En las estaciones de autobuses se hacen presentes las tendencias sociales imperantes en cada tiempo. Las taquillas, las salas de espera y los andenes muestran a los públicos usuarios y también a los ausentes, en tanto que disponen de otra alternativa considerada mejor. Las estaciones son los lugares en donde empiezan y terminan los desplazamientos de múltiples personas que llenan sus vidas. En ellas tienen lugar algunas despedidas, así como reencuentros que ocupan las existencias. El tiempo modifica radicalmente los usos de las mismas, así como los públicos que concurren a ellas. Estos edificios en donde se entrecruzan múltiples trayectorias constituyen un laboratorio de cambio social.
En mi vida han tenido y tienen una importancia primordial. Entre las varias marginaciones que concurren en mi persona, la más rica es la de ser un sujeto no motorizado. La excepción han sido los años de moto, pero nunca he dispuesto de una cabina cerrada, blindada y además dotada de ruedas. Soy una persona desplazada al exterior de mi target, en tanto que como usuario del transporte público vivo la contigüidad con los públicos no motorizados, en muchas ocasiones lejanos a mi mundo individual. Pero durante muchos años he experimentado la extraña condición de copiloto, cuando Carmen era la conductora. El estatuto de copiloto es extravagante en un tiempo social en el que este lugar era ocupado preferentemente por las mujeres.
El transporte es un espacio privilegiado para observar los cambios sociales. En el curso de mi vida se han modificado las relaciones entre los públicos que se desplazan y el sistema de medios que los vehiculizan. En mi juventud, el autobús era, junto con el tren, la única posibilidad para la mayoría. De ahí que las estaciones congregasen a públicos muy heterogéneos. La gran motorización de masas, que a mi entender es el fenómeno más importante de la denominada modernización, decantó los públicos no motorizados, tales como las mujeres en estado de reclusión doméstica, las personas mayores, los jóvenes y aquellos que se encontraban por debajo de la línea de la renta media. Las estaciones de autobuses se desuniversalizaron gradualmente por la deserción de una parte de sus públicos que adquirieron la condición social de automovilista.
La reestructuración postfordista de la economía y la sociedad modificó el sistema de transporte. La nueva sociedad dual se hace patente en las estaciones. Para los públicos de las clases medias mejoran las condiciones de los autobuses para las distancias largas. Así se estratifican los públicos y los servicios de transporte. En ellas concurren los usuarios de los servicios de los bien dotados Premium y versiones similares, con los no motorizados que los usan como única alternativa para trayectos cortos en autobuses convencionales. Estos son aquellos determinados por la renta menguante, a los que cabe añadir los públicos errantes en busca de un empleo o de relaciones sociales. Los emigrantes múltiples, los viajeros y los jóvenes en distintas versiones vuelven a las estaciones.
Mis memorias de autobús son muy ricas. Los viajes por el Cantábrico con Carmen, cuando éramos muy jóvenes y pobres, que alternábamos con los trenes de FEVE. Los trayectos a Bilbao y San Sebastián desde Santander, tan terapéuticos para nosotros, que podíamos aliviar los rigores sociales de la ciudad. Con posterioridad en Andalucía, mi actividad como profe en la escuela de salud pública intensificó mi actividad de usuario del autobús. En esos años pude contemplar la transformación de las estaciones. La de Plaza de Armas de Sevilla y otras que los partidos en el poder convertían en intangibles celebrativos y propagandísticos. También mis años de diabetes desbocada, anteriores a la insulina, en los que mi preocupación era saber dónde hacía alguna parada que me permitiera hacer el pis de rigor. Cuando la enfermedad de Carmen se acentuó y no podía conducir trayectos largos retorné al autobús. También se acrecentó mi relación creciente con Madrid y con Málaga.
