viernes, 5 de febrero de 2016

MEMORIAS DE LA EXTRAVAGANCIA. MIL Y UNO AGRAVIOS

En el curso de mi trayectoria como sociólogo de cuerpo presente en el campo sanitario han tenido lugar muchas vicisitudes, pero en muy contados casos afectaron a mi conciencia. En distintas ocasiones fui muy asertivo con quienes solicitaban mi intervención, haciendo manifiestas mis dudas acerca de la definición del servicio que me proponían. Pero el caso del hospital General Yagüe de Burgos en 1987 representa una excepción. Mi trabajo, que nutría mi currículum profesional, terminó generando daños colaterales, que siempre se concentran en las víctimas inocentes. Este episodio contribuyó decisivamente en mi formación, en tanto que fue la primera confrontación con los gerentes.

En los años anteriores había colaborado en la creación de un servicio nuevo en el hospital de Valdecilla en Santander. Este era el Servicio de Información y Atención al usuario. La idea que lo animaba procedía del entorno de esos años, en los que la idea del cambio, derivada de la victoria del PSOE en el 82, sustentaba múltiples proyectos. En ese tiempo se vivía una situación abierta, en busca de nuevas ideas. En el caso de Valdecilla, dominaba la idea de crear una estructura nueva capaz de maximizar y distribuir la información, compensando las estructuras de servicios convencionales del hospital, que se encontraban burocratizadas y anquilosadas.

La experiencia fue muy viva. Se creó un equipo muy competente y con alto grado de motivación. Este estaba compuesto por auxiliares de enfermería y administrativos. El espíritu de la época se hacía presente esplendorosamente. Allí se generaban ideas e iniciativas múltiples. Hicimos un curso de comunicación con el equipo que resultó fantástico por el clima que se respiraba. Tanto este como en otros cursos que impartí en la escuela de enfermería, estaban llenos de energía, de gente con muchas ganas de aprender, de hacer cosas nuevas, de promover ideas y de mejorar las organizaciones y la asistencia.

Esta experiencia forma parte de lo que he denominado en este blog como “la primavera hospitalaria”. El entorno del cambio y el acceso a las direcciones hospitalarias de profesionales procedentes de la izquierda fueron factores fundamentales. Pero un factor desempeñó un papel imprescindible. Se trataba de los efectos que había generado la expansión hospitalaria en los años setenta. Los hospitales contrataron una ingente cantidad de profesionales sanitarios, así como de auxiliares de enfermería y personal administrativo. En el mercado de trabajo de entonces, la expansión sanitaria representó una oportunidad para muchas mujeres que compensaba las limitaciones de los empleos tradicionales. Así, no sólo en la sanidad, sino también en la banca u otros sectores laborales, una nueva generación muy cualificada y con expectativas al alza desembarcó en las plantillas en expansión.

El nuevo servicio de información o cualquier otra estructura nueva, más allá de las estamentales convencionales, disponía de un personal sobrecualificado e hipermotivado. Así se configuró un equipo de alta capacidad y motivación. Los tiempos de su fundación fueron formidables por las posibilidades que ofrecían inscritas en un horizonte abierto. Con el paso de los años las innovaciones son reabsorbidas por la institución, que siempre se recupera para procesar la transformación insertándola en la estructura y en la cultura organizacional común.

El éxito del nuevo servicio fue incuestionable. Se configuró un equipo móvil que acreditó su capacidad de aprender y resolver problemas. Uno de sus puntos fuertes era la visibilidad, así como la relación cara a cara con los pacientes. En 1987 me llamaron del Hospital General Yagüe de Burgos, porque querían configurar un servicio de información de características similares. Esta experiencia me confirmó un precepto fundamental para un sociólogo como yo, hijo de la sociología de la acción y el retorno del actor posfuncionalista. Este es que cada acontecimiento o hecho social siempre es rigurosamente singular.

El General Yagüe en este tiempo era un hospital destartalado y que hacía honor a su vetusto nombre. En Valdecilla las reformas tuvieron lugar en los últimos años del franquismo, siendo promovidas por élites médicas que impulsaron un proyecto ambicioso, fundado en una considerable  motivación para el logro con finalidades clínicas. Pero en el caso de Burgos, el hospital no había vivido impulsos internos. Las sucesivas direcciones se habían focalizado a administrar las cuestiones del día a día. De ahí resultaba una diferencia muy importante en el espíritu del hospital. En tanto que en Valdecilla las élites clínicas se encontraban en un estado de movilización, el General Yagüe se encontraba subordinado a una burocracia amorfa cuyo objetivo era cumplir las reglas.

