En las situaciones límite se muestran algunos elementos de las realidades que permanecen semiocultos y encubiertos en las tesituras normalizadas. Por eso presento un caso que se ubica en el límite de la asistencia sanitaria. Este es un paciente diabético en una situación de exclusión social, se trata de una persona “sin techo”, al que tras un incidente, el médico le niega la insulina. El desenlace tuvo lugar en un juzgado, donde el afectado denunció al médico. Este suceso consiguió atravesar las densas barreras informativas, llegando a los medios de comunicación. Pero este no es un evento aislado, sino que es compartido por un contingente de personas deportadas del edén asistencial sanitario, que proporciona la atención y los medicamentos a la población.
Este paciente lleva 13 años viviendo en la calle, en Granada. Esta es una ciudad muy rica en cuanto a la diversidad de formas de vulnerabilidad y exclusión social. Cuando alguna institución u ONG desarrolla alguna iniciativa, comparece una población numerosa que se concentra para beneficiarse del bien o servicio que se ofrece, tras el cual se disipa en múltiples direcciones, retornando a los huecos en el tejido urbano donde viven ocultos a las miradas de la sociedad oficial. Mi facultad se encuentra muy próxima al Hospital de San Rafael, donde se ofrece por las mañanas una ducha, así como un comedor social. Muchas personas se hacen presentes en la espera de este servicio, mostrando la pujanza y la diversidad de las poblaciones de los márgenes.
Esta población se encuentra afectada por una primera discriminación esencial, al ser regulada por los servicios sociales que gestionan sus situaciones límite. La asistencia sanitaria tiene lugar, no en el edén asistencial de la población general, el sistema sanitario público, sino en un centro de acogida gestionado por el proyecto Hombre, al cual el Ayuntamiento asigna un médico que pasa consulta y les proporciona las medicinas. En el caso que nos ocupa nada menos que la insulina. En esta consulta tan especial tiene lugar un encuentro extraordinariamente difícil. El incidente que comento es frecuente en este medio y distintos pacientes recriminan al médico lo entienden como un trato vejatorio. Dicen que en ocasiones, en la consulta se refiere a ellos como “gentuza”.
He trabajado durante muchos años en temas de comunicación en servicios públicos, tanto en el sistema sanitario como en servicios municipales. Conozco la complejidad de las situaciones que se producen en el día a día. Estas desbordan el esquema piadoso del ciudadano o paciente cargado de bondad frente al profesional supuestamente desmotivado o carente de competencias comunicativas. No. La gente sencilla en muchas ocasiones no puede ser encajada en el concepto de la benevolencia. Una sociedad de hiperconsumo altera los modelos individuales y genera muchos problemas en las relaciones. En muchas ocasiones he defendido la idea de “la tentación de la inocencia” de Pascal Bruckner. Esta muestra a una persona desresponsabilizada, devenida en un niño supuestamente inocente que exige todo de los demás renunciando a aportar nada.
Pero lo cierto es que, en general, estos consultorios constituidos en una situación de excepción por los ayuntamientos o diputaciones, seleccionan a los médicos en coherencia con una idea de beneficencia. Además, como las plazas que no salen a concurso público, es frecuente la designación de lo que se puede denominar en la España invariante como “los cuñaos”. El resultado es que estos servicios ubicados en el exterior del Edén asistencial no se ajustan a las características de los moradores a los que prestan servicios. En estas poblaciones proliferan los problemas de salud, los cuadros clínicos en los que se coexisten varios elementos críticos asociados, unas condiciones de vida deplorables, un sistema de relaciones personales pésimo y los efectos devastadores de estos factores en la personalidad.
Me pregunto acerca de la asistencia sanitaria a estas personas resultantes del diluvio de la desindustrialización y la concurrencia de varios procesos de desorganización social, congregadas en las periferias en las que impera el estado de emergencia permanente. Si se compara con algunas de las poblaciones del espacio-mundo en situación de catástrofe, asistidas por ONG especializadas que conforman dispositivos que se adecúan a la especificidad de los destinatarios. En estas intervenciones los profesionales son cualificados e involucrados. Por el contrario, las poblaciones marginales de los países desarrollados son tratadas en instituciones residuales regidas por el principio de beneficencia, la atribución de responsabilidad individual y la presunción de culpabilidad. Expulsadas del paraíso asistencial, sólo retornan a él por la vía de las urgencias, para retornar a los consultorios externos que suponen, en la gran mayoría de los casos, una verdadera deportación sanitaria mediante la denegación de una asistencia homologable a los demás.
Como enfermo diabético he problematizado la asistencia sanitaria a los pacientes crónicos en el edén mismo. En general se puede definir la consulta como una instancia en la que el paciente va elaborando un relato acerca de su experiencia y su vida, de modo que tiende a justificar su comportamiento y desviar a terceros las responsabilidades. También el profesional termina por producir una narrativa desde su posición de centinela de la evolución de los parámetros clínicos. Tras la apariencia de consenso, en muchas situaciones pervive un desencuentro amable, que puede terminar en una relación personal estancada, en la que los estereotipos se solidifican y se extienden a la totalidad del vínculo, generando una relación cómoda para ambas partes fundada en la incomunicación construida y consensuada.
