María Callas es una mujer especial para mí. Siempre me ha suscitado una fascinación que perdura hasta hoy mismo, tanto cuando escucho su música como cuando contemplo sus imágenes. Esta que abre este texto estimula mi imaginación y me hace pensar acerca de los lados oscuros del éxito y la complejidad de la vida. Porque expresa inequívocamente su sufrimiento, invistiéndola de un misterio extraño y entrañable. Parece como si todos los dramas que ha representado en sus óperas se hubiesen instalado en su interior. Pero lo que siento por la Callas trasciende lo racional y se ubica en el territorio de lo imaginario. Me pregunto cómo puede originar estos sentimientos tan intensos y duraderos.
En mi infancia se hizo presente la ópera como algo más que una banda sonora. Mi madre y uno de sus hermanos, el tío Cecilio, eran muy aficionados y ambos habían estudiado música y actuado en conciertos públicos. Mi madre tenía una voz magnífica y en su adolescencia fue invitada a estudiar para modelar su voz de tiple. Su familia se lo impidió por temor a que frecuentase ambientes que calificaban como “libertinos”, en los que proliferaba lo que denominaban como “indecente”. Siempre llamaron mi atención los amores prohibidos de las estrellas de la ópera, que después extendí a toda la vida. Confieso mi fascinación por los mismos.
Recuerdo las tardes de los domingos de mi infancia en las que se congregaban a cantar. Uno de los invitados era un tipo que suscitaba nuestras risas infantiles. Era un tenor, que había estudiado en Italia, que había actuado en varios liceos de España, Europa y América. Estaba casado con una mujer fantástica. Fue la primera abogada en España que sacó una oposición de las más prestigiosas en el ámbito de la justicia. Era una persona entrañable, de carácter muy fuerte, que había vencido todas las adversidades imaginables en su carrera. Nos obsequiaba con sus comentarios acerca de los terribles mundos masculinos de los juzgados en los que había sido la primera pionera y exploradora. Su relato era una versión feminista de la célebre película “Bailando con lobos”, con la que presentaba algunas analogías con la extraña “tribu de las togas negras”.
Pero, si su condición femenina representó una carrera de enormes obstáculos en su vida profesional, que ella en alguna ocasión comentó, y que eran bochornosos en grado superlativo, equiparando sus señorías a los demás caballeros de la época homologados por sus miserias corporales y mentales, su matrimonio con el tenor representaba un desafío a las normas imperantes. Ella era obesa en un grado extremo, además de tener una fortuna familiar equivalente a su peso. Por el contrario, el tenor era un hombre atractivo físicamente, muy sofisticado en su conversación y su porte, en relación con los austeros varones de la época, así como carente de cualquier ingreso o fortuna.
En estas condiciones se puede imaginar el impacto de la pareja en el pueblerino y atrasado ambiente en el que vivían en la España de entonces. Todo el mundo se mofaba de ellos, atribuyendo al tenor el móvil de la conveniencia. Además, había tenido varios incidentes de lo que entonces se denominaba como “de faldas”. Su sofisticación en la expresión se leía como una estrategia basada en el fingimiento. En el fondo, lo que se cuestionaba era una pareja en la que la inteligencia se distribuía de modo asimétrico a lo aceptado, es decir, que predominaba la de la magistrada. Pero el cuerpo de esta no se correspondía a los estereotipos de la época. Los comentarios maliciosos proliferaban. Ahí aprendí lo creativa que era la gente en el arte de producir chistes y maldades, así como a comprobar la rigurosa frontera entre las relaciones frente a frente y las que se producen cuando la persona que es objeto de las chanzas se encuentra ausente.
En las largas tardes de domingo de ópera mi cansancio se iba incrementando. Sobre un piano se producían solos, dúos tríos, que terminaban en exhibiciones que iban creando un clima en el que los espectadores no cantores estábamos en un estado de distanciamiento creciente frente al éxtasis de los cantores, que amenazaban con agotar todo su repertorio. La merienda, que en esta época era un precepto incuestionable, y en la que los cafés y tés se acompañaban de pastas, bollería y pasteles, ofrecía la ocasión de hacer una larga pausa, o incluso de esfumarse para no presenciar la segunda parte.
