El descalabro de Manos Limpias no es solo un acontecimiento que forma parte de la cadena de corrupciones que alimenta la democracia nacida en el 78. Se trata de una extorsión monumental ejercida en los tribunales de justicia que pone de manifiesto el estado de descomposición de esta institución central. La acumulación de perversiones institucionales contrasta con el estado de dispersión de la conciencia colectiva, incapaz de metabolizar la vertiginosa sucesión de episodios de corrupción que se acumulan incesantemente. La clase dirigente española parece sobreponerse a todos los tiempos históricos para reafirmar sus invarianzas. Se hace patente el vínculo entre el estraperlo del pasado y los paraísos fiscales del presente.
El caso de Manos Limpias, que protagoniza Miguel Bernad, político ultraderechista que ahora se revela como experto extorsionador, significa la activación de un vínculo con mi pasado. En los años de juventud tuve una relación amorosa con su hermana. Nos conocimos en Madrid y salimos varias veces. Después ella regresó a Valladolid, donde residía con sus padres. Me enamoré y comencé a visitarla en su ciudad, y también en San Sebastián, donde pasaban el verano. Fue un amor muy intenso e ingenuo, que compartí con mi militancia cada vez más absorbente. Cuando nuestra relación se consolidó, terminó por intervenir su familia ejerciendo coacciones múltiples sobre ella y también sobre mí.
Tengo un recuerdo entrañable de ella y de nuestros encuentros en Valladolid. Siempre viajaba en autostop. Entonces todavía era un país convivencial y muchos conductores no tenían inconveniente en compartir su automóvil y conversación con personas desconocidas. Era muy fácil y rápido viajar. Me ponía en la carretera de la Coruña y me cogían siempre antes de una hora y el viaje era en una o dos etapas. Recuerdo la agradable sensación cuando subía al automóvil de pensar que iba a verla esa misma mañana. Se activaban mis sentimientos, dificultando la conversación trivial con mi piloto. Cuando llegaba me encontraba volando, con mi imaginación movilizada en los inminentes besos y abrazos que tanto había añorado en los días de separación.
En Valladolid me alojaba en algunas pensiones céntricas. Recuerdo en particular la pensión Greco. Eran hostales recios en edificios antiguos, con decoraciones sobrias y habitaciones con baño y aseo pero sin ducha. En mi memoria ha quedado registrada el frío terrible que pasé en esos viajes, tanto en la espera de la carretera como en la ciudad, en la que aprendí a distinguir entre distintos tipos de días fríos. Los peores eran los días de nieblas gélidas. En este tiempo iba vestido, al estilo universitario, con chaqueta y corbata.
Nos encontrábamos siempre cerca de su casa, creo recordar que en la calle Muro. Paseábamos, frecuentábamos distintas cafeterías y a media tarde íbamos a bailar a los distintos locales de la época, muy diferentes a las discotecas que proliferaron después. A las diez de la noche todo terminaba frente a su portal. Esta era la hora fatal en la que era inevitable la separación. Tras la despedida, recorría las calles solitarias embriagado por las últimas efusiones. El ambiente de la ciudad era muy similar al de películas como “Calle mayor”. Solo los varones, preferentemente universitarios, deambulaban a esas horas por los bares. Tenía varios amigos de la época de Bilbao que estudiaban medicina en Valladolid. Iba a recogerlos a su colegio mayor para tomarnos el penúltimo vino. Todo terminaba en mi habitación de la pensión donde pasaba la noche en estado de nostalgia, en el que de nuevo se activaba mi imaginación en espera de verla al día siguiente.
Ella era una persona muy fuerte, a pesar de las constricciones de su educación. No había ido a la universidad por decisión de sus padres. La habían enviado a Francia a estudiar el idioma, requisito fundamental para realizar su función en la eventual vida social al lado de un marido pudiente. En nuestra relación fue inevitable la influencia de mis ideas. Eran los años de las revoluciones anticoloniales, del ascenso de lo que se denominaba el tercer mundo y de la revolución cubana, que suscitaba tantas esperanzas como las decepciones por su deriva posterior. Mis experiencias militantes fueron percibidas como una epopeya en formato menort. En este clima mis ensoñaciones fueron contagiosas para ella. Era muy inteligente, sensible y afectuosa.
En un tiempo oscuro como ese nuestra relación terminó por despertar suspicacias en su familia. Sus padres eran extremadamente conservadores y muy intervencionistas con respecto a su hija. Le habían asignado un destino inexorable. Debía ser intercambiada con otra familia, para ser asignada a un varón que representase la mejora de la posición familiar. Era una candidata a esposa y madre de un hombre de bien. Mi aparición en su vida cuestionaba ese destino, en tanto que mi condición de extraño devino en la de sospechoso para terminar en culpable del delito de pretender sustraer una hembra de un clan familiar de posición superior.
