Uno de los tópicos más comunes en este tiempo es el que presupone que los ciudadanos son personas que toman decisiones racionales guiados por la información de la que disponen. Los analistas mediáticos construyen interpretaciones acerca de la voluntad general expresada en los resultados de las elecciones. El resultado es la proliferación de discursos piadosos, en los que los ciudadanos son presentados como seres investidos de santidad y sabiduría. Simultáneamente, la mediatización de la política se desarrolla mediante técnicas de composición visual, multiplicación de estímulos sensoriales, comunicación de eslóganes que se reiteran hasta el infinito y otras formas que se ubican en el polo opuesto a la conciencia reflexiva personal. Las escenificaciones de la política y las campañas electorales son monumentos iconográficos referenciados en el marketing y la publicidad, cuyas técnicas de comunicación apelan a la seducción.
El concepto de la santidad de la ciudadanía se contrapone con la evidencia de la vida cotidiana, en la que se hace presente en todas las esferas una despolitización explosiva. Junto a este distanciamiento, una parte muy importante de las personas manifiesta inequívocamente comportamientos inscritos en el fanatismo. Este puede ser definido como asociado a un ser blindado herméticamente a cualquier información que contradiga su opción. En el tiempo presente el fanatismo se manifiesta en la constitución de suelos electorales de los partidos liberados de cualquier cuestionamiento amenazador. Así, la corrupción incesante y volcánica, no afecta a millones de personas que se pueden definir como adheridas incondicionalmente a un partido.
Dice Bertrand Russell que “Lo que se necesita no es la voluntad para creer, sino el deseo de averiguar, que es exactamente lo contrario.” Esta es la cuestión. El ciudadano deliberativo es un ser abierto a la información, a la reflexión, a la comunicación y el contraste. Pero el deseo de averiguar es neutralizado en aquellos que se nutren de la información televisiva, que construye los acontecimientos prescindiendo de sus raíces y su contexto, para privilegiar su presentación en formatos visuales que apelan a las emociones. Bombardeados por las novedades permanentes e impactos sensoriales, las personas son conducidas por la senda de las emociones de quita y pon. La factibilidad de la reflexión se reduce considerablemente.
Los episodios de fanatismo se multiplican alimentando la perplejidad. En un concierto de la Pantoja, protagonista acreditada del asalto a la ciudad de Marbella, las personas congregadas la aclaman e increpan a cualquier reportero del espectáculo por hacer preguntas. El vínculo emocional, que trasciende lo racional es una manifestación de un fanatismo inequívoco. Así en el fútbol y en otras esferas de la vida social. En la vida política se prodigan los acontecimientos de adhesión fervorosa a políticos corruptos. Las personas que lo protagonizan son inmunes a la información disponible.
Recuerdo un episodio trágico que me impresionó mucho y me hizo pensar. Fue en 1981 en Gérgal, Almería. En este tiempo se prodigaban atentados de ETA con víctimas en un ambiente de miedo y crispación. Tres jóvenes, dos de ellos de Santander, acudían a una boda. Fueron interceptados por la Guardia Civil, siendo confundidos con terroristas. Los tres murieron quemados. Este suceso tuvo un gran impacto mediático. Se procesó y condenó a los responsables. Esta tragedia generó una película. Pues bien, años después, con la información resuelta, en un bar de su pueblo, Camargo, varios paisanos comentaron al pasar una mujer: “Esta es la madre de uno de los terroristas de Almería”.
No se trata de un hecho aislado, sino por el contrario del efecto de varias causacione, entre las que destaca la preponderancia de la información televisiva. Siempre me ha impresionado confirmar que en las encuestas sobre consumos de televisión los entrevistados no recuerdan con precisión los contenidos de los informativos que vieron el día anterior. Soy profesor en una facultad de sociología, además de masoquista, pues todos los años solicito que me digan un nombre de un diputado o senador de la provincia. El resultado muestra un distanciamiento cósmico. El televidente es un ser social que se encuentra en un estado de suspensión del juicio.
Apelar al concepto de ciudadanía en esta situación me parece poco riguroso. Porque quienes acuden a las urnas a ratificar a aquellos que se han apropiado de recursos públicos, han tomado decisiones orientadas a favorecer los intereses de las empresas, han utilizado el estado como agencia de colocación de los suyos o se han desviado de las finalidades públicas, son cómplices de la demolición de las estructuras estatales. La condición simultánea de víctimas y cómplices es uno de los misterios que siempre me han fascinado. Se hace patente en los servicios públicos y los pacientes y los estudiantes son su máximo exponente. Los mismos que padecen las consecuencias de la degradación aceptan la continuidad mediante su silencio.