Unos años después, la ópera desapareció por completo de mi vida universitaria y militante. También de mi vida amorosa, en la que las bandas sonoras compartían los viejos boleros con el advenimiento del rock and roll y su ciclo de músicas posteriores. Pero, en la España de entonces, lo que llegaba era una versión nacional cutrecilla del pop. También los cantautores aportaron a mis bandas sonoras construyendo un vínculo entre mi vida universitaria y mis militancias. En particular, Serrat me ha acompañado toda mi vida, en todas mis etapas vitales y musicales. Tuve una novia en Valladolid que tenía unos amigos venezolanos que estudiaban medicina. Me hicieron descubrir las músicas latinoamericanas, presentes en mi vida muchos años después, en los que también llegaron otras músicas.
En el final de los años ochenta, ya en Granada, la ópera reapareció por medio de varias casualidades. La recuperé de la mano de la música clásica, que disfruto cada vez más en tanto me hago mayor. Ahora mismo estoy escribiendo este texto escuchando a Rostropovich interpretando a Bach. Todo empezó escuchando el mítico programa de Radio Nacional de “Los clásicos” de Fernando Argenta. Desde entonces voy haciendo incursiones a distintas músicas clásicas. Como el medio profesional en el que vivo se ha convertido en un espacio donde la ausencia de ceremonia llega a límites insospechados, tengo que compensarme mediante la inmersión en las músicas. Cuando entro en el ascensor de la facultad y nadie saluda o contesta, aguardo el instante en el que pueda resarcirme mediante el placer que me proporciona la música.
En ese tiempo fue volviendo la ópera a mi vida, entrando por los entresijos de otras músicas clásicas. Así se hizo presente de nuevo con gran intensidad la Callas. Tras la muerte de Carmen y la intensificación de la reestructuración del espacio público -- que convierte la calle en un lugar de paso y de conexión comercial; el trabajo en un espacio hobbesiano donde se representa cada momento la contienda de todos contra todos; las relaciones personales se desplazan al fin de semana; los media constituyen el lugar donde es posible desconectar, para ser integrado en el gran espectáculo ficcional, resultando de la adición de todos ellos una desertización de los espacios vitales, compensados por los vínculos afectivos que son desplazados a la pantalla del Smartphone — la música ha vuelto a mi cotidianeidad como factor reparador.
En este espacio reaparece la Callas de siempre, ahora más amparadora que nunca. Su música me hace evocar los mejores momentos de mi vida e impulsa mi imaginación. Cuando la escucho alcanzo un estado de calma que recompone mi persona y me prepara para sobrevivir a las derivas del día siguiente, en el que camino entre extraños traficantes de paquetes, automovilistas alucinados y otras especies que pueblan las calles; además de hacerme presente en las extrañas aulas y despachos universitarios habitados por corredores de la eterna carrera profesional; terminando en el mundo de las pantallas, en el que cualquier conversación se disipa a favor de las voces y las imágenes de la nueva clase influyente, que incluye a los tertulianos, los expertos providenciales y los informadores portadores de cuerpos trabajados que se combinan con la energía que proporciona el espíritu positivo, además de otros seres fabricados por los dispositivos del sistema.
Tras los momentos tensos de mi vida, regreso a mi refugio imaginario en el que habitan poetas, músicos y otras especies entrañables entre los que siempre se encuentra la Callas. Siento como si me estuviese esperando para compartir nuestras inevitables adversidades del día. Puedo imaginar sus sufrimientos asociados a los mundos del éxito, así como sus amores desdichados con algunos de los poderosos que impulsan el mundo vivido que hace imprescindible la construcción de refugios. Rememoro su tiempo final de aislamiento, que narra la película de Zeffirelli “Callas forever”. En este encuentro imaginario su cuerpo me es familiar, como si lo hubiera abrazado en tantas ocasiones que reconozco sus pliegues, sus caminos y sus misterios. En este encuentro se reparan las heridas de la vida diaria. Es como si esperara nuestro reconocimiento mutuo. De este modo su voz sublime me calma de los estragos del día.
Así la imagino en nuestros imaginarios encuentros
Para quien quiera compartirlo esta es una interpretación de un fragmento de I puritani de Bellini
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