La contingencia se puede definir como aquello que no es imposible que suceda. El tiempo presente se caracteriza por la expansión y diversificación de contingencias múltiples que adquieren la forma de sucesos inesperados. Los informativos, internet o las redes sociales son sistemas de comunicación que se encuentran alimentados por lo extraordinario y lo sorpresivo. Así, la vida adquiere un nuevo sentido íntimo en el que la contingencia desempeña un papel fundamental. El sujeto se encuentra movilizado en espera de que algo inesperado, maravilloso o fatal, pueda suceder. Este es el contexto de la explosión de los juegos de azar, que alcanzan unas proporciones enormes. Las sociologías estancadas, que entienden a las personas como sedes permanentes de la razón, definen el juego como una cuestión vinculada a un pasado atrasado. Así, esperan las sucesivas modernizaciones que disminuyan la importancia del juego mediante la racionalización de la vida.
Baudrillard, entre otros muchos, lo entendió de este modo. En los últimos años del franquismo, el juego era considerado como un elemento de alienación personal. Se esperaba que la naciente democracia redujera la masa de jugadores. Pero ha sucedido justamente lo contrario. El juego sobrevive a las modernizaciones mediante su expansión y multiplicación. No sólo se ensancha en su ámbito tradicional mediante nuevos juegos, sino que se instala en otros espacios, tales como la política, la economía, las organizaciones y los medios audiovisuales. El azar protagoniza una gran explosión colectiva.
El misterio de los juegos de azar radica en que --en tanto que una masa enorme de jugadores se congrega todos los días en las Bono Loto, Primitivas, Euro Millones, El Gordo de la Primitiva, Loterías múltiples, Quinielas y otros juegos, a los que cabe añadir el bingo, juegos de máquinas, casinos y otras formas, de las que resulta una masa social permanente que produce unos activos monetarios de gran magnitud—esta práctica social persistente y sobreviviente a cualquier cambio es descalificada por las élites y las sedes de la facturación de la realidad. Así se conforma un área ciega que alberga una sociedad vital que carece de un discurso acerca de sí misma y su significación.
Soy sociólogo, profesor, profesional en el campo de la asistencia sanitaria, además de participar en otras actividades que me instalan en el extraño mundo de las élites. Todos los campos comparten un proyecto común que es la racionalización de la vida. Desde estas coordenadas el azar es minimizado drásticamente, entendiendo la vida como una relación entre medios y fines ejecutada por sujetos racionales, siempre racionales y nada más que racionales. De ahí se deduce que el futuro es el resultado de un plan que movilice los recursos personales mediante una secuencia de decisiones adecuadas. De este modo, las prácticas de juegos de azar son consideradas como creencias supersticiosas que descalifican a los jugadores. Apenas suscitan otro interés que el tratamiento del exceso, mediante la definición e intervención en las ludopatías como fenómeno patológico.
El resultado de los procesos del crecimiento de los juegos de azar, así como su instalación en otros campos sociales regidos por la racionalización, es la acumulación de los juegos y sus participantes, de los que resulta un verdadero continente del azar. Todos los días millones de personas “votan” mediante la realización de sus pronósticos para los que invierten dinero. La red física de centros de Loterías y Apuestas del Estado, vehiculiza los tránsitos de los jugadores, que se congregan en sus locales diariamente, principalmente en los fines de semana, en el que el azar dictamina quiénes son los afortunados. La red física de Administraciones de Loterías es un componente urbano esencial, equivalente a las farmacias, tiendas múltiples y bares. Pero, en tanto que los demás son afectados por la crisis, tanto las farmacias como la red del azar no acusan el impacto de la misma. Esta es la primera pista que conduce a la parte mágica de las sociedades denominadas como avanzadas.
Se evidencia que el juego forma parte de la vida y el devenir de las sociedades, a pesar de su denegación por los discursos prevalecientes en las ciencias sociales, que le confieren una carga negativa. La descalificación de los juegos de azar y de los jugadores se funda en considerarlos como sujetos sometidos pasivamente a un factor irracional, como es la suerte. El azar representa el estadio superior de la contingencia. Se trata de un hecho que no requiere la intervención de la inteligencia. Se considera que los jugadores activan su deseo de evasión de su propia realidad.
Pero los juegos de azar constituyen un territorio impenetrable por las lógicas racionalistas. Voy a dar la vuelta a estos argumentos y presentar mis objeciones. El sociólogo francés Paul Yonnet es mi referencia en este caso. Este entiende la sociología como un saber determinado por un conjunto de prenociones, marcos sociales y representaciones derivados de la función de la institución, así como de la condición social de los sociólogos. De esta situación resulta un modo de conocer que privilegia otras esferas en detrimento de fenómenos sociales de magnitudes colosales, como es el caso del continente del azar. Los sesgos acumulados producen inevitablemente un descentramiento tan creciente como el volumen de los propios juegos de azar.