Pero es en los últimos años de la enfermedad de Carmen cuando se desplaza con más frecuencia a Madrid o Santander. Esto ha dejado una huella en mi memoria que revivo cada vez que paso por una estación. En estos largos años iba a buscarla a las diez de la noche a la estación de Granada. En las esperas se producía la intuición de su fin próximo, lo que me remitía a repasar mi vida con ella y a imaginar el vacío de su pérdida. A ello se sumaba la constatación en ese espacio de la intensa dualización social. Me cruzaba con gentes pertenecientes al ejército de reserva del nuevo capitalismo global. La estación me permitía acceder a las historias de los seres humanos tan lejanos a su tierra, con sus escasas pertenencias y su inseguridad asumida. Ambos factores confluían fatalmente generando un sentimiento de dolor. No puedo evitar recordar a la policía nacional abordando a los africanos, de un modo muy duro en no pocas ocasiones.
El cambio respecto al pasado es patente. En las viejas estaciones de los años sesenta y setenta, dotadas de una estética cutre, concurrían los múltiples públicos habitando las esperas mediante la proliferación de conversaciones. Mi experiencia en este vivo sistema social me ayudó a identificar los distintos tipos de personas. Los más entrañables eran las mujeres mayores, con las que una conversación que comienza preguntando sobre temas como las paradas o los tiempos, derivaba inevitablemente a la biografía, culminando en la muestra de las fotografías familiares. Así la estación albergaba un cierto estado de convivencialidad entre distintos viajeros. Este compensaba el estado pésimo de sus instalaciones.
En los años ochenta llegó la modernización acompañada por arquitecturas pretenciosas promovidas por las autoridades, devenidas en nuevos ricos poseedores de cuantiosos recursos procedentes precisamente del tráfico de los suelos. Pero se hacía evidente su gusto deplorable. La explosión de los edificios fue paralela a los cambios sociales que las convertían en el prototipo de lo que Marc Augé ha definido como “no lugares”. Así, por sus pasillos y sus salas de espera patéticas fluyen los viajeros, indiferentes a los demás y con paso apresurado. La aparición del teléfono móvil individualizaba severamente a los viajeros, convirtiéndolos en forasteros con respecto al antiguo sistema de relaciones efímeras que se congregaba en este espacio.
La estación consolidada como no lugar sanciona la individualización severa del viaje. La prodigiosa evolución del teléfono móvil proporciona una comunicación intensiva de cada cual con su mundo social, que se hace presente en cada pantalla. El espacio físico inmediato queda marginado, de modo que no es un espacio vivido ni experimentado. De ahí resulta un extrañamiento de los demás contiguos en el espacio, desplazados por la atención exclusiva requerida por un sistema de comunicación tan vivo como el de las redes sociales.
Las estaciones son testigos de este tiempo rápido de los viajeros. La espera se ha disuelto para este contingente de personas que pasan circunstancialmente por este espacio. Es un tiempo de comunicación con los suyos. Por el contrario, en las salas de espera arriban distintos tipos de náufragos del postfordismo. Una humanidad resultante de distintas marginaciones se asienta en las sillas. Son los que están allí esperando porque su tiempo es más lento, ajenos a los rigores de la vida productiva o desplazados de la vida ordinaria articulada por los consumos. Inmigrantes, jóvenes marginados, parias urbanos o ancianos residentes en la proximidad, asientan sus traseros en las sillas de las estaciones modernizadas. Entre estos no hay relaciones. Están allí porque es más confortable que la calle y se puede acceder al espectáculo de ver entrar y salir a los públicos sometidos a los horarios cíclicos de las llegadas y salidas.
De ahí resulta un distanciamiento entre los que están y los que pasan que genera un miedo difuso pero perceptible. Así las estaciones, en este tiempo, albergan a distintas gentes percibidas como sospechosas. Allí nadie se mira ni se habla, pero se intuye que muchos de los que se encuentran sentados son portadores de considerables dramas personales. Así es como las salas de espera, concebidas como catedrales para los ciudadanos móviles, terminan siendo un espacio regido por el presupuesto de la seguridad de los viajeros misteriosos, que están simultáneamente presentes pero desterrados de este espacio.