Tengo que hacer un esfuerzo y movilizar toda mi empatía para imaginar la situación del paciente diabético que vive en la calle y sus encuentros con el médico en el consultorio. El paciente tiene que tener una sólida presunción de inocencia frente a las contingencias de la vida, que le han arrojado al margen. Esta ideología se refuerza cuando siente el rechazo de la sociedad en renovadas ocasiones, generando emociones negativas. Su robusto esquema referencial influye de un modo determinante en la percepción, de modo que genera una predisposición colosal a confirmar el rechazo del sistema encarnado en el profesional.
Pero otro factor incrementa la dificultad de la consulta. Se trata de la experiencia de ambas partes en el fracaso de la relación. En ambos casos han fracasado anteriormente en la relación con pacientes o profesionales. De ahí resulta el escepticismo y el fatalismo que se hace presente en el consultorio y bloquea la situación haciéndola difícil. También la normalización de episodios de enfrentamientos inevitables con otros pacientes, que generan un clima tenso que influye en los siguientes encuentros. El espacio de la consulta es un campo de batalla que influye en todas las interacciones que tienen lugar allí, constituyendo las condiciones para producir conflictos.
En este clima de incredulidad mutua tiene lugar la consulta. En la misma es casi imposible apelar a las condiciones de vida del paciente o a comportamientos racionalizados que solo son factibles en un entorno favorable. Cualquier palabra del médico deviene en un sermón profesional carente de factibilidad. La suma de factores negativos crea las condiciones para el desencuentro. En esta situación el profesional ve reducido su rol a suministrar la insulina y los fármacos necesarios. De este modo tiende a valorar muy negativamente la situación, pero, por el contrario, el paciente tiende a sobrevalorar el fármaco. Así lo biológico adquiere una preponderancia incuestionable en la situación, en detrimento de lo psicológico y social, que es minimizado y obligatoriamente silenciado. Cualquier apelación a su vida pone de manifiesto la distancia infinita entre las representaciones del profesional y las del paciente. Así los efectos de los sermones son volcánicos movilizando la hostilidad del paciente marginado.
El mundo del paciente es inapelable en la consulta en el que las distancias sociales adquieren una dimensión colosal. Pero la diferencia principal estriba en el papel que desempeña el futuro. Todos los discursos profesionales apelan al futuro, que se constituye en un horizonte que ampara y otorga sentido a los comportamientos en el presente. Pero este paciente se define justamente por lo contrario. En sus circunstancias no puede pensar en ningún futuro, incluso tiene que defenderse de él mediante su negación. La lógica de su situación es sobrevivir hoy. Sólo estrictamente mañana es factible. Después no hay nada. La coherencia está en no pensarlo. De este modo los discursos del médico devienen en impertinentes sermones fundados en una irrealidad percibida como una agresión.
He definido las dificultades del encuentro. Entonces ¿no se puede hacer nada? La respuesta es que sí se puede hacer y que es posible pensar una asistencia sanitaria en estas condiciones adversas que no reproduzca el apartheid vigente. Sin ánimo de dar una receta es factible construir una relación de mínimos que sea abierta y mejorable. Para ello es necesaria la renuncia a los sermones y la capacidad para trasmitir inequívocamente una actitud de respeto al paciente, con todas sus diferencias. Pero lo principal radica en que el paciente perciba que el sentido del profesional es ayudarle. Esto es lo que ocurre en la asistencia a poblaciones en estado de catástrofe en las poblaciones penalizadas del espacio-mundo.
La población excluida es el resultado de déficits severos de las instituciones de la sociedad. En España es alojada en el espacio de unos servicios sociales raquíticos y afectados por lo que puede denominarse como “deuda histórica”. En el caso de la asistencia sanitaria sencillamente no se encuentra formulado como problema. Ni está presente ni se le espera. A pesar de que existen valiosas experiencias en el caso del sida y en otros campos de intervención, estas se producen aisladas. Introducir este problema en la agenda profesional de médicos y enfermeras. Pensar en el mismo y experimentar. Se trata de una cuestión urgente.
Aunque la intervención sanitaria no sirva de mucho si no existe un sistema de ayudas en la perspectiva de una renta básica, así como una educación inclusiva, unos servicios sociales consistentes y una política de vivienda que compense el desvarío de los años de postfranquismo, que ha sustentado el crecimiento en una privatización salvaje de la construcción. Me pregunto qué clase de sociedad es esta. Me siento agredido por los discursos oficiales optimistas y manipuladores de las realidades. Me reafirmo en que una sociedad desarrollada se mide por los recursos que disponen los más desfavorecidos, nunca por las medias ni por los excesos de los más afortunados. Una sociedad sin deportaciones y donde el edén de lo común sea compartido.
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