DERIVAS DIABÉTICAS
La consulta médica es un territorio rigurosamente algoritmizado. El encuentro entre el médico y el paciente se encuentra determinado por un algoritmo constituido desde el exterior, que determina los contenidos de la relación entre los participantes, que son inscritos en un paradigma algebraico. Este conforma los supuestos subyacentes en los protocolos. La relación médico-paciente queda encerrada en este sistema programado. La comunicación se subordina a la lógica del paradigma, que es la exactitud, que requiere la modelación cibernética. Así, el ordenador adquiere un protagonismo incuestionable, en tanto que digitaliza la conversación para hacerla adecuada a los fines establecidos.
De este modo el paciente queda convertido en un sujeto portador de los datos que definen el problema, que se especifica en un diagnóstico, al cual es homologado. Los diagnósticos se encuentran rigurosamente definidos como problemas, cuyas soluciones son determinadas con exactitud y precisión. Cada diagnóstico tiene su tratamiento prescrito. El paciente, entendido como el cuerpo portador de la enfermedad es reconvertido a una entidad física en espera de la solución del problema patológico. Así su subjetividad es evacuada de la relación.
Clauss en 1965 define un algoritmo como “Un ordenamiento exacto, aprehensible y reproducible con cuya ayuda se puede resolver paso a paso tareas de un determinado tipo”. Un algoritmo implica la subdivisión de las relaciones y el ordenamiento de estas para la solución del problema. Sus componentes son inequívocos, elementales y generales, aplicables a todos los casos. La algoritmización de la asistencia médica se ha intensificado en los últimos treinta años. Cada problema tiene su solución estandarizada, mediante un proceso de acciones y operaciones diferenciadas y secuenciadas. La intensa protocolización destierra las dudas de los profesionales convertidos en ejecutores de las acciones programadas.
El problema de los algoritmos aplicados al campo de la clínica médica radica en que los fenómenos patológicos no siempre presentan regularidades que se atengan a la exactitud de los objetos materiales. Pero el aspecto más problemático radica en que una vez constituido el algoritmo que se materializa en un protocolo, su aplicación es tan sencilla que no requiere una cualificación especial. La actividad profesional deviene en ejecución de automatismos programados que sostienen las certezas. El sueño subyacente de cualquier algoritmo es que sea tan exacto y preciso que pueda ser ejecutado por las máquinas. Me gusta designar en mi intimidad a los médicos del presente como las máquinas blancas, aunque ciertamente existen algunas excepciones a la maquinización de la profesión.
La algoritmización de la asistencia contribuye al mejor resultado en el tratamiento de muchas enfermedades y dolencias pero su reverso es la multiplicación de la baja eficacia en múltiples problemas y categorías de pacientes. Los resultados ambivalentes se encuentran determinados por la inflexible subordinación de los procesos asistenciales a los datos biológicos positivos en detrimento de las condiciones sociales y culturales. Estos no pueden ser definidos con la exactitud y regularidad de lo biológico. De este modo son desplazados al estatuto de lo prescindible. Un sistema fundado en maquinarias formidables de extracción de datos de los cuerpos, es compatible con el intenso desconocimiento de los mundos sociales, las prácticas y las mentes de aquellos que ponen sus cuerpos a disposición para la extracción de muestras.
Soy un paciente diabético que transita por este sistema maquínico que me solicita mediante la multiplicación de los pinchazos para obtener muestras que son tratadas en los laboratorios para definir mi estado. Cuando los resultados difieren de los estándares homologados soy requerido para modificar mi tratamiento. En esta secuencia sin final se hace patente que el ruido y la niebla envuelven mi vida, haciéndose invisible a la mirada de las máquinas y sus ejecutores. En mi devenir por los compartimentos del sistema, por los que fluyen los datos a una velocidad vertiginosa que desborda el movimiento de mi cuerpo, soy brutalmente homologado con los pacientes que comparten mi etiqueta diagnóstica. La palabra brutalmente, designa la situación de certeza total que tienen los intérpretes de los resultados acerca de mi tratamiento y la definición de mi situación.