Desde el primer día en que llegué al hospital constaté la situación, que se reforzaba por una dirección que encajaba en el molde de la administración convencional y un clima organizacional aletargado. En este contexto me encargaron la conformación de un equipo para el nuevo servicio. En este caso no disponían de recursos de personal asistencial. Entonces tomaron la decisión de utilizar personal de limpieza. Pero esta era arriesgada debido a la jungla de normas y regulaciones  laborales de las empresas públicas. Al final resultó que no era posible integrarlas en un estatuto diferente. Así se conformó el drama.

Porque las candidatas que se presentaron a la selección tenían las mismas características que las auxiliares de Valdecilla. Eran chicas jóvenes, muy inteligentes y llenas de energía, orientadas a mejorar su futuro en este trabajo de relación. Hice entrevistas personales y seleccioné al grupo. Creo recordar que fueron doce personas. Las entrevistas fueron una experiencia para mí mismo,  pues pude vivir la fuerza que imprime una situación de movilidad social en las personas. Todas eran jóvenes con una excepción. Una de ellas era una mujer mayor de cincuenta años. Era una mujer fuerte personalmente en tanto que con su edad había tenido que vivir en su juventud situaciones duras. Me dijo en la conversación que había trabajado en una pastelería y que sabía distinguir muy bien entre distintos tipos de gente. Al final se despidió afirmando la dificultad de ser seleccionada, en tanto que las chicas jóvenes tenían mejores competencias. Seguí el precepto futbolístico de seleccionarla diciendo que el equipo sería “ella y once más”.

El curso fue fantástico. Hubo sesiones de fundamentos de comunicación, de comunicación no verbal, de conversaciones, de técnicas de información, de sociología de los usuarios y de conocimiento del hospital. Todas participaban en todos los casos, las escenificaciones y las aplicaciones. Para mí fue una experiencia docente y personal fantástica. Algunas tenían una inteligencia muy considerable que no habían podido desarrollar en la educación por los condicionamientos asociados a sus posiciones sociales. El ambiente de las sesiones era muy enérgico y se hacía manifiesta una ilusión compartida de alto voltaje.

Pero ellas seguían desempeñando su papel de limpiadoras siendo eximidas los días del curso.  Cuando volvían a su tarea experimentaban el rechazo de sus compañeras, mediante la multiplicación de maledicencias, chismes, leyendas, humor agresivo y otros componentes de un mal clima. En un sistema humano como es una plantilla de un hospital el rechazo a la promoción por medio de canales no convencionales era enorme. Así se generó un sumatorio de agresiones. El personal sanitario entendía que usurpaban sus funciones, también los administrativos y celadores. Sus compañeras de limpieza las percibían como enchufadas. El malestar se acumulaba. Cuando circulaba con ellas por el hospital la hostilidad se hacía patente en unas formas inquietantes. Tras esta se encontraba latente la lógica estamental implacable que vetaba al estamento considerado inferior, como es el del personal de limpieza.

Cuando concluyó el curso, la dirección pensaba el uniforme del servicio y la fecha de su puesta en marcha llegó la noticia fatal. El gerente nos informó acerca de la situación de cancelación del servicio por razones de impedimentos legales. La noticia fue una bomba para el grupo, porque bloqueaba la posibilidad de su  promoción, pero, además, tenían que regresar a su medio laboral devenido en un infierno. Pude vivir la desigualdad una vez más. Yo cobré mi servicio y seguí mi trayectoria de profesional semimercenario, en tanto que ellas quedaban inmovilizadas y penalizadas. La despedida fue terrible. Algunas no quisieron hacerlo. El comportamiento del gerente fue manifiestamente frívolo. Para él fue un experimento no consumado liberado de consecuencias. Desde su lejana perspectiva ni siquiera pensó en estas mujeres.

Muchos años después, como profesor de sociología de los movimientos sociales en Granada, entre los vídeos que se proyectaban en el curso sobre conflictos urbanos, pasaba uno sobre la movilización del barrio de Gamonal en Burgos en contra de un aparcamiento. En la oscuridad del aula, viendo las imágenes activaba mi recuerdo de estas mujeres. Creía reconocerlas en las sucesivas secuencias y me preguntaba acerca de si alguno de los jóvenes activistas serían sus hijos. Mis emociones subían de tono. En mis intervenciones en el coloquio explicaba que las personas involucradas en este conflicto habrían padecido antes mil agravios. En uno de ellos estuve involucrado yo mismo. Este sería el agravio mil uno.

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