No se puede afirmar el fin de lo social, pero sí su reconfiguración drástica, uno de cuyos efectos principales es la transformación del estatuto de ciudadano. Ciertamente, en determinadas ocasiones se generan estados de efervescencia social en los que se multiplican las microacciones, la comunicación y la expectación colectiva. Pero los poderes saben que estos tienen fecha de caducidad. La cuestión estriba en ganar tiempo y esperar a su disipación, tras la que se recupera la mayoría cómplice, definida como silenciosa.
Así los poderes pueden constituir la mistificación de la ciudadanía. Las apelaciones a la ciudadanía son grotescas. El pepé llega a elogiar a los silenciosos contando a aquellos que no se han manifestado. Lo que verdaderamente cuenta son los que ejercen su voto en las elecciones, que en ausencia de espacios de ciudadanía en los que se pueda deliberar, devienen en un juego mediático que altera los sentidos de las situaciones. La información mediática actual se asemeja a un vodevil en el que se escenifican los devaneos en busca de parejas, tríos u otras convergencias. En este medio proliferan los ciudadanos cómplices que con su grado cero de crítica, consienten la reproducción de las situaciones de poder degradado.
La acción política se ha desplazado a lo virtual, generando una descompensación entre la influencia en los sondeos y la miseria de la acción colectiva sectorial y local. Los conflictos de este tiempo se encuentran asociados a un imaginario del miedo y la desesperanza. Se producen sin vínculos entre ellos, además de la ausencia de proyección política. Me impresiona muchísimo contemplar las imágenes de los preferentistas, de los actos masivos de Revilla o la decadencia de los movimientos estudiantiles. Los actores de estos conflictos no han mejorado sus capacidades de conocer y actuar. Su subordinación a las teles del cambio es manifiesta. Se encuentran congregados para configurar un escenario que nutra a los informativos. Así se convierten en argumento de tertulianos, comentaristas y expertos.
La invocación sagrada del cambio, junto a los relatos de los distintos líderes mediáticos da como resultado una definición de la situación que se aproxima a la fantasía. Porque junto a las imágenes y sonidos dirigidos a las esperanzadas audiencias se pone de manifiesto el esplendor de la corrupción, que es inseparable del sesgo e incapacidad del sistema judicial. Pero lo peor estriba en que la corrupción ha atravesado el umbral de la saturación. Los nuevos episodios se acumulan y se reiteran en la conciencia colectiva. En ausencia de experiencias democráticas locales y sectoriales la masa mediática sigue la regla de ese medio, produciéndose como una serie de éxito que atrae la atención durante un tiempo, para disiparse posteriormente al trasladarse a otro tema. La corrupción se transforma en un estado de opinión que se disipa.
Es inevitable recordar a Baudrillard “Bombardeadas por estímulos, por mensajes y por tests, las masas no son más que un yacimiento opaco, ciego, como esos montones de gas estelares que no se conocen más que a través de su espectro luminoso- espectro de radiaciones equivalentes a las estadísticas y a los sondeos- pero justamente: ya no puede tratarse de expresión o de representación, escasamente de simulación de algo social para siempre inexpresable e inexpresado. Tal es el sentido del silencio. Pero ese silencio es paradójico- no es un silencio que no habla, es un silencio que prohíbe que se hable en su nombre. Y en ese sentido, lejos de ser una forma de alienación, es un arma absoluta”.
La inquietante masa mediática de cómplices, que se fabrica en los guiones y los métodos de composición de las televisiones y sus fragmentos infinitos en youtube y las redes, envía las primeras señales de saturación frente al espectáculo mediatizado del cambio. La indiferencia y el distanciamiento anteceden a un cambio de guion. Esta serie es ya demasiado larga y los cómplices demandan un espectáculo nuevo dotado de imágenes, narrativas y fabulaciones renovadas.
Mientras tanto, la función continúa en las instituciones, neutralizando los conflictos sociales y desplazándolos en el tiempo. En una situación así, la indiferencia como forma de complicidad con los poderes adquiere su máxima dimensión. Los guiñoles del congreso y el senado pierden interés lenta pero inexorablemente. Los ciudadanos espectadores reclaman ser entretenidos mediante nuevos microrrelatos. Entre tanto, se producen situaciones susceptibles de alimentar a las televisiones y las redes. Las últimas son el encarcelamiento de los titiriteros o la historia fantástica de la señora Rita.
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