Tomás Ellacuría Irigoyen fue una persona muy importante en mi adolescencia y en mi vida. Era primo mío, hijo de la tía Rosario, hermana de mi padre. Era mucho mayor que yo. En los cinco años que pasamos en Bilbao por la enfermedad y muerte de mi padre, tuve la suerte de tratarlo. Cuando retornamos a Madrid, ya con dieciséis años, en los veranos regresaba a la casa de la entrañable tía Brigi. Entonces tenía una novia en San Sebastián. El largo verano transcurría con idas y venidas entre ambas ciudades. En las pausas de Bilbao visitaba con frecuencia la acogedora casa de Tomás en Plencia. En las largas conversaciones de sobremesa me ayudó a descubrir el mundo de los libros, de la vida y de la política, que era muy diferente al que había conocido a través de mis padres.
Mi familia me educó en un pragmatismo destructivo. Todo se reducía a obtener una posición social alta. El matrimonio se entendía como una coalición que contribuía a este fin. El resto de la vida se subordinaba a la conservación de esa jerarquía, o incluso a su ampliación. El mundo se entendía como algo exterior impuesto, cerrado e incuestionable. Solo cabía aceptarlo. Estos argumentos se encarnaban principalmente en el ejemplo de mis tíos, los hermanos de mi madre. Sus éxitos profesionales contrastaban con su parca y miserable vida. Las amistades eran sospechosas de interés, la familia era principalmente un sistema para la promoción personal de sus miembros y las personas externas al clan eran susceptibles de portar amenazas al interés supremo personal. Así, los afectos eran severamente reprimidos en esa coalición para el éxito.
En los años de Bilbao descubrí los afectos de mis tías Brigi, Elena y Tere, así como de algunos miembros de la familia de mi padre. Entre todos ellos destaca la figura de Tomás. Era una persona que expresaba sus afectos abiertamente con todas las personas. Tenía una imprenta en la calle Buenos Aires, a la que acudíamos en ocasiones a visitarlo. Era una empresa muy grande. Recuerdo su despacho con las cristaleras. Nuestras visitas eran muy cortas pero siempre nos recibía con su afecto proverbial. Pero, en los pocos minutos de nuestra estancia, siempre entraban trabajadores a consultarle cosas. También eran frecuentes los clientes o amigos. Me llamaba la atención su afabilidad extrema con todos. En estos encuentros confirmé mi intuición de que se trataba de una persona muy especial, que se comportaba de una forma diferente al duro mundo de mi infancia, en el que cada cual tenía una etiqueta que designaba su posición económica.
En los cinco años formidables de Bilbao, en los que fuimos queridos por algunos familiares, pude confirmar el papel de Tomás en los asuntos de la familia. En los pequeños conflictos familiares siempre se hacía presente e intermediaba. Su liderazgo y compromiso era manifiesto. Era muy respetado por todos, que se sentían amparados por su figura en la convicción de que cuando hubiera un problema de cualquier orden, ahí estaría él. Mi madre y las tías le llamaban “Tomasito”, a pesar de su edad y su posición social. Su mujer Ana Mari era una persona entrañable. Era madrileña y muy hermosa. Pero tenía la virtud de expresar inequívocamente en su rostro luminoso todas sus emociones. Ambos eran extremadamente cordiales y cariñosos con todos. Tuvieron doce hijos si las cuentas no me fallan. Pero lo más sorprendente a mis ojos era que tenían otra forma de vivir la vida, en la que sus relaciones personales se regían por la calidez y el reconocimiento de las personas, con independencia de su posición.
En las visitas a su casa siempre había invitados. Cultivaba la amistad pausada y serena. En este tiempo, en los primeros años sesenta, Euzkadi despertaba del letargo en que le había sumido el franquismo. Mucha gente manifestaba inquietudes políticas, sociales y culturales. Con frecuencia tenía invitados en su casa, congregando a distintas personas que hablaban de literatura, filosofía, religión, política o economía. El mundo entonces era muy abierto y suscitaba numerosos interrogantes. Recuerdo conversaciones sobre la cogestión en la empresa, los kibutz, la reciente revolución cubana, la descolonización, el socialismo, el régimen, el nacionalismo vasco, la guerra civil, la iglesia, la sexualidad y otros temas. Era un buen anfitrión, un buen conversador y sabía escuchar a sus interlocutores. También era muy tolerante con las diferencias en un tiempo muy propicio para la exploración. En ocasiones se expresaba con vehemencia, sobre todo en los temas en los que había modificado sus opiniones, principalmente los referidos al franquismo en los que había sido educado. Su proceso le condujo al nacionalismo vasco.