El fundamento del juego se basa en un argumento fundamental: existe una probabilidad de obtener el premio. Dicho en otras palabras, no es imposible que te pueda tocar. Todo depende de la suerte. Este es el fundamento de la apuesta. En los medios de comunicación, así como en el mundo de la vida del jugador, son presentados y visibilizados los afortunados del azar. Una de las ceremonias sociales más emblemáticas de las sociedades en trance de modernización sin fin es la exhibición mediática de los premiados por el azar en la lotería de navidad. Las euforias, las celebraciones y las manifestaciones de felicidad de los agraciados devienen en rituales sociales que estimulan la idea de que “otra vida es posible”. Así se instituye socialmente el juego y se hace presente la divinidad del azar.
Pero, si la incuestionable posibilidad de acertar y ser premiado ees traducida a cálculo de probabilidades por la racionalidad del sistema, poniendo de manifiesto que esta se reduce a una magnitud infinitesimal cercana a cero, la subjetividad del jugador transforma esa millonésima en una esperanza alcanzable mediante la constatación de que los premiados la hacen posible. Así, se construye una idea basada en un cálculo que se aparta del riguroso análisis matemático, constituyendo falacias aritméticas que tienen un régimen de excepciones: los premiados. Aquí radica la lógica de las fantasías infinitesimales que es adoptada por millones de personas ajenas a la racionalización matemática.
Además, se constata que la lógica que subyace al jugador-apostante radica en que cada jugada es completamente nueva e independiente a la anterior. Por tanto es necesario concurrir a la siguiente edición. Pero en el curso de su experiencia como jugador se constatan algunos resultados que invitan a asumir una ideología cuyo precepto es que los números se compensan a la larga. Así lo importante es tener paciencia y persistir en la búsqueda de un vuelco de la suerte. Esta ideología implica la asunción de que cuantas más apuestas se lleven a cabo existen más probabilidades. Los premios de consuelo y las devoluciones refuerzan a los jugadores. De este modo se constituyen espesas interpretaciones no fundadas matemáticamente que animan a grandes masa de jugadores. En España las energías e intercambios producidos por el pronóstico acerca del último número de la lotería de navidad son monumentales.
La experiencia del jugador lo configura como un ser social en estado de disposición a interpretar señales del juego que configuren su estrategia. Así va acumulando falacias que fundamentan sus apuestas. La acumulación de supersticiones es patente. De ahí resultan distintas asociaciones con eventos que constituyen en ocasiones verdaderas estrategias. Si obtiene un premio pequeño en una administración, retornará a ella con esperanza renovada. También la compra de boletos en sus desplazamientos. La lotería de Navidad es paradigmática. Un apostante medio juega a varios números procedentes de distintas localidades. El juego crea un estado de ebullición considerable que se especifica en los cálculos de los apostantes. Las mitologías del juego constituyen templos sagrados del azar dotados de leyendas. El caso de Doña Manolita en Madrid es patente.
El estado interno del involucrado en los cálculos infinitesimales es muy activo y dotado de energía concentrada en sus operaciones y en la renovación del juego. Así, el futuro se encuentra polarizado por la idea optimista de que la suerte llegará. Esta es una razón que anima la vida personal de una gran masa de jugadores, en los que su posición social limita severamente las posibilidades de sus lánguidas vidas. Pero el misterio del juego estriba en la activación de la imaginación. Cientos de miles de personas sueñan con el premio gordo, lo que les induce a imaginar cómo lo gestionarían. Así planean particiones, reparten premios y castigos y crean fantasías múltiples que llenan sus parcas vidas.
De este modo construyen un territorio en el que escapan de sus marcas sociales, abandonan sus identidades, huyen de su cotidianeidad y reconstituyen su persona ficcionalmente. El resultado es la creación de una extraña realidad ficcional que les proporciona una sensación de libertad en esta huida cotidiana. También de este modo se neutraliza a sí mismo como actor social, al adoptar la suerte como patrón de su futuro personal. Así, el orden social se refuerza como estructuras bloqueadas, en tanto que una parte de los afectados huye imaginariamente al mundo del juego. Este puede hacerse compatible con los estados de ebullición social, en los que muchos jugadores compatibilizan ambos mundos. Porque en el continente del azar se puede entrar y salir discrecionalmente.
La sociedad invisible de los jugadores, de aquellos que comparten fantasías acerca de magnitudes infinitesimales, construyen un colectivo social heterogéneo y muy vivo. Su riesgo estriba en que este se mueve siempre muy próximo a la posibilidad cero. Pero la realidad muestra que los pronósticos racionalizadores tienen excepciones. Todos quieren llegar a convertirse en uno de los afortunados exhibidos en los escaparates mediáticos. En las apuestas existe un componente de desafío a la racionalidad imperante. El largo estado de ficción infinitesimal en la que algunos de los premiados se encuentran, determina que el premio termine en una tragedia personal, que concluye en la desintegración de su nuevo patrimonio otorgado por el azar.
El jugador es un ejemplo del prototipo personal de la persona ordinaria tan bien conceptualizada por Michael de Certeau. Un ser social que construye un mundo social estable, que habita mediante sus sentidos, sus significaciones cotidianas y sus tácticas. Cuando algún experto ajeno al mismo comparece, no responde en el discurso cara a cara. Aquí se encuentra el secreto de su persistencia y reproducción. Su posibilidad de autonomía depende del mantenimiento del estatuto de invisible a las miradas de los dispositivos racionalizadores.