Tras los primeros meses de relación, ella comenzó a cambiar sus ideas y comportamientos. La familia se movilizó alertada por su ausencia de las misas dominicales. Las conminaciones a comportarse según el patrón familiar terminaron en un conflicto abierto. El padre era un hombre muy autoritario y violento. Imagino lo que tuvo que pasar, pues ella nunca rectificó. Tampoco me contaba sus sufrimientos familiares, dado su carácter bondadoso y su consideración. El escalamiento de las coacciones familiares no la amedrantó. Desempeñó con dignidad el papel de oveja negra en tan distinguida familia. Nuestra relación era muy afectuosa forjada en la adversidad.
Entonces su padre decidió diversificar sus estrategias de presión. Tuvimos un encuentro tormentoso en el que me preguntó si era comunista. Cuando respondí afirmativamente su respuesta fue volcánica. Después se presentó en mi casa de Madrid con su mujer. Allí desplegó toda su repertorio violento sobre mi pobre madre. Había contratado un detective privado que había elaborado un informe sobre mi situación familiar, mis actividades políticas y había recabado un informe académico. En la conversación humilló a mi madre diciéndole que no se hiciera ilusión alguna porque su hija no se casaría conmigo, asignándole un papel de cómplice en nuestra relación. Mamá estaba indefensa ante la agresión del patrón de los Bernad. Lo vivió como un disgusto terrible, que erosionaba su sueño en un futuro mejor para sus hijos.
Meses después, en una de mis visitas, nos encontrábamos a mediodía en una terraza en el centro de Valladolid tomando una cerveza. Se acercaron dos policías de paisano y me pidieron la documentación. Me conminaron para que los acompañase a la comisaría. Para ella la detención fue muy dolorosa. Era muy conocida en la ciudad y quedó marcada en el sórdido ambiente provinciano de la época. Estuve seis horas detenido. Me preguntaron por mi estancia en Valladolid y me advirtieron acerca de la sospecha de que realizase actividades políticas. Me increparon por lo que denominaban como “engatusar y engañar” a una señorita de bien.
La relación terminó por debilitarse, principalmente por los efectos de la intensificación de mi militancia, que implicó una secuencia de detenciones, estancias en la cárcel y períodos de rigurosa ocultación pública. Ella buscó a mi madre y se presentó con ella en una de las visitas a la cárcel de Carabanchel. Recuerdo esos minutos que condensaban todas las barreras que obstaculizaban esa relación amorosa. A mi madre le gustaba casi tanto como a mí. Imagino sus sufrimientos en su sórdido mundo familiar, que comenzó por nuestra relación y se amplió al control de su vida frente al rígido destino asignado por sus padres. En todo este tiempo, su hermano Miguel era un aliado de su padre en el ejercicio de las coacciones y violencias.
El tiempo extinguió nuestra relación. Muchas veces me he acordado de ella y he sentido nostalgia de ese amor en un tiempo tan oscuro. No sé nada de su vida posterior pero me invade un sentimiento de decepción, en tanto que las ensoñaciones revolucionarias que le inculqué han devenido en un desastre colectivo. Es inevitable mi sensación de vergüenza y culpabilidad, en tanto que el tiempo ha certificado que, efectivamente, yo no era la persona adecuada para ella en el cuadro social resultante de aquellas conmociones que desembocaron en la democracia vigente. Espero que haya podido remontar su situación y su vida haya superado los hándicaps familiares y sociales.
En estos días el presente se ha hecho elocuente. Aquellos ultraconservadores que me etiquetaron como persona no apta para el ingreso en el clan, los Bernad, han devenido en una clase de delincuentes que se enmascaran en valores religiosos y morales totalmente contrarios a sus actuaciones. El tiempo nos ha puesto a cada uno en su sitio. Ellos tienen las manos sucias y el alma desolada por el robo y la mentira. Su respetabilidad se define mediante el cero rotundo. Pero lo más relevante es su permanencia en el embuste. El tiempo no altera los comportamientos abyectos que se encuentran bajo sus máscaras.
Esta es una historia que me ha conmovido los últimos días. Los amores difíciles en una sociedad oscura en todos los tiempos. Entiendo que es difícil comprenderla para quienes no han vivido el final del franquismo, que fue un régimen que trasciende lo político. Mi imaginación se ha vuelto a activar pensando en ella y su destino. Mi temor a la posibilidad de su vuelta al fatal redil familiar. También la nostalgia por haber compartido con una persona tan extraordinaria y exquisita un tiempo en mi vida. Un beso muy especial y sentido.
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