Mi madre y mis tías decían de él que era demasiado bueno para dirigir una empresa de la envergadura de Gráficas Ellacuría de entonces. Comentaban que acogía a muchos trabajadores con distintos problemas personales. Ciertamente, su generosidad era desbordante en todos los órdenes. Creo recordar que en su adolescencia había estado en el seminario. Era un católico muy activo y peculiar. Su religiosidad tenía efectos en sus comportamientos cotidianos y la aplicaba a todas las esferas. Su vida privada estaba regida por su compromiso sin contrapartidas con su familia, amigos, personas próximas y comunidad. En su vida pública, tanto en su empresa como en sus compromisos ciudadanos, predominaba un comportamiento acorde con un cuadro de valores que acreditaba sus coherencias.
Su empresa siempre se ajustó a un capitalismo de rostro humano. En este tiempo algunas empresas simultaneaban el beneficio con los compromisos con sus empleados. Todavía hoy en Euzkadi se mantienen algunas empresas en esta línea ajena al capitalismo salvaje desbocado. De este modo entendía y practicaba un cristianismo compatible con el ejercicio de virtudes públicas, cosa poco frecuente. Me pregunto qué pensaría del tiempo actual. Su posición social no le impedía practicar la amistad, entendida como un vínculo personal en el que se comparten los sentimientos y las experiencias sin esperar contrapartidas ni equivalentes.
Recuerdo a su primo Luis Ellacuría, jesuita y profesor de la universidad de Deusto, con el que coincidí en varias ocasiones. Cuando la conversación se prolongaba de madrugada, Ana le decía que era muy tarde y se iba a la cama. Le pedía que no tardase mucho. Las miradas y los tonos de ambos no pasaban inadvertidas para los que estábamos presentes. Su amor tuvo que ser muy intenso y tan especial como eran ambos. En todas las relaciones diarias depositaba afectos, haciendo así la vida digna de ser vivida para experimentar pequeñas gratificaciones. Así, llenaba la vida allí donde se encontraba de afectuosidad, sencillez y calidez.
En casa de mis padres solo había libros de caza y temas similares. Los libros tenían una función decorativa. Mi madre leía novelas de Agatha Christie. Mis primeros libros me los regaló Tomás. Recuerdo “Conversaciones en la catedral” de Vargas Llosa; “los condenados de la tierra de Frantz Fanon” y algunos de Erich Fromm. Fueron mis primeras lecturas que conectaron con mi situación personal en los primeros años de universidad, contribuyendo a la ruptura con mi mundo de origen, para alinearme con los vencidos. Todo concluyó en mi activa militancia comunista. Mi deriva militante tan intensa rompió el nexo veraniego con Bilbao.
Muchos años más tarde, en los primeros ochenta intenté restablecer las conexiones familiares con Bilbao. Visité a todas las tías, Tere, Carmela y Marta. La tía Brigi estaba con ellos en Plencia en una situación de salud fatal derivada de un ictus. El recibimiento hostil de mis tías contrastaba con la situación de la tía Brigi, cuidada y querida por la familia de Tomás y Ana. Su habitación era un reducto de afectos indisimulables, en los que los cuidados adquirían unas dimensiones que ninguna institución puede igualar.
En 1989 estuve en Nicaragua impartiendo un curso. En el viaje de vuelta estaba sentado junto a mí un hombre que leía una biblia. Pensé que sería un clérigo de las numerosas iglesias protestantes que proliferaban en América Latina en este tiempo. Pero una vez entablada la conversación, resultó ser Segundo Montes, uno de los miembros del equipo de Ignacio Ellacuría, el teólogo-filósofo de la universidad del Salvador. Él era sociólogo. Conversamos toda la noche sobre múltiples cuestiones e hicimos buenas migas. Nos despedimos en Madrid afectuosamente conviniendo una visita a Ignacio, a quien tenía ganas de conocer desde hacía muchos años. Este era otro de los Ellacurías comprometidos de esa época. Segundo iba a Bruselas unos días a un congreso. Dos meses después fueron asesinados por el ejército salvadoreño.
Así activé el recuerdo de Tomás, que tantas cosas compartía con Ignacio. Su interés residía no solo en las coherencias de sus comportamientos, sino el valor que otorgaba a las pequeñas cosas de la vida vividas desde la perspectiva de las personas que sacan lo mejor de sí mismas: sus afectos y sus capacidades para ayudar. Ambos me remiten a un autor tan influyente en mí como Ivan Illich, en tanto que ilustran su fértil concepto de la convivencialidad. Cuando voy a Bilbao todos los recuerdos y las emociones se activan. El paso del tiempo revaloriza su memoria. Tomás ha representado la excepción afectiva y desinteresada en mi adverso entorno familiar. Desde el emocionado recuerdo muchas gracias. También un fuerte abrazo a sus hijos, tan privilegiados.