que solo se puede aliviar mediante la movilización de la inteligencia práctica y el conocimiento fundado en la propia experiencia, así como la de otros enfermos.
De ahí resulta en la mayoría de los casos un distanciamiento entre la vida y la consulta. Una frase de un filósofo alemán tan sólido como Nicolás de Cusa, me ha ayudado en muchas ocasiones a entender distintas situaciones, así como el núcleo del oficio de sociólogo. Dice “Dondequiera que se halle el observador, pensará que está en el centro”. Los sesgos asociados a la posición desde la que miras adquieren un volumen desmesurado en múltiples situaciones de la vida. Una de ellas es la consulta médica. El profesional se encuentra en el centro de ese espacio singular, en el que controla el estado de la enfermedad, que se hace manifiesto mediante los resultados brindados por las máquinas que les sirven. Pero con respecto a la vida del paciente, se puede afirmar que no están en el centro y que se encuentran en un rincón. Su ángulo ciego es muy voluminoso y les remite a la periferia de la vida.
Desde esa posición se puede ver poco y la distorsión es inevitable. Si las cosas de la vida pueden ser habladas pero no son almacenadas ni organizadas en un documento equivalente a la historia, cuando son aludidas, remiten a la frágil memoria, que deriva inevitablemente a su encaje en tipos muy generales, que no explican las singularidades derivadas e la combinación de las circunstancias personales. Así, en el curso de la relación con un profesional en consultas rápidas, la vida del paciente es congelada en una etiqueta simple. Esta no tiene el rigor biológico de una etiqueta diagnóstica. Se trata de un lugar común engañoso y difuso.
Así se puede enunciar la metáfora del submarinista. El médico, en el territorio de la consulta, se encuentra en estado de inmersión, en el que su visión de la vida del paciente se hace con las limitaciones de un periscopio. Puede ver cosas generales, pero su visión es restringida, en tanto que no se encuentra en la superficie. El volumen de lo oculto a su mirada es muy importante, así como su capacidad de procesar información, debido a la ausencia de categorías pertinentes y sistematizadas para comprender las personas, las vidas y las diversidades.
El rigor de las categorías clínicas contrasta con la ambigüedad de las categorías de la vida, a las que se asigna un estatuto de evidencia. Esta se contrapone con la gran diversidad existente en las vidas. Así se generan un conjunto de malentendidos y acontecimientos incomprensibles a los ojos de los profesionales, que carecen de categorías adecuadas para comprender el estado de la vida de los pacientes portadores de la enfermedad. En estas condiciones, la conversación es casi imposible. Un diabético ilustre por su profesión y proyección pública, comentaba que había recorrido las consultas de distintos endocrinos para conversar acerca de su enfermedad. El resultado fue que solo uno accedió a dialogar, en el sentido de abrir un proceso en el que ambas partes puedan contrastar y explorar sus acuerdos y sus diferencias. No quiero contar en el caso de médicos de atención primaria, colonizados por el aparato experto que se sobrepone sobre ellos para acotar el sentido de su trabajo, convirtiendo cada encuentro en un conjunto de dígitos que alimentan el ogro estadístico de los sistemas de información. Además, la restricción del tiempo favorece la automatización de la relación.
Cuando debuté con la insulina, después de mi cetoacidosis, me enfrenté a una situación en la que necesitaba resolver problemas diarios que requerían información. En el centro de salud el médico me recibía en su consulta cuando estaba terminando con el anterior. Cuando llegaba a su mesa ya estaba el siguiente dentro, detrás de mí esperando. Era imposible hablar nada. Me fui a la consulta de endocrino del hospital. Me puse en la puerta vestido de corbata para el asalto. Cuando lograba ser recibido, mis preguntas simples sobre la vida eran recibidas como inoportunas. Las respuestas estaban regidas por el incremento de los tonos severos. Recuerdo que, en una de las ocasiones, una endocrina muy reputada, cuando le planteé problemas prácticos de las insulinas para un viaje, en un tono de enfado me dijo que las llevase en el coche en un sitio que no les diese el sol. El tono fue tan subido que renuncié a decirle que mi viaje no era en coche, sino en autobús. En estos episodios aprendí las sanciones que aplican a los pacientes cuando se salen del paquete básico conformado por la suma del tratamiento más las normas básicas. Entiendo que en ese submarino las cuestiones básicas de las vidas de los pacientes les parecen miserables.
En estos meses me encuentro sobrecargado de clases y sometido a tensiones. Mis condiciones de vida son desastrosas en los horarios y las comidas. En una consulta es imposible plantear esta cuestión independientemente de una prueba. Pero si lo suscitas, el profesional responde desinteresado, en tanto que no es el territorio en el que se siente fuerte. La vida tiene que acomodarse a la óptica del submarino, donde todo se encuentra dividido en compuertas, como los documentos que el profesional tiene que cumplimentar para la diosa información. La relación global entre el estado de la enfermedad y los ciclos de la vida queda desplazada al paciente.
El resultado es una relación incompleta, que favorece el aprendizaje de los silencios asociados a la soledad del paciente crónico, diabético en particular. Después de la consulta, cuando subes a la superficie, confirmas la grandeza del mar (vida), que es minimizada en el periscopio. Entonces la soledad y la vulnerabilidad se hace patente. No, el médico no está en el centro y sus observaciones son parciales, en tanto que está desplazado, en un estado biológico de inmersión.
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