La condición patológica de la etiqueta “diabetes” se encuentra rigurosamente especificada. Conforma un territorio patológico en el que están predefinidas las trayectorias, los problemas, los vínculos, las asociaciones y los finales. De este modo mi especificidad es negada. La mirada del profesional se dirige a mi etiqueta diagnóstica. En sus límites precisos termino yo. En los encuentros con este sistema siento los preconceptos, los prejuicios y las regularidades algebraicas. Estos se sobreponen a aquello que pueda aportar mediante mi palabra. Esto queda relegado al no ser integrado en las preguntas derivadas de los datos.
Los prejuicios y estereotipos de los que soy víctima, que reducen mi vida a un sospechoso de transgresión de normas, son mayúsculos. En algunos casos soy tratado con condescendencia paternalista. En otros con presunción de culpabilidad. Pero en todos los casos subyace una descalificación. Porque los algoritmos clínicos que rigen mi enfermedad transgreden el supuesto algebraico de que el problema tiene una solución. Y, efectivamente, no la tiene en la diabetes. En este caso, el algoritmo clínico que nos regula se encuentra bloqueado. De ahí resulta una descalificación implícita, que se expresa en múltiples detalles. En la vivencia de la asistencia sanitaria se hacen presentes con distintos grados de explicitación de ese estigma.
Dice una persona que tanto admiro como José Bergamín que “Si me hubieran hecho objeto, sería objetivo. Pero como me han hecho sujeto, soy subjetivo”. En la relación asistencial automatizada soy reducido a un cuerpo del que se registra la evolución de los parámetros seleccionados y protocolizados. Pero mi cuerpo diabético es inseparable de mi persona y del contexto físico y social en el que vivo. El resto de mi persona que acompaña a mi cuerpo, condenado a ser perforado por las agujas hasta el desenlace final, es mucho más densa de lo que el sistema maquínico médico registra. Las variables edad, estado civil, residencia y profesión son una parte muy reducida de la totalidad de mi persona. Sobre estas constantes se sobreponen distintos ciclos en mi vida.
Así, mi estado personal no puede derivarse solo del estado de la enfermedad. La respuesta a la enfermedad y los acontecimientos que se presentan en mi vida son lo que define mi verdadero estado personal. Todo esto es, en el mejor de los casos, trasladado a los márgenes en el encuentro de la consulta. El “resto de mi vida” es subordinado a la evolución de la enfermedad derivado de los dictámenes de las máquinas que analizan mi sangre y mi orina. Así soy estandarizado como los productos industriales en una de las grandes series. La asistencia médica no ha registrado todavía la llegada de la gama.
En estas condiciones la personalización es una quimera. Hay excepciones con algunos médicos referenciados en otras antropologías profesionales, así como gentes dotadas de intuición y corazón. Pero no se trata tanto de que te traten bien, sino que no te consideren como a una cosa material que es preciso reparar. El desencuentro entre los diabéticos y el sistema asistencial referenciado en lo algorítmico solo puede ser superado mediante un paradigma que recupere el resto de mi persona y de mi vida más allá de la patología.
Cuando salgo del espacio de la consulta atravieso la sala de espera, en la que se congregan las personas chequeadas por sus máquinas en busca de una solución, para salir al espacio abierto en el que se desenvuelve mi vida, en la que la exactitud y la precisión son marginales, tanto como lo es el resto de mi vida en la consulta. Allí reina el azar combinado con mis actuaciones y mis circunstancias siempre cambiantes. En este espacio lo algebraico toma la forma de fantasías algorítmicas. Entonces no puedo evitar la añoranza por médicos de los de antes, los prealgorítmicos, cuyas miradas tenían una tasa menor de distorsión, teniendo la posibilidad de recuperar la relación entre persona, ambiente, vida y enfermedad.
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