Me gusta ir a Madrid en los autobuses de madrugada. En esas horas se hace más visible la gran escisión entre los presentes en la estación. La distancia entre las personas es aún mayor, el estatuto de extraño de todos los contiguos se acrecienta, el temor se hace patente en los rostros y la disposición de los cuerpos de los viajeros, las distancias personales y los agrupamientos siguen la lógica de la protección y la seguridad refuerza su presencia en el vacío de las salas de espera. La vigilancia puede percibirse con más nitidez en los espacios desocupados.
La semana pasada fui a Málaga en el autobús de las ocho de la mañana. Todos mis recuerdos se hicieron presentes en mí. El espectro de Carmen invadió mi persona. Las luces tenues, los marginados que se refugiaban del frío, la cafetería de lúgubre estética, el contraste entre los turistas y los jóvenes viajeros con los públicos de cercanías de la sociedad sufrida. Unos minutos antes de subir al autobús, ya en el andén, un hombre de unos sesenta años se encontraba hablando con una chica joven árabe con la cabeza cubierta con su pañuelo. En este momento, una pareja de la policía nacional les pidió la documentación. La seguridad llenó ese espacio en el que antaño habitó un sistema de relaciones más convivencial. Las estaciones de autobús del presente son la suma de los no lugares y sistemas que avanzan en el camino al campo de concentración en su última versión amable. Como diría el inefable Andrés Montes “Es el progreso Salinas, qué cosa más grande”.
Coincido y me identifico al leerte, hay un matiz que no mencionas y me merecería un apunte. Son los nuevos servicios del capitalismo der-egularizado, bla-bla car, que sustituye el viaje solitario en el carro o abierto al olvidado auto-stop a una nueva actividad monetarizada. prefiero el tren, sino auto-bus,... Lugares repletos de sujetos sospechosos para un orden social en avance a la segregación máxima.
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saludos, Josu
Gracias Josu por el comentario. Efectivamente son lugares de abundancia de sujetos sospechosos que vulneran la norma de circular permanentemente. El modelo automovilístico de viaje, convertido en un desplazamiento virtual por un espacio fantasmático, como son las autopistas, se ha trasladado al autobús o el tren, donde cada uno conecta con su mundo social, haciendo abstracción de los cuerpos contiguos.
ResponderEliminarSaludos
Unas relaciones ¿más convivenciales? qué quieres decir con convivencial?. Las relaciones sociales son destruidas por el imperativo neoliberal de la comtetencia aoluta y la construcción del enemigo. Si quieres desturir relaciones, sean cualesquieran mete la competencia en ellas.
ResponderEliminarGracias, Ana
Gracias Ana
ResponderEliminarUtilizo el concepto de estado de convivencialidad referido al pasado anterior a los años ochenta. El término convivencialidad lo utilizo en el sentido en el que lo formuló Ivan Illich en su libro de "La convivencialidad". En este texto distingue entre la convivencialidad y la productividad. El primero es un estadio social en el que las personas en su vida cotidiana no están especializadas y desarrollan todas las funciones sociales. Enel segundo, las personas están especializadas y trasfieren a las instituciones especializadas las funciones. De ambos resultan sociedades completamente diferentes. En la sociedad de la productividad las instituciones experimentan un proceso de perversión al relegarse a los imperativos de la producción-consumo. El desarrollo de este argumento hace que Illich cuestione el progreso.
Este concepto es recuperado hoy por otras corrientes: lentitud, decrecimiento, procomún, decolonialidad y otros.
Mi recuerdo de la situación anterior a la modernización/motorización me permite aplicar este concepto tan trasversal.
Saludos
Yo hace tiempo me deshice de mi cochecito y ahora voy en tren o en bus.
ResponderEliminarQué liberación! Qué bien me lo paso observando y que momentos de asueto.
Y que preciadas ocasiones para compartir ratitos de humanidad ����
Esa liberación la sentimos muchos. En los últimos años de Carmen le pesaba mucho el coche que terminó por ser un estorbo.
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